Verdades y mitos del libre comercio
Por Mario Rapoport *
Entre los temas principales de debate en la historia económica y en las relaciones internacionales, el dilema entre el proteccionismo y el libre cambio es uno de los más controvertidos. Las naciones que lideran el planeta han sido alternativamente partidarias del libre cambio o del proteccionismo cuando les convino y siempre en defensa del tipo de productos que querían proteger. Gran Bretaña se hizo librecambista a mediados del siglo XIX (más precisamente en 1846, con la abolición de las leyes de granos), cuando ya era la principal potencia industrial del mundo y podía colocar ventajosamente sus manufacturas y bienes de capital. El caso más importante de proteccionismo en la historia del capitalismo es el de los Estados Unidos. Allí, los industrialistas y proteccionistas del Norte necesitaron una guerra civil para eliminar a los librecambistas sureños, cuya base de sustentación económica era el sistema esclavista. La defensa de las industrias norteamericanas, utilizando altas barreras aduaneras, duró prácticamente hasta la década de 1930 y nunca se abandonó la protección a los bienes agropecuarios. La diferencia es que lo que antes defendía con tarifas o embargos (como el embargo de carnes de 1926 a la Argentina, que sentó las bases de un largo distanciamiento entre los dos países), hoy se hace con subsidios directos a los agricultores y leyes antidumping, aunque se retorne también, cuando se cree necesario, a la protección de productos industriales.
Un ejemplo a volver a estudiar es la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Empleo, que se reunió en la Habana desde el 21 de noviembre de 1947. Convocada en 1946 por iniciativa del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, buscaba plasmar los acuerdos angloamericanos presentes en la Carta del Atlántico de retorno pleno a un mercado mundial “libre y abierto”. Este estaba fundamentado en el diagnóstico que hacían los EE.UU.: eran el nacionalismo económico, las barreras comerciales y el bilateralismo los que habrían estado en el origen de la Segunda Guerra Mundial. Para evitar una depresión en la posguerra, se debía volver rápidamente al multilateralismo, reducir aranceles aduaneros y bajar barreras comerciales. La potencia del Norte buscaba así, olvidando su pasado anterior, el libre acceso a las materias primas del mundo y a la colocación de sus bienes y capitales.
La Conferencia se basó en un borrador norteamericano previo y las sesiones se prolongaron largamente hasta el 24 de marzo de 1948. El convenio final con ochocientas enmiendas no fue firmado por la Argentina y en Washington el propio Congreso no lo ratificó debido a la dilución de sus objetivos iniciales. Si bien constituyó el origen del GATT, de alcances mucho más limitados, allí naufragaron los planes de una primera Organización Mundial de Comercio. Las contradicciones surgidas en torno de este proyecto reflejaban la realidad económica del mundo. Por un lado, los EE.UU., los países escandinavos y Canadá, buscaban el retorno rápido al multilateralismo y la no discriminación. Por otro lado, Gran Bretaña y Francia alegaban su coincidencia con ese objetivo para el largo plazo, pero planteaban que primero había que reconstruir las economías europeas. Los países de Europa Oriental –sin la Unión Soviética, que no participaba– defendían, a su vez, la planificación económica por parte del Estado y exigían un acuerdo que la contemplara. Las naciones periféricas reclamaban políticas a favor del desarrollo industrial, con aranceles protectores, cuotas de importación y restricciones cuantitativas.
Desde un principio, la Argentina expresó posiciones encontradas con el borrador presentado por los Estados Unidos. Era delegado del gobierno peronista el senador Diego Luis Molinari, antiguo yrigoyenista y nacionalista. Dentro de América latina sus planteos confluyeron con los de la delegación mexicana. Molinari, sobre la base del principio de defensa de la soberanía y autodeterminación de las naciones, reivindicó el derecho al comercio a través de instituciones estatales y la acción sin restricciones de las empresas públicas. En el caso argentino, habría que recordar el cuestionamiento del IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio, que regulaba el comercio exterior) por parte de EE.UU. Según Molinari, se debía excluir a las empresas estatales de las regulaciones antimonopólicas, pues expresaban el interés superior del Estado en la doctrina argentina.
Las intervenciones del delegado argentino tuvieron un perfil nacionalista, que alcanzó su expresión más significativa cuando reivindicó el uso del español en la Conferencia. Molinari condicionó también el proceso de apertura comercial mundial a la recuperación simultánea de todas las naciones, no sólo de las europeas, criticando oblicuamente el Plan Marshall, que colocaba en un plano privilegiado a las primeras en el comercio con EE.UU. Sus discursos tuvieron un pronunciado filo antiyanqui, denunciando al capitalismo norteamericano por su intento de impedir la industrialización de América latina. Según él, durante el conflicto bélico las jóvenes industrias del continente se habían expandido y reclamaban ayuda o cooperación, algo que la principal potencia mundial no estaba dispuesta a darles. En la Conferencia hubo también múltiples alusiones, recurrentes desde entonces, a la doble política de Estados Unidos con respecto al mercado mundial y a su mercado interno, que iba a contracorriente del fin proclamado. Especialmente se cuestionaban los subsidios agrícolas, las restricciones cuantitativas que el país del Norte establecía a las exportaciones e importaciones, la contradicción existente entre el discurso librecambista y las políticas concretas de los países más desarrollados.
Pero los planteos latinoamericanos de enmiendas al proyecto inicial fueron rechazados. Cuba, que dependía de las compras de azúcar por parte de EE.UU., rompió el frente común y otras naciones de Centroamérica la acompañaron, votando con Washington. En aquel momento se denunciaron presiones sobre esos países por parte de la diplomacia norteamericana. De todos modos, el documento de La Habana resultó inconsistente y ambiguo. Por un lado, preconizaba el librecambio para las manufacturas, pero por otro permitía acuerdos intergubernamentales para las materias primas, que la Argentina se negó a firmar.
Como se ve en este caso, en el debate libre cambio-proteccionismo el discurso está alejado de la realidad. Los países que defienden el libre cambio y se benefician más con él son los que se han industrializado y tienen claras ventajas en productos de mayor valor agregado, lo que no les impide defender también actividades productivas más ineficientes. Como señala Wallerstein, “los países verdaderamente débiles en lo económico son por lo común naciones también débiles políticamente” y no pueden defender sus industrias. La más completa libertad de comercio resulta así un mito o una falacia, y aquella Conferencia de La Habana así lo demostró.
* Economista e historiador. Investigador Superior del Conicet.