Reflexiones sobre “el ser nacional”. Por Elio Noé Salcedo

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  1. El ser nacional: claves del pasado, presente y futuro

A dos siglos de la Revolución de Mayo y ya en curso desde hace dos décadas el siglo XXI, no parece que el pensamiento argentino actual dé respuesta a los problemas que arrastramos de un pasado sin resolver todavía.

En semejante situación de vacío y cierta indigencia ideológica y política, nos parece encontrar algunas claves de esos problemas en los textos del pensamiento nacional clásico que venimos comentando y que en este caso nos proporciona texto de Juan José Hernández Arregui “¿Qué es el ser nacional?”. 

En efecto, dicho texto nos conecta con una de nuestras grandes controversias, agudizadas por esas extrañas razones del presente que creen tener futuro apelando al desconocimiento de nuestro pasado y de nuestra identidad como argentinos y americanos, cuando en realidad no podemos entender el presente sin conocer el pasado, pues como decía el Dr. Manuel Belgrano en sus “Escritos Económicos” -uno de los primeros textos clásicos del pensamiento nacional-, “el pasado enseña cómo debe manejarse el hombre en lo presente y porvenir”.

Aunque desde el principio de su libro, Hernández Arregui nos previene sobre la provisoriedad del término “ser nacional” y “en qué medida puede ser utilizado por pura economía del pensamiento y nada más”, nos advierte también que “ningún libro escrito con pasión nacional equivoca la elección de los problemas. Y el problema aquí planteado es fundamental”, en cuya dirección “tendrá que ahondar la inteligencia americana”; claro está, sin desechar ese requisito que nos plantea el escritor y pensador: la “pasión nacional”, condición de la que ha sido vaciado el pensamiento argentino a partir de la segunda caída del peronismo después de la muerte del general Perón. Expliquémonos.

¿Revolución sin tradición, democracia sin liberación nacional?

Si entendemos que “no hay revolución sin tradición”, la desaparición de todo lo que oliera a tradicional o clásicamente nacional y el desaprovechamiento del despertar nacional y latinoamericano por la Guerra de Malvinas (que fue una de las grandes manifestaciones nacionales y latinoamericanas del siglo XX, más allá del resultado de las armas), nos deparó un trágico proceso de desmalvinización que, a la par que nos hizo abandonar la lucha integral por la liberación nacional y social (que deberíamos haber proseguido a través de todos los medios políticos, diplomáticos, económicos, educacionales y culturales al alcance de nuestras manos), fue seguida y corporizada a través de un proceso abstracto de “democratización de las conciencias” que, a la par que desnaturalizaba la conciencia política nacional construida a lo largo de dos siglos, nos condujo a una democracia formal y semicolonial que, justamente, era la democracia insustancial que el peronismo histórico había intentado erradicar en sus mejores años.

Esa omisión, a pesar de algunos progresos y avances en dispares campos, pero sin eliminar las causas estructurales de nuestro retroceso, nos condujo al fortalecimiento de los sectores económicos y sociales desentendidos de la Nación (que volvieron a ganar terreno) y a la actual condición y situación política, económica, ideológica y cultural de total indefensión e impotencia nacional.

Sin duda, estamos a tiempo de retomar esa lucha. Es más, no creemos que haya futuro para la Argentina, América Latina y el Caribe sin retomarla con la misma pasión y valentía que la de nuestros Libertadores, comenzando por la reconstrucción del ABC (Argentina, Chile y Brasil), base de sustentación económica de la unidad suramericana.

El siglo XIX y el retroceso del ser nacional

En el Capítulo III, que lleva el título precedente, Hernández Arregui comienza citando una frase de Berenguer que da cuenta de la vieja y para nada inocua injerencia del imperialismo norteamericano en nuestro devenir, y acusa a los Estados Unidos, “quienes por ignorancia o por malicia infundieron a la obra de Bolívar y San Martín el virus de los nacionalismos (locales: aislantes y divisores), ahogando el espíritu de nacionalismo único (latinoamericano), y al mismo tiempo dejando latente el germen de futuras disputas fronterizas (y no solo fronterizas…) con las cuales se aseguraba la debilidad de las Américas”.

