¿Hay lugar para un peronismo de la “tercera vía” lejos de quienes nos llevaron al desastre?
Por Gustavo Aguilera
El 2023 fue para los argentinos el año del cambio total de paradigma. Partir de esta afirmación hace posible continuar pensando y construyendo la posibilidad de una alternativa política que represente los valores históricos del peronismo, adaptados a nuestro tiempo. Sin registrar el corte abrupto que implicó la elección de Milei como presidente de la nación, no hay manera de poder procesar lo que nos pasó ni elaborar una propuesta de nuevo tipo para el futuro
Política vs. sociedad
La disociación entre la política y la sociedad no es un fenómeno reciente. Toda la década del noventa fue un volcán que amasó su erupción a fuego lento, un proceso de destrucción del tejido social a partir de la pérdida del trabajo como eje de vertebración del orden familiar. El estallido de diciembre del 2001 fue la manifestación política de ese largo proceso social de conflicto subterráneo generado por la pérdida del trabajo como eje existencial-cultural y económico de las familias argentinas.
El estallido se dio en las calles, por fuera del sistema político, que quedó atónito durante semanas (recordemos la sucesión de cinco presidentes en once días). De a poco, y a caballo de la pacificación social llevada adelante por el gobierno de Duhalde, una incipiente estabilidad económica no carente de conflicto (recordemos los asesinatos en el Puente Pueyrredón), se fue componiendo el escenario para lo que iba a venir.
Así llegamos a la recomposición política y social del kirchnerismo a partir del año 2003. Sin embargo, esa recomposición no implicó una sutura total de las heridas del proceso inmediato anterior. Pese al esfuerzo de miles de militantes -de los que formamos parte- y del liderazgo de Néstor Kirchner que llevó adelante una política de recuperación económica y ampliación de derechos, quedaron por fuera del sistema grandes segmentos de población: compatriotas no integrados. También, en muchos casos, compatriotas integrados solo a partir de la variable consumo, pero no integrados a partir de una visión nacional-comunitaria que fortaleciera a las agrupaciones de base (clubes, parroquias, gremios), en un proceso cuya dirección no fuera solo del Estado hacia la sociedad, sino también en sentido inverso: de la sociedad, o, digamos para ser precisos, de la comunidad hacia el Estado.
Cuando el 9 de diciembre del 2015 Cristina Fernández le habló al pueblo argentino en su despedida después de tres mandatos presidenciales lo que dijo fue: “esto es lo más grande que le he dado al pueblo argentino: el empoderamiento popular, el empoderamiento ciudadano, el empoderamiento de las libertades, el empoderamiento de los derechos”.
Si analizamos su discurso, podemos ver que, en su visión, un presidente puede darle al pueblo su “empoderamiento”. Sin embargo, y aunque parezca un detalle, esto transparenta la visión estado-céntrica de su filosofía y su praxis. Un presidente no puede empoderar al pueblo, porque es el pueblo el que antes empoderó al presidente. El poder siempre viene del pueblo, no del Estado. Y esto no es un pensamiento naif o ingenuo, si un político pierde de vista esto en algún momento le llega la notificación, por vía de las urnas o por vía de la protesta social. El ejemplo de diciembre de 2001 es un ejemplo extremo, pero podríamos citar mil casos menos rimbombantes.
Si miramos nuestra historia, vemos que Perón no “empoderó” a los trabajadores, sino que fue, fundamentalmente, un lector de la cultura del pueblo. En esa lectura, su trabajo fue diseñar una doctrina, y su trabajo fue propiciar y fortalecer las organizaciones comunitarias de poder popular en base a esa línea doctrinaria que tomó de la historia de nuestro pueblo. Perón no escribió “El Estado organizado”, sino “La Comunidad organizada”. Utilizó al Estado para favorecer su estrategia, y no al revés. Por esto, las dos grandes usinas de poder durante sus primeros dos mandatos fueron la CGT y la fundación Eva Perón, dos entidades no estatales.
