Los orígenes de UNASUR, nuestra casa común. La audacia diplomática de crear una zona de paz y cooperación
Por Celso Amorim
Todo en la vida tiene un hito inicial, aunque el origen de los procesos se remonte a hechos anteriores y su desenvolvimiento se prolongue durante mucho tiempo. Uno de los encuentros de Lula en su primer día de gobierno, que tendría importantes consecuencias, fue con el presidente Alejandro Toledo, de Perú. Tras una exhaustiva ceremonia de saludos, el presidente peruano no abandonó inmediatamente el Palacio de la Alvorada. Quería mantener una “conversación” con Lula, que acabó siendo una cena. Yo, acompañado de mi esposa, Marco Aurelio García, y del entonces ministro peruano de Relaciones Exteriores, Allan Wagner, participé en la cena-reunión, a la que también asistieron las dos primeras damas. Se decía que la primera dama peruana, una antropóloga belga quechuahablante, tenía gran ascendiente político sobre el presidente, él mismo de origen netamente indígena, aunque con formación universitaria en Estados Unidos. Toledo podría clasificarse como un político de centro-derecha con inclinaciones liberales en el plano económico. Esto no le impidió desear una relación más estrecha con Brasil (obras, inversiones, etc.). No tenía especial interés en el Mercosur, pero acabó entendiendo que, al menos en términos comerciales, un mayor acercamiento entre Perú y Brasil tendría que pasar por algún tipo de negociación que implicara al Mercosur y posiblemente a la Comunidad Andina.
Tanto Lula como Marco Aurelio y yo respondimos con entusiasmo. En mi caso, me di cuenta que había una oportunidad para revivir el viejo sueño de un Área de Libre Comercio Sudamericana (la Alcsa), que había acariciado cuando era canciller de Itamar Franco. Tampoco se nos escapó que la integración con un país gobernado por un líder centrista y liberal ayudaría a evitar la tergiversación ideológica del esfuerzo de integración sudamericana que nos gustaría desarrollar. Hago una pequeña digresión para señalar que la expresión “América del Sur” no aparecía, que yo sepa, en los programas del PT, que siempre reproducían “América Latina”. Aunque la integración latinoamericana es, además de un principio constitucional, un objetivo legítimo, tenía claro que, dadas las diferentes situaciones geopolíticas, tal objetivo sólo podría alcanzarse -si es que se alcanzaba- a muy largo plazo. El primero era el de una amplia asociación hemisférica, representada por el ALCA. En opinión del gobierno, este proyecto nos dejaría subordinados a la mayor potencia mundial, que se encuentra en nuestro hemisferio.
El segundo proyecto era la formación de un espacio económico-político sudamericano. Desde nuestro punto de vista, se trataba en cierto modo de una ampliación del Mercosur, con adaptaciones. A pesar de las evidentes dificultades -políticas y técnicas- la integración sudamericana siempre me pareció un objetivo factible, cuyas raíces se echaron con la CEPAL, ALALC y ALADI y, más recientemente, con la Comunidad Andina de Naciones y el MERCOSUR. Pero, para Brasil, la integración no podía subsumirse al Cono Sur, sino que necesitábamos una política para la región sudamericana en su conjunto, que comenzó a diseñarse con la propuesta de creación de Alcsa, formulada por Itamar Franco en 1993, durante una cumbre del Grupo de Río en Santiago de Chile. Antes de eso, esta preocupación había llevado a la sugerencia de crear un Merconorte.
Jerome Moscardo, nuestro representante en Aladi, era un ardiente defensor de la idea, a la que, sin embargo, se oponía el subsecretario general de Integración de Itamaraty, Rubens Barbosa. En aquella época, yo aún era ministro interino de Itamar Franco. Comprendía las preocupaciones de Moscardó y reconocía su legitimidad. Por otro lado, tenía claro que no había forma de que Brasil participara en dos proyectos de integración distintos, uno válido para los estados del Norte y tal vez del Nordeste de Brasil, y otro para los demás. En lugar de integrar a Sudamérica, el proyecto, de llevarse a cabo, fragmentaría económicamente al país. Por otra parte, las grandes asimetrías en las estructuras arancelarias entre los países sudamericanos impedían la extensión pura y simple del Mercosur.
