García Márquez en su laberinto
Gabriel García Márquez no sólo es un gran escritor, sino el favorito de todo latinoamericano. Cabe acariciar la esperanza de que algún día la América mestiza pueda ofrecer a los intelectuales un ámbito protector que los vuelva más dueños de sí mismos.
Por Jorge Abelardo Ramos
¿Una agonía en lugar de una vida? No dejará de complacer al europeo dispéptico este relato de innegable belleza trágica, ya que en los “países centrales” hay un estereotipo firmemente establecido desde los tiempos de la trata de negros. Para ellos, “América Criolla” es exactamente como el plato picante que les ofrece aquí el escritor colombiano: mariposas gigantes, mulatas cimbreantes de bocas feroces, generales lascivos, árboles de los que mana leche, muerte y barbarie. Y también héroes derrotados. Sobre todo, héroes derrotados. ¡Buffon en estado puro! La naturaleza americana es subyugante. ¡ Sí! Pero su historia resulta aborrecible. Exactamente lo mismo pensaba Borges cuando aludió desdeñosamente la “horrible historia de América”. Así se nos presenta un Bolívar espectral, cuya talla, roída por la tisis, disminuye cada día y, cuyo implacable retrato se dibuja con el filoso lápiz de García Márquez, de traición, mundanidad, obsesión erótica y baraja.
No resulta usual que se publique un libro en el mundo con una tirada de 1 millón de ejemplares en 32 lenguas. Tal interés ¿obedece al magnetismo de Bolívar? Cabe dudarlo. ¿Será más bien el prestigio del Premio Nobel, su particular vínculo con el Este y también con el Oeste? ¿Su cautivante pluma ejerce tamaño poder? No cabe duda que es gracias a García Márquez que la gente se ha precipitado a comprar el libro. No puede tratarse de Bolívar. Nuestros grandes hombres yacen bajo el peso de hagiografías sofocantes que les impide respirar. La estructura cultural de nuestras repúblicas semicoloniales sólo cumple con los héroes escolares en cada aniversario fúnebre. No podía esperarse que los mismos intereses que derrotaron a San Martín, Artigas y Bolívar hiciesen otra cosa que cerrarles la boca en los somnolientos libros de texto y embalsamarlos en bronce.
El sistema de puertos exportadores de América Latina, después de haber contribuido a expulsar a los españoles, volvió sus espaldas a los libertadores. Expatrió a San Martín, sepultó a Bolívar en Santa Marta, encerró a Artigas en la selva paraguaya. En tanto, sus oficiales, auxiliados por comerciantes, hacendados y periodistas, fragmentaban la “gran Colombia” y se proclamaban jefezuelos de cada aldea. En lugar de una “Patria Grande”, tuvimos 20 repúblicas simiescas. Cada “Estado” exhibía orgullosamente su Constitución copiada. Y cada República vivía de un solo producto, casi en estado de naturaleza: con sus plátanos aquella, esta con su cobre, otra con su petróleo, o su carne, su estaño o su azúcar.
Apoyada en cada producto exportable, se erigió una arborescencia política, jurídica, aduanera, literaria y militar llamada “Nación”. Sobre cada una de ellas se elevó la sombra de los Imperios anglosajones. La historia se trocó en fábula, Bolívar resultó, para el lector corriente, un ambicioso, celoso de San Martín, y nuestro Libertador, una especie de Santo, “renunciador” y asexuado, envuelto en su mortaja de asceta. Ambas imágenes resultaron tan falsas como el boceto despiadado que Marx trazó sobre Bolívar (lo llamó “canalla”) nutrido de la folletería inglesa. De algún modo, García Márquez continúa esta tradición, aunque en el plano de un arte refinado y, por lo mismo, más sutil y peligroso.
La novela-historia narra la desintegración física y moral de Bolívar, a través del río Magdalena hasta Santa Marta. Nada se le ahorra al lector: un moribundo lucha entre el sueño y la muerte; el poder se le escurre entre las manos; sus generales lo traicionan y desprecian en todas partes; exhausto, todavía le queda ánimo, entre vómitos de sangre, para alzar alas mulatas o damas mantuanas hasta su hamaca. Lisonjea y desacredita a un tiempo sus fieles, descree de todo y de todos. Ese viaje de Caronte a los infiernos urde una visión horrenda del Libertador. Es precisamente García Márquez, muy atento a su trabajo, quien emplea la palabra, en un apéndice sobre fuentes, de la página 274: “El horror de este libro”. En dicha página titulada “Gratitudes” el autor revela sus propósitos: “Más que las glorias del personaje me interesaba entonces el río Magdalena…Los fundamentos históricos me preocupaban poco, pues el último viaje por el río es el tiempo menos documentado de la vida de Bolívar”. No obstante, nos dice luego que consumió dos años en la lectura de documentos sobre la vida del Libertador, labor que lo autoriza más adelante a referirse al “rigor de esta novela”.
En materia de “rigor”, digamos que San Martín no fue el “Libertador del Río de la Plata”, como afirma García Márquez, sino de las Provincias Unidas, de Chile y de parte del Perú. Tampoco es cierto que Garibaldi, quien visitó a Bolívar en su lecho de muerte, fuera “el patriota italiano que regresaba de luchar contra la dictadura de Rosas en la Argentina”. El joven Garibaldi, que deambuló por Sudamérica a mediados del siglo XIX, era un aventurero peninsular, a la cabeza de una turba de forajidos, que el propio Garibaldi, en sus “Memorias” llama “chusma cosmopolita”, conocida en todas las escuadras filibusteras con el nombre de ”fréres de la cóte”. Esta banda temible saqueó Colonia y Gualeguaychú (en particular, poblaciones civiles desarmadas) a sueldo de los imperialistas franceses que ocupaban Montevideo. Ese otro Garibaldi, que ayudó al Conde Cavour en 1870 a fundar la unidad del Estado en una península despedazada, es un personaje de la historia italiana. En el Río de la Plata trabajó para dividir. Allí, patriota, dicen. Aquí, sin duda, forajido.