La visión estatalista del camporismo, aunque seguida por miles y miles de militantes con buenas intenciones durante los últimos veinte años, es tributaria de otra filosofía, distinta a la justicialista. Una visión de corte progresista, heredera de algunas corrientes de los años 70, con posiciones antisindicales y vanguardistas, pero esterilizada de su componente revolucionario. O sea, se quedó con lo malo de esas experiencias y con lo superficial del peronismo. El peor de los escenarios. Esta visión es la causante de la pérdida permanente de rumbo, que redunda en el alejamiento de cada vez mayores sectores sociales y el evidente abandono o desmotivación de la militancia. Es necesario retomar de manera urgente la visión nacional-comunitaria del justicialismo y reconstruir formas organizativas movimientistas, que recuperen la representatividad de mayorías y generen anticuerpos frente a los promotores de minorías intensas y sectarias.
Tecnócratas vs. militantes populares
La estrategia de ese kirchnerismo tardío que es La Cámpora fue copar el Estado por una burocracia de jóvenes forjados en una visión profundamente tecnocrática, de orden estado-céntrica. El centro de la reflexión y de la acción del camporismo fue el Estado, no la comunidad ni el pueblo. Esta visión estatalista, institucionalista y juridicista de la sociedad es por definición a-histórica, y rápidamente encontró sus límites.
Si el poder deviene del Estado y no del pueblo, como creen los camporistas, toda la acción política va a estar destinada a ganar elecciones para ocupar espacios. Pero como nos enseñó el Papa Francisco, las verdaderas revoluciones se realizan iniciando procesos en el seno del pueblo, no copando organigramas para usufructo de una camarilla.
Esto implica un problema conceptual, pero fundamentalmente uno de orden práctico. La visión camporista, sumada a un manejo personalista de la construcción política, hizo que la única forma de promoverse al interior de la propia fuerza política (donde convivían al principio cientos de agrupaciones de todo tipo) sea siendo elegido como candidato (a dedo) por la conducción. Una conducción que, a su vez, jamás se validó con los votos de las estructuras partidarias o de las agrupaciones; todo su poder siempre devino del manejo del Estado y del acceso a recursos.
Esto generó una cultura política verticalista (de arriba hacia abajo), donde las únicas variables tenidas en cuenta para prosperar al interior del movimiento fueron estar cerca del que está más arriba en la pirámide de poder interno. Ya no importaba si un militante movilizaba a un barrio entero, o si tenía miles de votos, o si un dirigente sindical era representativo de sus bases, todo eso no solo no era tenido en cuenta, sino que hasta era percibido como algo amenazante. Para crecer al interior del movimiento, para decirlo sin tapujos, solo hay que estar lo más cerca posible de Máximo Kirchner. O de alguien que esté cerca de alguien que lo esté. Para peor de males, el poder de MK existe solo como vicario del poder de su madre. Todos los militantes lo sabemos. En ese dispositivo político, entonces, dejó de tener sentido ser representativo de las bases o tener pensamiento propio y discutir qué política llevar adelante.
Esto trajo muchísimos problemas, el más grave fue el progresivo pero definitivo alejamiento de la militancia con el pueblo. Es decir, el origen de la desconfianza y pérdida de credibilidad hacia la política y de los políticos. Se construyó una generación militante donde para promoverse había que mirar para arriba e intentar representar los deseos de ese arriba o lo que se suponía que ese arriba pretendía. Esto trajo aparejado no mirar hacia abajo, y dejar de intentar representar los deseos o anhelos de ese abajo. Para qué, si eso no era retribuido. Más: era sancionado. No solo no sumaba, sino que hasta restaba, cualquier representante de alguna voz que no fuera la de los tocados por el óleo sagrado de Samuel elegidos para hacer política por MK era tildado sin duda de traidor y marginado de inmediato.