La solución que encontré fue proponer una zona de libre comercio que abarcase toda Sudamérica. Los conocimientos que había adquirido en los dos años que estuve al frente de nuestra misión en el Gatt me permitieron sentar las bases técnicas del proyecto, que se basaba en la fórmula consagrada: “sustancialmente todo el comercio”. Aunque no progresó desde el punto de vista comercial en los años siguientes, este proyecto -o la idea en la que se basaba- ganó estatura política con la cumbre de jefes de Estado sudamericanos convocada por el presidente Fernando Henrique en Brasilia en 2000. La formación de un espacio sudamericano se convirtió en el camino necesario hacia la integración económica latinoamericana. La integración sudamericana no podía oponerse ostensiblemente al proyecto hemisférico, deseado por muchos (el ALCA), sino que podía constituir un contrapunto al mismo. Esta era la distinción entre nuestras posiciones y las de países que, como Venezuela y Chávez, tendían a ver la integración comercial basada en la liberalización arancelaria como algo secundario (o incluso perjudicial), un subproducto de la ideología neoliberal.
En el gobierno brasileño teníamos claro que la base económica es indispensable para la solidez de la construcción política. Como nos enseñan la experiencia de la Unión Europea y la historia de la unificación alemana (con el famoso Zollverein), sin el entrelazamiento de intereses comerciales y económicos, la integración sería débil y correría el riesgo de desaparecer con el cambio de líderes.
Más tarde, en 2008, cuando la Cámara se transformó en Unasur -la Unión de Naciones Suramericanas-, este gesto político ya se vio respaldado por grandes avances en el ámbito económico y comercial. Estas dos dinámicas -entre la región sudamericana y el “hemisferio” y entre la economía y la política- estuvieron en el centro de las dificultades del diálogo entre nuestros países. Esta empresa exigió un gran esfuerzo político y, a veces, físico, tanto del Presidente como mío.
No es trivial que Lula recibiera a todos los presidentes de América del Sur en su primer año de gobierno (algunos más de una vez), y que visitara todos los países de la región en poco más de 24 meses. Por mi parte, tuve que recurrir a recursos inusuales. En uno de ellos, utilicé un avión Embraer para trasladar a mi colega uruguayo Didier Opertti de Montevideo a Lima. (Como es bien sabido, sigue habiendo pocas buenas conexiones aéreas entre los países de Sudamérica. Opertti se mostró reacio a participar en el proceso, aduciendo compromisos de política interna, pero en realidad condicionado por la visión pro hemisférica y pro Alca del presidente Jorge Battle Ibáñez. Dequebra también llevó a la reunión de Perú al ministro paraguayo Leila Rachid, que se encontraba en Montevideo.
Visité innumerables veces las capitales de los países de la Comunidad Andina y mis numerosos aterrizajes y despegues en esos aeropuertos, que tenían motivaciones paralelas de carácter político bilateral, me causaron más de un disgusto, dado el precario mantenimiento de los viejos Learjets FAB, sustituidos más tarde por modernos aviones Legacy producidos por Embraer. En uno de esos despegues, en La Paz, el avión se llenó de vapor, a temperatura de sauna, pero el defecto se resolvió. Unos meses más tarde, el episodio se repitió, de forma más grave, cuando despegamos de Quito (esto ocurría cuando despegábamos de lugares altos, lo que me llevó a pensar que tenía algo que ver con el mecanismo de presurización). Mi ayudante Andrea Watson, la tripulación y yo nos libramos por los pelos de las trágicas consecuencias. En Perú, Ecuador y Colombia, no me privé de hablar con grupos de ministros y asociaciones comerciales. Mantuve largas conversaciones con presidentes, cancilleres y ministros de comercio. Una de las más importantes fue con el Ministro de Comercio de Colombia, Jorge Humberto Botero, en julio de 2003. Allí pronuncié la frase que sería repetida varias veces, adaptada a las circunstancias, por el presidente y por mí mismo: “No puedo entender que los empresarios colombianos, que no temen la competencia de los industriales y agricultores norteamericanos, teman tanto a los empresarios brasileños”. En Bogotá, Lima y Quito, mantuve muchas discusiones, a veces difíciles.
Un día, después de que estos tres países se retiraran del G-20 de la OMC, un diálogo que mantuve con Toledo en su despacho personal de la Casa de Gobierno fue bastante tenso. Al final logré aclarar la confusión con la ayuda del canciller Allan Wagner, un aliado a ese nivel. En más de una ocasión mantuve diálogos similares con el Presidente Uribe de Colombia. En Ecuador, donde los presidentes se sucedían muy rápidamente, el diálogo tenía que ser con los cancilleres y, sobre todo, con el Ministro de Comercio. Más tarde, Perú se reincorporaría al G-20, al igual que Ecuador. La ausencia de los tres países sudamericanos del foro de coordinación de la Ronda de Doha no impidió el avance de las negociaciones regionales en Sudamérica. Además de las numerosas visitas bilaterales, participé, como invitado, en al menos una reunión del Consejo de la Comunidad Andina, en Lima, y en encuentros con empresarios ecuatorianos, en Quito, en este caso a sugerencia de la Secretaria de Comercio, Ivonne Baki, la misma que actuó como mediadora entre Zoellick y yo en la reunión sobre el ALCA en Lansdowne.