Una de esas disputas no fronterizas sino ideológicas y ahora también política, ha sido la aparición en el mundo académico y en algunos países de base mayoritaria indígena, de una fuerte corriente que algunas veces descree de nuestro nacionalismo popular clásico y otras pretende confundir latinoamericanismo con plurinacionalismo, con lo que, de hecho, nos hace retroceder inexplicablemente más de doscientos años atrás, despojándonos de la identidad común de americanos que ya teníamos al iniciar y concluir Bolívar y San Martín la revolución de nuestra independencia de España, que aquellos militares patriotas pretendían fuera además conservando la unidad de toda Nuestra América.

Uno de los motivos del olvido deliberado del período virreinal por parte de la historiografía de las oligarquías (otrora localistas y hoy desembozadamente entregadas al extranjero) -nos recuerda Hernández Arregui- ha respondido al plan oculto de hacerles perder a estos países el recuerdo de la primitiva unidad bajo el dictado de los intereses extranjeros suplantados por nacionalismo sin fundamentos geográficos reales”, y en algunos casos identificados con “nacionalismos” étnicos de un pasado remoto, sin razón de ser en un presente acuciado por la necesidad de unidad nacional y de un mismo nacionalismo latinoamericano que nos devuelva la fuerza para encarar un mejor futuro para todos.

Pérdida de la unidad y de la identidad

He allí dos de las claves de nuestro retroceso, pues si como bien dice Hernández Arregui, “con la caída del Imperio Español, América Latina entra en el vertiginoso proceso de disensión política y su retroceso cultural… al producirse la emancipación, con el desarrollo manufacturero de Estados Unidos… se inicia la expansión del norte sobre el sur”.   

Al margen de idealizaciones democráticas posteriores, difundidas por el propio imperialismo norteamericano” (del que no hay que descartar cualquier intento de colonizarnos por derecha o por izquierda mientras esas opciones nos dividan y nos debiliten), en 1823, con la política anticolonialista de Adams (“América para los americanos”), que representaba “el creciente poderío mundial de Estados Unidos”, surgió la Doctrina Monroe. Ya el presidente Adams -sostiene J.J.H.A.- “había señalado la conveniencia para Estados Unidos, de que las diversas regiones latinoamericanas se organizasen mediante sistemas tan diferentes y separados entre sí como sea posible”.

Pues bien, ese proyecto que nunca sería abandonado, se prolonga en nuestros días “como una cuestión de espacio vital para Estados Unidos”, y también para el poder que Europa -en particular Gran Bretaña- conserva en Nuestra América, hoy representado por el creciente poderío y dominio sobre nuestra política y nuestros políticos, y sobre nuestra economía y territorios terrestres, insulares y marítimos, aunque también, y decisivamente, sobre nuestra conciencia y cultura nacional varias veces centenaria.

No se trataba, como insiste el pensador nacional, “de una lucha por la libertad” -Bolívar lo había presentido-, sino de “razones geopolíticas” que alimentaban y hoy alimentan “esta voluntad imperial norteamericana”, porque, en definitiva, el dominio y poder de Estados Unidos“ayer -y hoy más que nunca- descansó y descansa sobre la anulación nacional de América Latina”.

La negación y/o anulación de nosotros mismos

Esa anulación suprimió de hecho el alma nacional común y la desposeyó de su identidad nacional de conjunto, la fragmentó cómo y cuantas veces pudo, pero también la fue dividiendo y la intenta dividir en toda clase de guetos políticos, ideológicos, culturales, religiosos, espirituales y étnicos (anteponiendo contradicciones y diversidades totalmente secundarias vistas desde un punto de vista nacional común), condición que hoy le impide reconocer sus raíces y ser una y ella misma para disponerse a luchar en conjunto, a una sola voz y con un solo espíritu, para reconstruir la Nación que somos desde antes de nuestra independencia política.

Al inicio del siglo XIX, criollos, indios y negros logramos en conjunto nuestra independencia de España, quedando pendiente la unidad nacional y la liberación social y espiritual de toda América Latina y el Caribe. De allí la necesidad de definir y asumir la identidad y/o el ser nacional del conjunto, no como suma ni resta de sus partes sino como un Todo.