¿Pero quién elegía y elige y a través de qué mecanismos a los “autorizados” para hacer política al interior del camporismo? Nadie lo sabe, solo se conocen sus efectos a través de la gestualidad: MK subiendo una foto con algún dirigente, por ejemplo. De ese modo sabemos que ese dirigente fue bendecido y puede intentar hacer política. Cualquier otro peronista que quiera hacer política (es político, tiene sentido que quiera hacer política) sin esa bendición será tachado de desleal o de traidor como mecanismo de autodefensa de esa camarilla. Pero este comportamiento es no solo a-histórico sino anti-político. La lucha por el poder es uno de los motores principales en la vida pública, desde Roma hasta acá, pasando por las tribus de los valles Calchaquíes y por la URSS o el Pentágono, en todas las comunidades políticas se lucha por el poder. El camporismo desconoce para los otros la validez de este principio, pero por supuesto que se lo autoriza para sí mismo. Ataca como política, se defiende como moral. Esto genera una hipocresía que termina siendo constituyente de su propia esencia en tanto cultura política. El camporismo niega a otros con argumentos morales lo que se habilita a él mismo con argumentos políticos. Dicho sintéticamente, el camporismo razona: “yo soy lo bueno (categoría moral); por ende, todo lo que no soy yo es lo malo”. A partir de ahí, como yo soy lo bueno, todo lo que a mí me convenga está bien (porque soy lo bueno), y todo lo que no me convenga a mí está mal (porque es lo malo). Esto habilita todo tipo de acciones, validadas moralmente de esta manera.
Otra consecuencia directa de esta lógica, además del alejamiento de la militancia con el pueblo, es la disociación tremenda que existe hace al menos quince años entre lo que la militancia dice en privado y lo que dice en público. Cualquier persona de la política va a estar de acuerdo conmigo si digo que es lo más frecuente del mundo hablar en privado con un militante o un dirigente y que le diga que todo está mal, que los que están arriba son un desastre, que no los aguantan más, que no tienen idea qué es lo que está pasando en la base, que viven como príncipes alejados de la realidad social, etc. Pero ese militante o dirigente quejoso, cuando termina de hablar con uno, se da media vuelta y firma un comunicado donde apoya a MK como Presidente del PJ de la provincia de Buenos Aires, o alguna aberración similar. Pensemos, solamente, que MK (que preside el PJ provincial) sólo vivió allí en condición de hijo del Presidente/a de la nación y después como diputado nacional con fueros. O sea, la PBA es una provincia en la que nunca vivió como ciudadano común y corriente. Esto no es un pecado, es la vida que le tocó, pero de ahí a que los miles y miles de afiliados peronistas de la provincia permitamos que usurpe la jefatura del movimiento sin la mínima protesta habla del nivel de sometimiento naturalizado en el que vivimos los militantes hace años.
Esa disociación entre discurso público y discurso privado de la militancia y la dirigencia es apenas uno más de los tantos síntomas del problema estructural que estamos intentando pensar en este artículo. ¿Y cuál fue la estrategia del camporismo para mantenerse en el poder cuando se aleja cada vez más y más de su base social y política? Una de las respuestas es la adopción de agendas del poder, que le permiten, a un relativo bajo costo, el mantenimiento de nichos militantes cada vez más centrípetos. Así, la militancia fue invitada a adoptar agendas en absoluto presentes en nuestra tradición política, agendas de minorías que al ser estatalizadas y jerarquizadas desde la cumbre no solo del Estado sino de la cúpula partidaria adquirieron nuevos relieves. A la vez, estas agendas encastraron perfectamente con lo que promueven las usinas ideológicas del poder mundial. Esta situación, lejos de llamar la atención de una militancia acostumbrada a confundir empleo con militancia, y curtida en la diminuta rencilla de oficina o palacio por cargos y conchabos, adoptó inmediatamente ese impulso extranjero a sus pequeñas causas y usufructuó sin complejo el prestigio otorgado junto a los jugosos presupuestos de organismos y universidades europeas o americanas. Se dio la situación de que un “militante peronista” cargaba sobre sus espaldas con el prestigio de pertenecer a la tradición de los obreros asesinados en la Resistencia peronista, y a la vez vivía y/o pensaba como un yuppie de la ONU en Ginebra. ¿Existe un escenario más cómodo que eso? Los beneficios del prestigio sin la incomodidad de sus riesgos. La consecuencia de esto, sin embargo, la tenemos sentada en el sillón de Rivadavia.
