Techin: historia de una estafa
Por Alfredo Zaiat
El Grupo Techint consolidó su liderazgo con la colaboración relevante de recursos públicos. Durante varias décadas obtuvo contratos de obras públicas, gasoductos, caminos que implicaron un desarrollo sostenido de su área de ingeniería y construcción. Recibió millonarios subsidios por regímenes de promoción industrial con exenciones impositivas, por el fomento de exportaciones industriales y por preferencias arancelarias que brindaron protección del importado. Se benefició de la licuación de pasivos financieros, a través de la regulación de la tasa de interés o del sistema de seguros de cambio para la deuda externa privada. Aprovechó la Ley de Compre Nacional que implicó que el Estado pagara sobreprecios amparados en esa norma. Contabilizó ganancias extraordinarias por su participación activa en privatizaciones, por ejemplo con su inversión en el consorcio de Telefónica que se quedó con la mitad de ENTel. La enajenación de activos estatales también afianzó el corazón de su grupo, la siderurgia, con su desembarco en empresas proveedoras de insumos básicos de esa actividad (producción y transporte de gas, petróleo y energía eléctrica) y con la compra de Somisa. Con las privatizaciones, el grupo logró acceder a un notable grado de integración vertical en el rubro energético y siderúrgico. Además, consiguió una concentración y diversificación de sus negocios que resultó en un extraordinario crecimiento patrimonial. De ese proceso de consolidación empresaria, para la familia Rocca fue fundamental apropiarse de Somisa porque pasaron a dominar un sector estratégico de la economía.
Previo a la privatización, Techint mantenía una relación privilegiada con Somisa, empresa estatal que le vendía la materia prima a precios más bajos que los vigentes en el mercado y le otorgaba subsidios directos, además de establecer acuerdos de precios en ciertos mercados donde ambas competían. Techint, con Siderca y Propulsora Siderúrgica, creció al amparo de los beneficios que, para el sector, implicaba el impulso que a la siderurgia transmitía Somisa. En los dos años anteriores a la privatización, Somisa se ubicaba entre las 30 empresas de mayor facturación anual del país; era la primera empresa en cuanto a su aporte a las exportaciones agregadas de productos siderúrgicos con aproximadamente un 35 por ciento del total; representaba cerca del 60 por ciento de la capacidad de reducción y producción de acero y más del 50 por ciento de la capacidad y la producción de acería; y en la fabricación de bienes finales tenía una presencia importante en la manufactura de distintos laminados no planos y, en especial, planos en frío y en caliente y monopolio en hojalata. Este detalle revela que Somisa tenía un elevado grado de integración vertical de su producción y ejercía un fuerte liderazgo en el mercado siderúrgico local. Su privatización fue una transferencia al grupo Techint de una empresa líder en exportaciones del sector y en distintas áreas del mercado del acero.
En estos días de tensión por la aspiración del Estado de ejercer en forma plena sus derechos políticos y económicos por su tenencia accionaria en Siderar (fusión de Siderca y Somisa), se presenta oportuna repasar esa privatización para poner en perspectiva ese debate y a la vez amortiguar embates excitados del establishment. Antes de la privatización, el interventor de la compañía, el sindicalista de los plásticos Jorge Triaca, realizó el “trabajo sucio” de reducir la plantilla. En diciembre de 1990, la planta sumaba 11.600 empleados; a fines de diciembre del año siguiente, sólo quedaban 5285. Esos despidos masivos provocaron una bonanza pasajera en San Nicolás y alrededores por las indemnizaciones cobradas y un boom de instalación de kioscos que luego la mayoría quebró. Además de esa “racionalización”, esa administración estatal provocó a un importante déficit económico-financiero. Somisa había registrado históricamente buenos desempeños económicos y a partir de la gestión de Juan Carlos Cattáneo, primero, y de Triaca, después, comenzó a contabilizar un déficit operativo de cerca de un millón de dólares por día, acumulando una deuda de unos 500 millones de dólares en apenas dos años. Esa pérdida estuvo asociada a la exportación de productos siderúrgicos a menos del 10 por ciento de su valor real a un trader extranjero y a la compra de gas, carbón, chatarra y otros insumos a precios muy superiores. Esos fuertes quebrantos prepararon el terreno para impulsar y justificar la venta, pero también para provocar una importante subvaluación de la compañía.
El proceso final de la privatización de Somisa fue encarado por una nueva intervención estatal a cargo de María Julia Alsogaray. La principal restricción del pliego de licitación fue prohibir la participación de dos empresas siderúrgicas locales (Acindar y Techint) en un mismo consorcio. Esos dos grupos lo resolvieron en forma sencilla: hubo una sola oferta presentada por el consorcio liderado por Techint, acompañado por las empresas brasileñas Usiminas y Campanhia Vale do Río Doce y la chilena Cap. Acindar ingresó a la empresa después de la licitación al adquirir las tenencias accionarias –minoritarias– que se encontraban en poder de un banco de capitales ingleses (el Chartered West LB Limited), desvirtuando así las condiciones originales de la privatización. Las bases de la venta fijaron que el 80 por ciento del paquete accionario quedaba en manos privadas y el 20 por ciento restante, al Programa de Propiedad Participada (PPP) para los trabajadores, porcentaje que facilitó el acompañamiento de la UOM a esa privatización. Esa tenencia fue luego licuada por operaciones de fusiones y ampliaciones de capital dispuestas por Techint. Con la enajenación de Somisa se consolidó un oligopolio siderúrgico local: el grupo Techint y Acindar pasaron a ejercer una posición dominante en ese mercado. Empresas de Techint monopolizaron la producción local de productos planos y de tubos sin costura, mientras que Acindar desplegó su hegemonía en el mercado de los no planos excluidos los tubos sin costura.
En el documento “Somisa. Una industria en reconversión”, de Juan A. E. González, se plantea el interrogante sobre cuánto se debería haber pagado por Somisa y lo efectivamente desembolsado por Techint. En esa investigación se precisa que la empresa acumulaba un stock de producción elevado que quedó para el nuevo dueño privado. La intervención había estimado un valor teórico de Somisa de 450 millones de dólares, mientras que la consultora contratada para su tasación lo elevó a un máximo de 750 millones. Finalmente, la única oferta fue por 152,1 millones de dólares, abonando en efectivo 140 millones de dólares –base fijada por el Gobierno– y el resto en títulos de la deuda pública. El pago era 100 millones al momento de la posesión y el resto en dos cuotas. En su investigación, Rodríguez se pregunta “¿cuánto pagó por la empresa Techint?” Responde que a esa cifra se le restó 130 millones de dólares, valor que se le dio al stock de producción acumulado, aunque señala que según estimaciones de los entonces diputados Pedro José Novau y Eduardo Santín, ese stock equivalía a 270 millones de dólares. “¿Un regalo no?”, provoca Rodríguez, además de informar que “al otro día de la licitación los nuevos dueños comenzaron a tener sus beneficios, cuando se les adjudicaron cinco créditos equivalentes a la misma suma que debían pagar por hacerse cargo de Somisa”.
Ante esta historia de estrechos y sospechosos vínculos con el Estado a lo largo de varias décadas, que le permitió consolidar un poderoso conglomerado empresario, la presencia de directores de la Anses en una empresa del grupo Techint es poco significativa en perspectiva a ese recorrido. El debate adquiriría más trascendencia si a partir del rechazo de la familia Rocca a la persona designada por el Estado para ser director de Siderar se provocara una revisión no prevista por el Gobierno de cómo se formó un oligopolio siderúrgico para terminar evaluando sus consecuencias sobre un sector estratégico para el desarrollo nacional.