Para empezar, necesitamos entender, sencillamente, por qué en lugar de avanzar, retrocedemos, y por qué en pleno siglo XXI todavía seguimos dominados.

  1. El “Ser Nacional” y nuestras raíces históricas

Para reconocernos como argentinos y latinoamericanos, es perentorio conocer la historia de América, y en particular la historia de la América Hispánica, cuando nacimos como indo-hispano-americanos, pues, como bien decía Simón Bolívar al luchar por nuestra Independencia, desde nuestro nacimiento mestizo y después de trecientos años de existencia, ya no éramos indios ni españoles o europeos sino americanos.

La exigencia de ahondar en la realidad de la América Hispánica -dice Juan José Hernández Arregui-, responde al imperativo de contemplarnos como partes de una comunidad mayor de cultura, que no niega las partes, sino que reivindica el todo. Y en tal orden, el estudio de la historia hispanoamericana es la substancia de nuestra formación como argentinos”.

 Si no fuéramos un todo, careceríamos de una identidad nacional y seríamos tantas partes como etnias, pueblos, Estados y países somos, que es a lo que apuntan los que quieren dividirnos objetiva y subjetivamente con argumentos académicos o solamente a-históricos de derecha o izquierda.

De esa concepción del Todo, se puede rescatar entonces la base de una definición de “ser nacional”. Para Hernández Arregui, el “ser nacional” “es un hecho político vivo empernado por múltiples factores naturales, históricos y psíquicos, a la conciencia histórica de un pueblo”, en tanto se trata de “una comunidad establecida en un ámbito geográfico y económico (que antes de la Independencia era uno solo), jurídicamente organizada en nación (lo que era un avance sustancial ya en la era hispánica), unida por una misma lengua (común con los españoles), un pasado común (que no teníamos ni con los españoles ni con los pueblos nativos sino con nosotros mismos a partir de nuestra existencia mestiza como nuevo pueblo), instituciones históricas (que comenzarían a ser tales a partir de la experiencia común entre indígenas, españoles y criollos), creencias y tradiciones también comunes conservadas en la memoria del pueblo (que no se puede negar, hacer desaparecer o dejar de reconocer después de quinientos años de una experiencia común, que además nos da fundamento como “comunidad superior de cultura”)… con “una voluntad nacional de destino”.

Hoy, ese ámbito común, aquellas instituciones históricas, creencias y tradiciones y voluntad de destino común han sido fragmentadas y desnaturalizadas por los intereses ajenos a nuestra existencia y voluntad como Nación, y está a pasos de desaparecer como tal si no le oponemos remedio.

El mismo Hernández Arregui, considerado un intelectual de la izquierda peronista en su época, manifiesta la obligación de buscar en la historia los orígenes de nuestros orígenes e identidad nacional, por lo que se impone “retroceder a España, y al hecho de la conquista, calar en las culturas indígenas y en el período hispánico”, sin negar, desconocer uno u otro aspecto y factores de nuestros orígenes e identidad.

Solo así y desde allí puede salir ileso, incólume y fortalecido nuestro nacionalismo latinoamericano, “apto para restituirnos nuestro pasado (completo y real), y a través de la conciencia histórica del presente, abrirnos a un porvenir de grandeza”. Por el contrario, “la negación del pasado sería cegar las fuentes de la comunidad nacional (actual) en las que las tendencias espontáneas y profundas del pueblo se alimentan”. Hoy, la indigencia de nuestra conciencia histórica resulta trágica.

Como diría Hegel, citado por Hernández Arregui, “todas las fases históricas sucesivas no son sino etapas en la marcha de la evolución y el progreso de la historia humana. Casa fase es necesaria y por lo tanto legítima para la época y circunstancias a las cuales debe su existencia, aunque resulte caduca y pierda su razón de ser ante condiciones nuevas y superiores que se desarrollan paulatinamente en su seno”.

¿O acaso se podría haber evitado de alguna manera la llegada de los españoles a nuestro Continente; o las creencias de las tribus subyugadas por los imperios dominantes, que apoyaron al imperio español en su conquista; o la mestización inmediata que se produjo (como no había ocurrido entre conquistadores y conquistados en otros lugares de la tierra) y que dio vida a un nuevo pueblo?