Cuarentena y Partido único de la dominación
Debido al progresivo abandono del camporismo de la razón histórica que hizo existir al kirchnerismo (volver a poner al trabajo como eje de la comunidad) y de su adaptación a los mandatos ideológico-culturales de las usinas del poder mundial globalizador, existió durante muchos años en nuestro país una convivencia armónica entre el macrismo y el camporismo, que se conformaron como dos brazos (el derecho y el izquierdo) de un mismo gran proyecto de sometimiento de las fuerzas creativas y productivas del pueblo argentino. Más allá de las diferencias cosméticas o superficiales, existió entre el macrismo y el camporismo de la última etapa hegemonizado por La Cámpora un mismo proyecto de país, donde se repartían por turnos la administración del Estado y los negocios. Esto no fue fácil de ver, porque muchos que venimos del peronismo participamos con fuerte espíritu transformador de la vida pública. Sin embargo, los resultados, desde un determinado momento a hoy siempre fueron decepcionantes. O porque se perdían las elecciones o porque si se ganaban no se realizaban los cambios para los que habíamos sido elegidos. La sensación de zozobra y desorientación entre la militancia nunca dejó de aumentar desde 2015 a la fecha. En parte porque nadie viene pudiendo explicar con claridad qué fue lo que pasó. Y eso en buena medida porque los que tomaron las decisiones que nos trajeron hasta acá son los mismos que permanecen hoy en los puestos de conducción del espacio, por lo cual nunca van a poder hacer el balance de manera sincera, porque los implica de tal manera que obligaría a su inmediata salida. Cosa de carácter imposible por física política básica.
Esta disociación entre sociedad y política llegó a su punto máximo durante la cuarentena. De manera incontrastable, la población observó en su propia cara cómo todo lo ligado a la política tuvo privilegios y, ante la situación crítica de la pandemia, el Estado no tuvo la capacidad declamada por nuestra fuerza política. Esto, lejos de ser buena publicidad para el “Estado presente”, fue una demostración palpable de impotencia. Ante esa situación, el resto de la sociedad que no pertenecía ni a la política ni al Estado tuvo que lidiar con la pandemia en una posición de mayor debilidad. Faltó firmeza, creatividad y decisión para implementar políticas de mayor profundidad y extensión que las que se realizaron. Mientras los empleados estatales seguían cobrando normalmente su sueldo, los trabajadores privados tuvieron que lidiar con el cierre de las empresas que los empleaban, en muchos casos debido al cierre total de la economía que implicó la cuarentena más larga de todo el mundo. Los trabajadores informales recibieron un acompañamiento pobre, y a la salida de la pandemia no se desplegaron políticas de fondo que permitieran solucionar su situación Los que vivían en barrios carenciados, obligados a encerrarse en piezas o casillas, en muchos casos con condiciones básicas de salubridad deficientes, rápidamente o abandonaron el encierro con los riesgos que implicaba o deterioraron su salud por la falta total de vida digna.
