Unitarios eran los de antes
Un artículo de 1993 advierte sobre los peligros de la autonomía de Buenos Aires.
Por Norberto Guida y José Velpo
El proyecto presentado ante la Legislatura Nacional sobre reforma de la estructura política porteña obliga necesariamente a realizar algunas reflexiones, que nos parecen oportunas y que, en nuestro caso, operan como reflejos condicionados, que se ligan al conocimiento que tenemos de nuestra historia y al perfil conflictivo que en ella ha tenido la relación Buenos Aires –Interior, sobre la cual ha girado buena parte de nuestro pasado.
Desde estas mismas páginas hemos pronunciado alguna vez una sentencia: “la Capital Federal es de todos los argentinos”. Esta premisa a la que se arribó después de décadas de desencuentros y sangrientos combates es precisamente la que se asume en la Constitución Nacional, al momento de otorgarle al Poder Ejecutivo las atribuciones de designación de quien no es otra cosa que su delegado (esto es, el intendente del Municipio Federal). No se trata de un problema coyuntural ni administrativo; menos todavía de supuestas inclinaciones hegemónicas y/o autoritarias del actual gobierno. Para decirlo de otra manera: los porteños no están en condiciones de resolver “per se” el problema del manejo de la intendencia, toda vez que siendo la ciudad capital, residencia de autoridades nacionales y sobre todo “centro del tráfico y receptáculo de la renta pública” forma parte del patrimonio de la Nación sujeto al poder político que representa institucionalmente, en su escalón más alto, el presidente de la república.
El artículo 86, que concierne a las atribuciones del Ejecutivo determina con meridiana claridad la responsabilidad de su investidura: Jefe Supremo de la Nación, de la Administración General del país, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y Jefe de la Capital Federal. Para Alberdi, autor de la mayoría de los incisos incorporados a aquel artículo, las cosas son bastante claras: un sistema presidencialista fuerte. No existe igualdad de los poderes, ni tampoco absoluto equilibrio. Todo está armado para que el gobierno lo ejerza predominantemente el Poder Ejecutivo. Recordemos lo que el célebre constitucionalista tucumano escribió allá por la década de 1860, a la luz de aquella patética tragedia que significó la Guerra del Paraguay: “Cada vez que digo Buenos Aires hablo de su política localista. Protesto una y mil veces que amo tanto a su pueblo como detesto su modo habitual de entender la patria de los argentinos…”
No queremos con esto sustraernos a la cuestión acuciante que representa el manejo de un municipio, que hace rato ha dejado de tener las características de tal, para convertirse por propia gravitación presupuestaria y por su enorme deformación en un verdadero marco de “corrupción estructural”, tal como lo afirmara el Ministro del Interior, Gustavo Béliz.
Pero hay otras consideraciones que no pueden ser soslayadas y a ellas queremos referirnos. La consagración de la actual Capital Federal puso fin a un largo proceso de desintegración del país de los argentinos y, es más, a la notoria fragmentación rioplatense que dirigentes de Buenos Aires, demasiado cerca de las rentas del puerto, incentivaron al compás de los dictados de la que era potencia hegemónica por estos lares: Inglaterra. Para quebrar la insidiosa voluntad autonomista de los porteños debieron surgir los hombres y las lanzas que lograran cercar tales procederes a los efectos de dar forma jurídica a lo que iba quedando de aquella macroestructura que significó el Virreinato del Río de la Plata. Estanislao López (Santa Fe), Pancho Ramírez (Entre Ríos), José M. Bustos (Córdoba), Roca (Tucumán), y tantos otros que junto a pensadores de la talla de Alberdi advirtieron sobre la fragilidad política de otorgar a los porteños el poder de una autonomía que en definitiva serviría para infringir mayores heridas a las debilitadas provincias del interior. La Constitución Argentina (de 1853) se hizo cargo de estos principios históricos, políticos y estratégicos. Sin embargo, después de una reacción negociada se volverá a fojas cero con la reforma constitucional de 1860, construida al uso del imaginario mitrista “que mediante ese cambio, hizo pasar todos aquellos intereses nacionales a mano de dicha provincia y constituyó, no el gobierno nacional, sino el gobierno local de Buenos Aires, en soberano real y efectivo de la nación toda” (Alberdi)
Serán otros tucumanos los que tratarán de poner en su curso la sustancial exigencia de capitalizar la ciudad de Buenos Aires.
Avellaneda, como Presidente, promulgará desde Belgrano la capitalización (1880), estableciendo allí las bases sobre las cuales la ciudad sería gobernada desde el punto de vista municipal. Roca, sucesor de Avellaneda, será encargado de poner el brete sobre los insubordinados autonomistas de Tejedor. 3500 muertos en combate dan la pauta de los intereses que seguían en juego y que volvían a poner sobre el tapete los aciertos de Alberdi cuando pronunciaba: “Todas las cuestiones que han dividido a los argentinos (…) están en pie y sin solución, bajo una máscara de unión, que disfraza un estado de guerra.”
Pero claro, puede cambiarse una situación política a partir de imponer por la razón o por la fuerza nuevos parámetros. Lo que no pudo nunca resolverse fue el cambio de mentalidad, que impulsó la perversa macrocefalía argentina que volcó en la ciudad-puerto toda su realidad política, económica y cultural, y que una y otra vez volvería a jugar como obstinado obstáculo de las realizaciones nacionales (por ejemplo la Revolución de 1890).
Dos senadores, veinticinco diputados, le dan a la Capital Federal un peso notable en el seno del poder legislativo. Asiento de toda estructura financiera y de los grandes monopolios comerciales, con una proyección educativa, sanitaria y habitacional que supera con creces a casi todas las provincias argentinas. Fabricante de todas las quimeras y tilinguerías ideológicas que han mermado la voluntad nacional, hoy busca cualquier manera y bajo cualquier pretexto sacudirse la responsabilidad por las crisis que agobiaron al conjunto del pueblo. Sus representantes políticos, donde extrañamente no faltan hombres provenientes del campo nacional, declaran con sospechosa temeridad, que deben ser los habitantes de Buenos Aires quienes plebisciten los cambios. La prensa infame, y consecuente con su tarea desinformativa, apela a los más bajos recursos, negando autoridad al Presidente sobre el poder político de la Intendencia e inclusive llamando al actual intendente Bouer, “interventor”.
¿Y si reconociéramos de una vez por todas que no se trata solamente de algunas veredas rotas o esquinas con residuos, sino del feroz individualismo del que la mayoría de los porteños son excelentes usuarios y de una insidiosa campaña cuyo objetivo está más allá de la intendencia de Buenos Aires y cuya playa de maniobra es la confusa conciencia de los “quiero y no puedo” que viven en la “ciudad prevaricadora”, como diría Marechal?
Vamos entonces por partes: primero tendrán que decidir los argentinos en su conjunto y a través de sus representantes (artículo 22 de la Constitución Nacional) cuál será el marco jurídico que admita la elección del intendente capitalino, lo que supone el recorte de un derecho estrictamente constitucional que hasta hoy es privativo del Poder Ejecutivo. Luego si algún despistado “comunicador social” o algunos exigentes democratistas por mala fe o ignorancia, proponen un plebiscito o consulta popular, habrá que recordarles que a tales efectos será necesario reformar la Constitución.
Los vecinos de Buenos Aires tienen legítimas razones para buscar una mayor transparencia en manejo de los fondos comunales, pero de ninguna manera ellos los habilita para retroceder en nuestra historia unos cien años atrás invocando razones “cuantitativas” exigir un espacio jurídico-institucional de privilegio exclusivista.