De hecho, ese nuevo pueblo ya no era ni español ni indígena y desde hace varias centenas de años conforma la mayoría del pueblo latinoamericano.

España en América

Ciertamente, “el nacimiento de la nacionalidad no puede segregarse del período hispánico”, sostiene el escritor nacional. “Desligar a estos pueblos de su largo (y completo) pasado -explica JJHA- ha sido una de las más graves desfiguraciones históricas de la oligarquía mitrista”. Sin embargo, su posición frente a España, agrega el pensador nacional, “exige por tanto una explicación”.

El menosprecio hacia España arranca en los siglos XVII y XVIII como parte de la política nacional de Inglaterra” -entiende JJHA- y dicho desprestigio o “Leyenda Negra” española se inicia “con la traducción al inglés, muy difundida en la Europa de entonces, del libro de Bartolomé de Las Casas”, que el imperio británico aprovechó para sus fines imperiales, como lo han hecho durante toda la historia.

En efecto, la “leyenda negra” “fue difundida por los ingleses como arbitrio político, en una época en que los Habsburgos mandaban sobre Europa y amenazaban a Inglaterra, entonces una potencia de segundo orden”, que aspiraba al cetro del poder mundial. Las contiendas religiosas del siglo XVII “entre la España católica y la Inglaterra disidente” eran el emergente de esa lucha por el poder mundial, que hoy se actualiza en la batalla cultural de nuestros días.

Se puede entender lo que estaba en juego a nivel internacional. Sin embargo, apunta Hernández Arregui algo que no por sutil es más importante aún para nuestro actual estado de subordinación nacional:

Más difícil es comprender -tan mezquina es la causa- que las oligarquías criollas después de la emancipación, en lugar de conservar sus orígenes, denigrasen sistemáticamente a España a partir de la segunda mitad del siglo XIX, para romper de este modo, no con España que ya no era un peligro, sino con ellas mismas desde el punto de vista del linaje nacional”.

De lo que habla Hernández Arregui es de la negación de nuestras propias raíces e idiosincrasia indo-hispano-americana, que la oligarquía negaba para dedicarse sin culpa ni complejos nacionales a sus negocios con Inglaterra. Después buscaría también por izquierda el fundamento de esa “negación”.

Esta infidencia de la oligarquía para su raza y estirpe histórica ha tenido efectos duraderos en la cultura argentina”, sostiene JJHA, cuyo menoscabo espiritual, sin fundamentos ciertos y/o reales “todavía perdura en muchos argentinos que recibieron sobre España la idea extranjera (y particularmente europea) que de sí misma se formó la oligarquía de la tierra -a pesar de su genealogía tanto española como indígena y en muchos casos también africana- al ligar sus exportaciones al mercado británico”. Tal denegación de España, concluye el pensador nacional, “no es más que el residuo cultural mortecino de su servidumbre material al Imperio Británico”.

La negación de nuestro origen en los tiempos presentes lo es también, cuando ya independizados de España hace 200 años, seguimos confundidos o dudando sobre quiénes somos, de dónde venimos, dónde estamos parados y cómo y hacia donde debemos marchar para terminar de realizarnos como pueblo y como Nación, sobre la base de nuestra formación genética y cultural principal, que conforma en definitiva nuestra identidad nacional. Aunque España, dada la dialéctica de la historia, desde hace muchos años esté aliada y alineada con nuestros enemigos (y sus otrora enemigos) históricos, que ahora pretenden dominarnos política y económicamente y desarmarnos y derrotarnos cultural, espiritual y psicológicamente.

Al contrario de dichos propósitos, resulta que somos mucho más de lo que pensamos que somos y mucho más de lo que nos quieren hacer pensar. Por eso deberíamos responder a semejante despropósito con una actitud reconfortante y no auto denigrante de nuestro “ser nacional”, que lleva en sus raíces, junto a la herencia indígena, también la de aquella España del siglo XV, XVI, XVII y XVIII (que nos dio al Inca Garcilaso de la Vega,  Juan Ruiz de Alarcón, Luis de Tejeda y Guzmán, Sor Juana Inés de la Cruz, el Inca Yupanqui y hasta al mismo Libertador José de San Martín), con todo su bagaje genético, cultural e histórico que todavía debemos terminar de descubrir para desarrollar y potenciar nuestra profunda y multifacética identidad y realizarnos como personas, como sociedad y como Nación.