En la historia colombiana García Márquez, se presenta como liberal. Al referirse al general Santander, un viscoso y pérfido Mitre bogotano, el gran novelista escribe que “sus virtudes civiles y su excelente formación académica sustentaron su gloria. Fue sin duda el segundo hombre de la independencia y el primero en el ordenamiento jurídico de la República”. ¡Qué interesante! Sin embargo faltaría agregar que participó en la organización del atentado contra la vida del Libertador Bolívar y que fue durante toda su carrera pública, abierta u ocultamente un adversario personal y político del Libertador, el hombre de confianza de comerciantes y picapleitos hartos de heroismos, fiel de la burguesía comercial, amigo de Estados Unidos y favorito de la opinión europea librecambista.
No pocas desgracias póstumas se acumularon sobre Bolívar, comparables a las que martirizaron su vida. Si de un lado el pensamiento conservador y oligárquico de los puertos ha instalado el bronce de Bolívar en un lugar tan sospechoso como la OEA, del otro, la farándula izquierdista de la inocente América Criolla, lo ha condenado con frecuencia bajo la inspiración del hechicero de Tréveris. García Márquez, en su ensayo biográfico de Fidel Castro, (escribe el historiador colombiano José Consuegra) ha dibujado el perfil del revolucionario cubano con exquisita cortesía y no ha entrado en su vida amorosa por “considerarla un ámbito privado”. Con Bolívar no ha procedido con tantos miramientos.
Sin duda, la “inteligencia” de América Latina percibe exactamente la dirección de la brisa. Una cosa es un hombre de Estado vivo, y otra un hombre de Estado muerto. Cuando García Márquez recibió en 1982 el Premio Dimitrov, de la Bulgaria “socialista” no se habían olvidado sus palabras: “Mi gran sueño es figurar en la Enciclopedia Soviética que será el único eco que la literatura tendrá en el porvenir”. Maravilloso artista, este genio de la lengua criolla no entrará al porvenir por su poder profético. La gran Enciclopedia Soviética, un monumento bizantino elevado a la grandeza moral de la Policía Secreta, ya ha muerto. García Márquez vive y vivirá.
Para un intelectual del siglo XX, colocarse en cierto período bajo la protección de una gran potencia constituía un salvoconducto a la fama. Pero si se amparaba bajo la sombra de ambas, en el Este y en el Oeste, entre el Nobel y el Dimitrov, era mucho mejor. Si a lo dicho se agrega que García Márquez no sólo es un gran escritor, sino el favorito de todo latinoamericano, cabría acariciar la esperanza de que la América mestiza pueda ofrecer algún día a sus intelectuales un ámbito protector que los vuelva más dueños de sí mismos. Porque la literatura, como la ciencia, no es una “disciplina neutral”. Realmente ¿por qué sería para García Márquez el Dr. Francia, dictador del Paraguay, un personaje risible y abominable y en cambio Fidel Castro un paradigma de jefe de gobierno? Las dos grandes figuras, el dictador paraguayo y el caudillo cubano, son dos revolucionarios, dos héroes, cada uno en su siglo.
Requiere coraje moral y un enérgico desbrozar del pasado y del presente la no sencilla tarea de entender a ambos. ¿Garibaldi, “patriota” italiano y Rosas “dictador” a secas? Estos juicios erróneos nacidos de la influencia deformante del pensamiento europeo, revelan la urgente necesidad de una descolonización historiográfica en América Latina. En muchas ocasiones García Márquez no ocultó sus opiniones políticas. A la luz de su Bolívar ¿podrá reiterar que la guerra de Malvinas fue una aventura “estúpida” y la invasión de Afganistán una proeza “socialista”? La gloria del escritor no podría constituirse en un factor paralizante de la crítica en disciplinas ajenas a la literatura, como la política o la historia, en cuya “selva oscura” se interna García Márquez sin vacilar y con poca fortuna.
“El General en su laberinto” es, sin duda, una obra de arte. Reposa sobre la agonía de un hombre que ambicionó fundar una Patria Grande, una “Nación de Repúblicas”. ¿Y por qué esta trama de estupenda prosa americana, suculenta de pájaros, perfumes, apetitosas mujeres y paisajes que sólo en América viven, debía ser el itinerario de una agonía? ¿Sólo muerte y derrota puede ofrecer nuestra tierra al ansioso paladar de la cruel Europa, inventora de la guillotina? La pequeña burguesía latinoamericana, colonizada por la izquierda y la derecha, siempre ansiosa y peripatética ¿esperaba quizás este bocado exquisito, pero amargo en su núcleo, para decirse a sí misma, con un suspiro, que la revolución fue nada más que un hermoso sueño? En el fondo ¿no será ese el secreto del millón de ejemplares? ¿No le resultará agradable, a cierto tipo de lector, saber que al fin y al cabo aquí nada es posible y que los genios más atrevidos encontrarán de todos modos su agonía y hasta un poeta diestro para describirla? Sin embargo, Bolívar es un héroe vivo.
Esta época exige muchos de ellos. Sólo queda por agradecer al ilustre escritor colombiano, (nuestro verdadero Cervantes), por ese millón de lectores: ahora saben que en Santa Marta murió en 1830 un hombre más grande que Bonaparte. No dudamos que el vientre de la América que lo produjo es insaciable y fértil y seguramente engendrará muchos otros.
Fuente: La Nación Inconclusa: de las Repúblicas Insulares a la Patria Grande.