Desde el punto de vista político, un hecho a destacar fue la participación del Presidente Lula en una cumbre de la CAN en Medellín, Colombia, por invitación del Presidente Uribe, en junio de 2003. Era la primera vez que un presidente brasileño era invitado a una reunión del grupo andino. Lula era claramente consciente de la importancia de estos acontecimientos simbólicos para la política de integración que estaba llevando a cabo. En este caso, esta importancia se veía reforzada por el hecho de que la reunión se celebraba en Colombia, un país históricamente refractario a acuerdos regionales más amplios que excluyeran a Estados Unidos. Así, no fue difícil convencer al presidente de que aceptara la invitación, aunque el viaje a Medellín, para una reunión en la que, en rigor, no se decidiría nada concreto, no resultaba especialmente atractivo. Tanto más cuanto que la ciudad colombiana tenía fama de haber sido la sede de uno de los cárteles de narcotraficantes más poderosos y que la situación de seguridad del país seguía siendo precaria debido a las actividades de los grupos guerrilleros.
Al desembarcar en el aeropuerto, no lejos de las plantaciones de flores fomentadas por los programas norteamericanos y europeos de apoyo a la sustitución de cultivos, no tardamos en subir a una furgoneta blindada que nos llevaría a un hotel resort donde tendría lugar la reunión. Como de costumbre, me senté al lado del presidente. Como de costumbre, me senté al lado del presidente. Ya era de noche cuando el vehículo inició su viaje por una carretera estrecha, llena de badenes, lo que en teoría la convertía en un blanco fácil para un ataque de algún grupo armado político o de delincuentes comunes. Los soldados colombianos, apostados a lo largo de la carretera cada doscientos metros, no inspiraban confianza. En ese momento, se me ocurrió un pensamiento sombrío. Si le habían disparado a nuestro presidente, que había jurado su cargo pocos meses antes, rodeado de las innumerables expectativas del pueblo brasileño, sería mejor que me hubieran disparado a mí junto con él. Al menos, en esta fatídica hipótesis, ¡no tendría que explicar a la población por qué había puesto en peligro la vida de Lula de forma tan irresponsable! Tras un trayecto de cerca de una hora en el que este pensamiento no dejó de martillear mi espíritu, llegamos sanos y salvos al lugar del encuentro. Lula fue muy bien recibido por los demás presidentes y participó activamente en las discusiones, que incluyeron incluso volubles ataques de Chávez al proyecto del ALCA, aún muy vivo en aquel momento.* Al oír nuestras posiciones de boca de Lula (una versión simplificada de la “estrategia de los tres carriles”),* el presidente Chávez comentó: “¡Lo que ustedes están proponiendo es una Alquita” (sic)! Con su gran intuición, a pesar de su falta de conocimientos técnicos, Chávez estaba anticipando lo que algunos periodistas brasileños llegarían a llamar “Alcalight”.
Uno a uno, los gobiernos de Perú, Colombia y Ecuador fueron tomando conciencia de las ventajas de una asociación comercial más profunda en Sudamérica. Tanto más cuanto que el esquema puesto sobre la mesa – una zona de libre comercio, no una unión aduanera ni un mercado común – no restringía las iniciativas que deseaban tomar en relación con Estados Unidos. Mercosur ya tenía acuerdos de libre comercio con Chile y Bolivia. Venezuela, por su parte, no opuso resistencia a la idea de integración sudamericana. Pero Caracas tenía su propia concepción, que implicaba la constitución de entidades estatales supranacionales, como Petrosur, Telesur, Banco del Sur, el Gran Gasoducto del Sur, etc. En Venezuela, cuyo poder de decisión se sabe centralizado, el único interlocutor era el gobierno o, más precisamente, el presidente Chávez. Las dificultades con este país surgirían posteriormente, bien por el voluntarismo político de Chávez (que culminó en la reunión de 2005 en Brasilia, mencionada más adelante), bien en relación con la forma de implementar las obligaciones derivadas del acuerdo sobre su incorporación al Mercosur, que tenía una relación indirecta con el proyecto más amplio de integración sudamericana.