  1. Revelaciones y paradojas de nuestra herencia histórica

Si sabemos con Miguel Unamuno que, hasta bien entrado el siglo XX, España no era Europa (por eso pensaba el pensador español que había que “europeizar España y españolizar Europa”), intentemos descubrir entonces qué y quien era España cuando se produjo aquel encuentro y “doble descubrimiento” de culturas y civilizaciones en 1492.

Aquella España unificada por Isabel y Fernando era la primera potencia de Occidente, cuyo poder había sido acrecentad0 en su territorio “por las armas o matrimonios dinásticos”, como sostiene Juan José Hernández Arregui en su tratado sobre “el ser nacional”.

Portugal, Rosellón, los Países Bajos, Nápoles, Milán, Sicilia, Ardena le pertenecían. Reinaba sobre Alemania. Había vencido a los turcos y a los franceses. Era señora de los mares y dueña del comercio mundial, supremacía fundada en su indisputado poderío militar. La expansión imperial abarcaba el África y Asia. Cuando decidió salir de sus muros y buscar el país de las especias en la India, aunque esta vez a través del Océano Atlántico hacia el oeste, era la potencia colonizadora más grande de los tiempos modernos después del Imperio Romano.   

De las naciones de Europa, ninguna como España escaló tan arriba las cumbres del esplendor universal”, reconoce Hernández Arregui. Ese esplendor y poder nunca fue “tan grandioso como el que congregó España”, del que Inglaterra -una vez que le ganó la supremacía en los mares- quiso apropiarse y adelantar “en superioridad civilizadora”. Al respecto, no se puede soslayar el carácter y diferencias de uno y otro imperio, en cuya disputa el imperio anglosajón aventajaba al imperio latino en deshumanización, esclavismo, racismo, supremacismo blanco, economicismo y su propia burguesía industrial, que España había desechado en la cruzada religiosa interna al expulsar a moros y judíos de sus territorios a la par que lograba su unidad nacional.

A propósito, explica Juan José Hernández Arregui: “Los españoles, carentes de tradiciones técnicas, durante siglos en manos de los árabes, no conservaron las industrias y artesanías moriscas, en parte por la prosperidad fastuosa, pero sin base en la propia metrópoli, que le redituaba la explotación de las colonias”, con lo que, poco a poco, se fue diluyendo la grandeza de otrora.

Esa situación y condición de España anticipaba y prefiguraba la conducta y actitud que tendrían más tarde las clases dominantes parasitarias nativas, herederas también de su antecesora, casta económica y social que no podía desaparecer sino por un acto de voluntad emancipatoria también.

En definitiva, paradójicamente, si por un lado “la unidad religiosa le permitió -a España- ascender a la categoría de nación”, por otro lado, “el logro de la unidad nacional significó a la postre su decadencia con el traspaso improductivo de los bienes confiscados a los nobles y el clero. La mejor artesanía de Europa, abandonada, convirtió en eriales los centros industriales y agrícolas más florecientes de la península”. Al mismo tiempo, “la política impositiva implantada en los dominios, en tanto trataba de compensar las penurias de la economía interna, incubaba los conflictos, que con el tiempo llevaría a las clases adineradas de la colonia al hecho político de la emancipación”.

España en Nuestra América

Resulta conveniente e imprescindible ponderar los resultados que los imperios dominantes en algún momento de nuestra larga y controvertida historia dejaron en nuestro suelo.

La conquista y colonización española tenía, al fin, el mismo carácter que habían tenido tanto la conquista y colonización azteca al apoderarse del Valle de México, como la de los Incas al adueñarse del Cuzco. En estos casos, tampoco se trataba de pueblos originarios de los lugares donde luego se erigiría la capital de sus imperios, si bien aportarían su cultura a los pueblos dominados o tendrían para aprender de los pueblos que los antecedieron, como los mexicas de los toltecas y olmecas, y los incas de chancas, collas, aimaras y quechuas.

