Golpe militar contra el movimiento obrero
Por Emmanuel Bonforti
Historiografía y 1955
Rápidamente cuando los argentinos reflexionan acerca de su historia reciente ubican el 16 de septiembre de 1955 como un golpe de Estado que termina con el segundo gobierno de Juan Domingo Perón. En esta lectura se encuentra el primer sesgo liberal a las interpretaciones ocurridas en septiembre de 1955.
Para aquellos que nos gusta problematizar la dinámica historia y consideramos que existen posicionamientos a la hora de interpretar los sucesos que atravesaron los sectores populares en nuestro país, partir de la idea de que el golpe de Estado de 1955 está destinado únicamente a la figura Juan Domingo Perón es una interpretación al menos parcializada.
En ese sentido y sin caer en señalamientos, circunscribir los sucesos a la figura de un hombre es una interpretación liberal. El liberalismo, en tanto corriente historiográfica, puso especial énfasis en su narración de la historia, en la figura del héroe aislado, aquel individuo que en soledad podía alterar el curso de la historia. El mejor ejemplo de esto fue el relato histórico que realizó Bartolomé Mitre en relación al cruce de Los Andes por parte de San Martín donde este último aparecía como una figura sobrenatural alejado de la voluntad popular de su Ejército. De esta manera se negaba la participación popular de la gesta independentista, reduciendo todo a un mero acto de voluntad individual por parte del hombre de Yapeyú.
En esa línea también puede verse la interpretación del Golpe de Estado de 1955, orientado a la figura de un hombre que encarna el mal o lo no deseado en relación al proyecto liberal. Sin embargo, como dice Norberto Galasso, «La historia mitrista es un arma que tiene la oligarquía para convencer a la clase media». Al reducir todo a la individualidad se trata de bloquear que el golpe tiene un destinatario concreto: el movimiento obrero organizado motor fundamental de un proyecto de país soberano e independiente.
Revolución y contrarrevolución en el movimiento obrero
Partiendo del punto de que la historia no se mueve de manera lineal y recuperando la idea historicista de corsi e ricorsi (cursos y recursos) podríamos decir que el golpe de 1955 es una clara muestra de un reflujo histórico en el proceso ascendente de conquistas que se da en el movimiento obrero a partir 1943.
En este sentido, si partimos que el 4 de junio de 1943 significó la apertura de un proceso revolucionario y que tiene como hito de incorporación de masas el 17 de octubre de 1945, los sucesos de septiembre de 1955 forman parte de un reflujo de carácter contrarrevolucionario. Con la salvedad de que estos sucesos a pesar del deseo del elenco destituyente no pudieron retroceder las conquistas obreras a un estadio pre 1943, la contrarrevolución de 1955 no significó el epilogo del proceso revolucionario sino muy por el contrario, generó las condiciones para pensar en una revolución interrumpida que deberá concretarse en alguna oportunidad, lo que desde una perspectiva nacional implica pensar en la tercera independencia.
El proceso revolucionario que se abre a partir de 1943 que toma como cuerpo social la participación de las masas representada en el movimiento obrero organizado no clausura la participación popular durante el período contrarrevolucionario. Muy por el contrario, identificamos una reconfiguración de dicha participación, novedosas prácticas producto de necesidades de carácter defensivo que favorecen la emergencia de las masas desde otro lugar a partir de una nueva experiencia que se genera en los espacios de trabajo.
La reconfiguración de las prácticas obreras que adquieren el nombre de la “Resistencia” se vinculó a que la organización sindical es la principal interesada en retener las conquistas obtenidas a partir de 1943. La contrarrevolución en sus primeros momentos generó un factor de desilusión sobre el movimiento obrero, ya que promovió la idea del “retorno”, esto es, volver a las condiciones materiales previas a la revolución, un orden establecido que en el caso de un país como el nuestro se caracterizaba por la entrega de la soberanía. Este elemento otorga a la lucha obrera un carácter de excepcionalidad, ya que sus momentos de ascenso se vinculan también a instancias de decisiones políticas basadas en la soberanía.
Con la contrarrevolución de 1955 la reacción que da el golpe de Estado a través del terror fantasea el adormecimiento de la clase trabajadora para restaurar sus viejos anhelos semicoloniales. El terror es una forma de romper el equilibrio y la armonía de la comunidad organizada. A través de un Estado de sitio permanente fracciona los lazos de proximidad que caracterizaron al movimiento obrero organizado.
1955 y la consolidación de un sujeto histórico en la adversidad
La dinámica de la historia imprime la irrupción de determinados actores de acuerdo a las características de un momento concreto. Así la oligarquía terrateniente se vincula con un proyecto de “modernización” y a partir de 1880 imprime un modelo con pretensiones hegemónicas que logró perdurar hasta 1943.
Los sucesos de 1945 significaron la emergencia de un otro sujeto, el movimiento obrero organizado, el cual no era nuevo en las luchas populares. La diferencia ahora radica en la centralidad que tendrá a partir de la fecha. Podríamos decir que el movimiento obrero, en tanto sujeto a partir de 1945, “hace la historia”. Las masas al incorporarse como sujetos colectivos de cambio logran modificar sus condiciones previas, conquistan espacios de decisión e intervienen en la planificación.
El ‘45 perfila un sujeto social determinado por un ciclo histórico que hereda problemas y luchas del pasado, formas de pensar y herencias culturales, tradiciones y costumbres, elementos que determinan forma de organización política y sindical, es decir constituyen una identidad inserta en una comunidad compleja. El golpe de Estado del ‘55 pone a prueba una tradición de lucha que había tenido un bautismo de resistencia durante los días previos al 17 de octubre de 1945. La diferencia en 1955 es que la reacción asesta un golpe relámpago y furtivo destinado a desmantelar mecanismos de organización sindical, elementos fundamentales engarzados en un proyecto de país justo y soberano. En ese marco el movimiento obrero debe acudir a una imaginación y práctica basada en una nueva experiencia producto de un contexto de represión.
El movimiento obrero con su tradición e identidad a cuesta, a partir del 16 de septiembre de 1955, debe ser visto a través de una doble dimensión, por un lado, es el gran depositario del odio de clase de la restauración, por el otro lado es agente activo y garante del regreso de su conductor. Al fin y al cabo, el movimiento obrero será quien empuje el reloj de la historia sabiendo que sus días más felices siempre fueron peronistas.
* Emmanuel Bonforti es docente de la materia Pensamiento Nacional y Latinoamericano, Departamento de Planificación y Políticas de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa)
Fuente: mundogremial.com