Al mismo tiempo, los políticos y los estatales se filmaban amasando panes caseros, viendo Netflix o teniendo sesiones virtuales en la cámara de Diputados. Si a este proceso le faltaba algo fue la foto de Olivos, que fue la constatación de un doble discurso que generó profundas heridas sociales. A partir de ese momento se cristalizaron, de forma nítida, dos grandes bloques políticos en nuestro país: el de los de arriba, conformado por toda la dirigencia y los que vivían del derrame de ellos (el partido del Estado/partido del déficit, la casta, etc.), y por otro lado la sociedad silvestre. La dicotomía ya no era (si es que alguna vez lo fue) izquierda-derecha o progresismo-conservadurismo, sino un tajante arriba-abajo o pueblo-elite. Y en ese arriba estaba el peronismo, estaba el ministro de Economía de Alberto con inflación descontrolada que pusieron como candidato, estaba todo delante de nuestros ojos, pero ya no podíamos ver nada, porque habíamos abandonado nuestra misión, nuestra visión, y nuestro ser profundo.
Milei logró detectar este estado de situación y construyó un discurso que, en sus avenidas centrales, interpeló a amplísimos sectores sociales, muchos históricamente peronistas, contra los privilegios de un partido de Estado “presente” que declamaba bondades que no realizaba hacia la población. El modelo de militante fue degenerando de alguien que sirve al prójimo en alguien que se sirve de los prójimos a través de la política. El camporismo declamaba y declama lo contrario, pero sin abandonar los privilegios que lo distancian de la sociedad. Pero como sabemos las palabras pueden convencer, pero los ejemplos arrastran.
El estallido va por dentro
A diferencia de diciembre de 2001, en el año 2023 el estallido fue por dentro del sistema político. La manera que encontró el pueblo argentino para sacarse de encima a los que lo habían llevado hasta ese lugar (macrismo y camporismo) fue elegir a Milei. Hay que entender a Milei mucho más desde esa función que desde su propio programa de gobierno. Milei fue la herramienta disponible que tuvo el pueblo para eliminar al pasado. Por eso decimos que Dios escribe derecho en renglones torcidos. Hay que tomar nota de esto, de ello depende la posibilidad de resurgir o perecer para siempre. Así de crudo.
¿Y qué es lo que tenemos que detectar del discurso y del programa de Milei que interpeló a tantas personas que nos abandonaron? En principio, lo que ya dijimos: el Estado tiene que ser una herramienta al servicio de la Comunidad, y no un fin en sí mismo. Declamar las bondades de un Estado deficitario, débil, que no llega a todos, que no da oportunidades o cada vez menos desde hace décadas es la mejor propaganda que le podemos hacer a los topos que vienen a “destruir el Estado por dentro”. Recuperar las capacidades de un Estado fuerte, ágil, no necesariamente grande, sino eficiente, es vital. Pensemos en un gordo fofo, con decenas de kilos de sobrepeso: no nos parece fuerte, ni amenazante, no lo respetamos. Pensemos mejor en alguien delgado, fuerte, entrenado, mucho más pequeño pero determinado. Con ese hombre no queremos tener problemas, lo queremos de nuestro lado. Con el Estado pasa lo mismo: abandonemos la ficción de un Estado enorme, torpe y deficiente porque, además, nuestro pueblo ya la abandonó. Lo que hay que fortalecer, primordialmente, es la comunidad. Una sociedad más fuerte, más empresas, más trabajo, más deporte, más unidad, menos divisiones absurdas basadas en ideologías foráneas, volver a las raíces de lo nuestro. Allí estará nuestro pueblo esperando que regresemos a él.
Por primera vez en muchos años existe una oportunidad histórica de romper la lógica que nos trajo hasta acá, de vencer esa hegemonía tóxica. Pero para vencer en política hay que tener, entre otras cosas, audacia, fuerza, y decisión. ¿Quiénes de nosotros tenemos estos atributos para comenzar un nuevo camino? Como en toda batalla épica, los primeros, los que se animen a romper el hielo serán los que despierten en los demás el ánimo y la convicción de que se puede. Esos primeros corren el riesgo de sufrir consecuencias por su coraje y su claridad, es cierto, pero también serán los artífices de un nuevo destino común. Y lo vamos a lograr. Sepamos que las condiciones históricas están dadas. Ahora, solamente depende de nosotros.
Fuente: panamarevista.com