Del mismo modo, el paso de España dejó en América una vasta herencia positiva: mestización, lengua y escritura, nueva religión, universidades y modelos organizativos. En cambio, Gran Bretaña, sólo nos trajo hasta hoy el atraso de nuestra economía y el despojo de nuestros recursos y territorio, de cuyo dominio resulta necesario liberarse también, si queremos tener una segunda oportunidad como pueblo y como Nación. Después de todo, somos herederos de tres grandes imperios de la historia: el Imperio Inca o Azteca (según sea el lugar de América en el que hemos nacido), el Imperio Romano y el Imperio Español, al que pertenecía Portugal al producirse el doble descubrimiento de 1492.

Pues bien, habiendo logrado Inglaterra el poder de los mares y la primacía económica mundial, aunque no pudo convertirnos en una nueva colonia de la corona británica entre 1806 y 1807, lo logró a través de la economía y de la cultura, que es la razón por la que, independizados políticamente de España, fuimos unasemicolonia del imperio inglés: jurídicamente soberanos y económica y culturalmente colonizados. Hoy pretenden quedarse con todo.

Con el siglo XVIII -escribió Navarrete, citado por Hernández Arregui, “acabó también la dinastía austríaca en España, dejando a esta nación pobre, despoblada, sin fuerzas marítimas ni terrestres y, por consiguiente, a merced de las demás potencias, que intentaban repartirse entre sí sus colonias y provincias. Así había desaparecido en poco más de un siglo aquella grandeza y poderío, aquella fuerza y heroísmo, aquella cultura e ilustración conque había descollado entre todas las naciones”. No obstante, antes de perder lo que le quedaba, España nos legaría de hecho sus genes, su cultura y sus derechos a los nacidos en América, aparte de los conflictos y diferencias sociales, muchas de los cuáles siguen estando vigentes en el presente. Y eso ya no es culpa de España sino nuestra, que no hemos sabido o podido desterrar semejantes injusticias humanas y sociales propias de tiempos pretéritos.

Cabe consignar aquí, dado el debate que todavía se sostiene respecto a los pueblos originarios y la propiedad del territorio conquistado por los españoles, que todos los nacidos en América eran y son los dueños de este territorio, de cuyo patrimonio, los que nacimos después de 1492 -es decir, todos los indo-hispano-americanos- también somos dueños: lo somos por nacimiento y existencia originaria de América. Entonces, la división entre pueblos originarios (más bien antiguos) y no originarios (o sea nacidos después de 1492) resulta ficticia y solo es funcional a los que quieren dividirnos y debilitarnos.

Baste saber que la Independencia de España nos devolvió la soberanía y propiedad sobre todo el Continente y, desde entonces, todo su territorio y cada pedazo de tierra nos pertenece tanto a los pueblos antiguos como a los que nacieron aquí a partir de 1492 hasta nuestros días.

Así también es una verdad irrefutable que el pueblo criollo nació hace quinientos años atrás heredando sin más los genes y la cultura mestiza y multifacética de su padre español y de su madre indígena. Allí debemos buscar nuestros orígenes e identidad histórica como latinoamericanos.

Del imperio español al imperio británico

Dadas esas circunstancias de decadencia y deterioro español, junto con los bríos emancipatorios de parte de las clases criollas, años antes de la Independencia, se daba casi imperceptiblemente un proceso de colonización económica y cultural “europeo” que en poco tiempo más daría sus frutos, aunque no para consumo de los propios habitantes de Nuestra América sino casi exclusivamente para los nuevos amos imperiales -el Imperio Británico- y las clases asociadas a sus negocios, factores que son dejados de lado a la hora de los análisis historiográficos de la colonización en Nuestra América, mientras se hace hincapié desproporcionada y anacrónicamente sobre los pormenores de la conquista y colonización española.

Efectivamente, con el propósito de anularnos como Nación viviente, “la inferioridad de lo español -argumenta JJHA- se convirtió en un lugar común de nuestra educación” (correlato de la “leyenda negra española), en coincidencia “con la penetración mercantil inglesa en la América Hispánica”. Descubriendo el mecanismo y origen de nuestra dependencia intelectual y cultural, insiste Hernández Arregui:

A raíz de la emancipación, en efecto, junto con las mercaderías británicas, comerciantes y cronistas, con frecuencia agentes secretos, escriben sus memorias e impresiones de viajes sobre la América Española”, influyendo decisivamente en la historiografía liberal “repetida en español”. “Peregrinas tesis de mayor vuelo, pero no menos tendenciosas -completa el escritor nacional-, se acompañaron desde entonces contra España.

Por ejemplo, “el Renacimiento -según una de esas “peregrinas tesis”- no penetró en España”. Resulta una verdadera falacia semejante afirmación, consigna el intelectual nacional, y coincidimos, pues “se disimuló” (mal que les pese a comentaristas y detractores), que la conquista de América era “la más alta manifestación vital de ese Renacimiento”, no por sus resultados en América, que pueden ser aceptables, discutibles o inaceptables, sino por el hecho en sí de lo que significó para el mundo occidental de entonces la apertura de Europa hacia afuera de sus murallas a través de España y la búsqueda allende los mares de nuevos mundos.

De hecho, también se lanzaban las bases -al menos implícitamente- del reconocimiento de la propia insuficiencia de Europa, a la que América convirtió en una potencia con sus recursos naturales y capitales extraídos de su explotación, aparte de demostrar la necesidad de interdependencia de los países y de las culturas de todo el universo, verdad todavía no reconocida por el imperialismo dominante en Occidente, pero que parece ser un paradigma del nuevo mundo multipolar naciente.

En suma, se disimuló y se “olvidó” en la ponderación europea y anglosajona de la historia, prosigue Hernández Arregui, “que la figura de Juan Luis Vives (español) es tan importante o más que la de Erasmo” (Países Bajos), y “se ignoró la deuda -bien asegurada- de Shakespeare (inglés) a la literatura española”, olvidando a Shelley (inglés también), “cuyos dioses fueron Platón y Calderón”, según sus propias palabras, cuando proclamó la grandeza universal de “esa majestuosa lengua que Calderón lanzó sobre el páramo de los siglos y de las naciones…”; lengua que los latinoamericanos heredamos y a la que le dimos nuestra impronta nativa que nos regalaron las obras entrañables del Inca Garcilazo de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón y Fray Luis de Tejeda; del pensamiento político, económico y filosófico del siglo XIX y XX; y las obras deslumbrantes de la literatura latinoamericana de nuestro tiempo. Ese hondo y extenso legado histórico, filosófico, político, artístico y literario se lo quiere reemplazar en el presente por obras y tesis menores que niegan nuestras grandes, poderosas y todavía vigentes verdades nacionales y continentales.

Su literatura -completa Hernández Arregui, sin complejos de culpa, inferioridad ni auto denigración- era por entonces la más resplandeciente y original de Europa, y la llamada cultura de Occidente no existiría sin la conquista de Granada y el triunfo final sobre los dueños de Constantinopla, “aunque la liquidación del poder económico y civilizador de los moriscos -señala el analista- significó la detención de España en las formas productivas precapitalistas”, aunque no feudales, porque como aclara el mismo escritor, “España, a pesar de su atraso industrial, y gracias a la economía de las colonias, era con características propias una potencia europea capitalista”: “España inaugura la era del capitalismo europeo ascendente durante el siglo XVI y lo presenta como misión espiritual”.

Este espíritu dúplice de la colonización en América -económico y a la vez espiritual en sentido amplio, afirma Hernández Arregui- subsiste en la Recopilación de las Leyes de Indias, elevado cuerpo de legislación social (como no tendría paradójicamente ninguna otra potencia “civilizadora” de Europa), cuyo inconveniente con relación a los indios fue que no se cumplió nunca”, realidad manejada finalmente no por representantes reales o misioneros sino por encomenderos, terratenientes, intermediarios y mercaderes sin ideales, sin corona, sin religión y sin Patria.

Había dos Españas, así como hay dos Américas: la europea y la hispano-americana. Su existencia mestiza mayoritaria actual, con fuerte impronta de pueblos antiguos donde antes hubo arraigo de imperios y/0 civilizaciones históricas (como en Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala e incluso México), son una muestra, en comparación con Estados Unidos, de que no hubo aquí una política de exterminio indígena, como si la hubo en Norteamérica, donde en lugar de mestización y alianzas con sectores nativos, como en Hispanoamérica, sobrevivió allí solamente la raza blanca anglosajona. Tal vez a ello se deba también su carácter imperialista.

En cambio, no fue escasa la herencia que América y los americanos recibieron de España, en la medida en que nacieron de sus genes y cultura. Además de la herencia literaria, de la lengua, la religión (que el espíritu latino civilizador de los romanos había aceptado como suya y difundido al mundo, en nuestro caso a través de España, y no de segunda mano por parte de otros imperios), América recibió el pensamiento humanista universal que creó las Leyes de Indias y el carácter español (mezcla a la vez de otras importantes etnias anteriores como la de los árabes), que se mestizó con los habitantes nativos, unificó un continente y fundó universidades, como no lo había hecho ningún otro imperio colonial en el universo.

Efectivamente, España le heredó a América -que fue su continuación por tres siglos- instituciones jurídicas y políticas de gran importancia social: principalmente su unidad territorial y cultural mestiza, que es el fundamento de nuestra existencia como Nación, y cuyo intento de fragmentación y sospechosa diversificación es obra del mismo imperialismo occidental anglosajón que usurpa nuestro territorio y nos mantiene dominados.

El centralismo español -refiere Hernández Arregui- se trasladó a América y fue el factor aglutinante, a pesar de las distancias, que unificó a la América Hispánica (dejándola a pasos de encontrar la clave de su fortaleza y desarrollo posterior, como la concibieron sus Libertadores), hasta que el envión capitalista posterior del siglo XIX (en manos de los imperios “civilizadores” europeos) averió la solidez del sistema”.

A su vez, la liquidación del sistema virreinal heredado de España y fundado en “una lógica geográfica y económica cuya eficacia se muestra por los siglos que duró”, al final “convirtió esa lógica geográfica en “fatalidad física”, y a la economía en desorganización del todo: la interdependencia suplida por la independencia de las partes fracturó a la América Hispánica en el agregado de naciones enfermas que dura en nuestros días”.

A su vez, si la burguesía de los siglos XVII y XVIII se consolidó en América y no en España, como dice Hernández Arregui, “con la caída del poder metropolitano, esa burguesía originaria (que nunca se convirtió en inversora e industrial sino solo en oligarquía terrateniente, agroexportadora, rentística y financiera) se enlazaría a Inglaterra y Estados Unidos”.

Resulta importante y vital poner el foco en las verdaderas causas de nuestro atraso y retrocesos, en las diferencias entre Europa y España y en la condición espiritual y psico-social a la que se nos quiere reducir, quitándonos nuestra naturalmente heredada y a la vez potencial grandeza. A fines del siglo XVIII, revela Hernández Arregui, “la potencia de América Hispánica era superior a la de España”, por lo que no se le puede seguir echando la culpa a aquella vieja España de nuestros males actuales.

Aquí habría de hincar la política inglesa -vuelve a advertirnos el escritor-, pues si bien en el orden jurídico y político éstas no eran colonias, las relaciones económicas de las postrimerías con la metrópoli decadente lo eran de hecho”. Lo serían igualmente las provincias argentinas respecto a Buenos Aires hasta la nacionalización de su Aduana, la federalización de Buenos Aires y la creación del Estado Nacional moderno por parte de la Generación Nacional del ’80, gestas que, siguiendo una lógica contraria y/o contradictoria con lo que realmente somos histórica, cultural y existencialmente, se pretende desconocer en su impronta profundamente nacional y federal. Concluyamos.

Contra los hechos, no valen argumentos”, solo nuevos hechos a partir de nuevas síntesis que “superen” las tesis perimidas y nos permitan acceder a un gran futuro político, económico, social, cultural y espiritual, sin necesidad de retroceder un siglo, dos o quinientos años. Dicho esto, aboquémonos de lleno a conocer con más detalle la historia de Nuestra América desde esta mirada particular que compartimos.

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