En este sentido, el acuerdo Mercosur-CAN fue protocolizado en ALADI el 18 de octubre de 2004, y algunos meses después se acordaron los esquemas de eliminación arancelaria que fueron insertados en los respectivos acuerdos Mercosur-Perú y Mercosur-CAN. Por ser breve y sencillo, transcribo el discurso que pronuncié en ocasión de ese acto en Aladi, que, además de su importancia política, tuvo para mí un gran significado por los esfuerzos que había realizado diez años antes en ese mismo foro, y que recién ahora estaban dando sus frutos: No quería dejar pasar este momento, en mi nombre y en el de mis colegas ministros del Mercosur, para destacar la importancia histórica de este acuerdo, junto con el que también firmaremos definitivamente con Perú. La presencia del Secretario General de la Aladi y del Presidente del Comité de Representantes Permanentes, el Presidente Eduardo Duhalde, añade aún más valor a esta ceremonia.
Creo que estamos dando un paso de la mayor importancia para hacer de Sudamérica una zona de libre comercio. Esta será la base para la constitución de una Comunidad Sudamericana de Naciones, que también debe desarrollarse institucionalmente. Quiero decir también que este acto es la culminación de un esfuerzo de todos nosotros, de todos los países involucrados, que hemos sido capaces de demostrar la flexibilidad necesaria en favor de un proyecto mayor, que es nuestra integración. Quiero destacar también lo que ya se ha mencionado hoy aquí en varias intervenciones, que no hay contradicción -al contrario, hay una complementariedad- entre este paso que estamos dando en la integración sudamericana y el objetivo mayor de la integración latinoamericana y caribeña; la presencia de México y Cuba entre nosotros y la perspectiva de tener acuerdos de libre comercio similares con ellos nos anima a pensar en una América Latina verdaderamente fuerte, verdaderamente desarrollada, con mucha mayor capacidad de negociación en los foros internacionales. Por eso, en nombre de mis colegas del Mercosur y en nombre del gobierno brasileño, quiero expresar la emoción de este momento en que damos un paso muy significativo en el proceso de integración sudamericana y latinoamericana.
El momento de la protocolización de los acuerdos de la ALADI, en el que incluso Carolina Barco, Ministra de Relaciones Exteriores de Colombia – uno de los países inicialmente más opuestos al acuerdo – celebró la creación de un área de libre comercio sudamericana, fue esencialmente festivo. Siguieron arduas negociaciones, en el curso de las cuales Brasil tuvo que practicar un “trato especial y diferenciado” en relación con los países de la CAN y renunciar o aplazar objetivos más ambiciosos de liberalización del mercado agricultura. Todo esto se hizo en medio de constantes críticas de los medios de comunicación y de sectores económicos que aún se sentían frustrados por la no conclusión del ALCA. Debo señalar que, a este respecto, el Ministro de Agricultura durante el primer mandato de Lula, Roberto Rodrigues, mostró comprensión y confianza en los objetivos a largo plazo que perseguíamos. Estos avances culminarían en la creación de una institución política: primero Casa, luego Unasur.
Algunos de nuestros socios, tanto de derechas como de izquierdas, intentaron a veces disociar la integración económica y comercial de la constitución de una unión política, bien favoreciendo sólo un aspecto en detrimento del otro, bien, por el contrario, no viendo un vínculo entre ambos. Cuando surgieron dificultades en la negociación de los calendarios de liberalización, incluso Perú, uno de los iniciadores de esta fase del proceso de integración, intentó separar la conclusión del acuerdo comercial de la Cumbre de Cuzco, en la que se constituiría la Comunidad Sudamericana de Naciones, Casa. La diplomacia brasileña y yo personalmente, con el apoyo explícito o implícito del Presidente, tuvimos que ser firmes y decir muy claramente que no habría una cosa sin la otra. La nueva institución no podía ser una más entre tantas ideas e iniciativas ricas en forma pero vacías de contenido, tan características del espíritu sudamericano (y en este caso, latinoamericano). Nuestra capacidad para concluir un acuerdo de libre comercio, con difíciles concesiones por ambas partes, demostraría nuestro compromiso real de constituir algo nuevo y verdadero. Otros países, como Colombia y, en menor medida, Chile, aceptaron las negociaciones comerciales pero temían que la integración económica se instrumentalizara con objetivos políticos radicalizadores que no compartían. De los ministros de Asuntos Exteriores Ignacio Walker y Alejandro Foxley se oye que Brasil era el “puerto seguro” o el “eje de sabiduría” en torno al cual debía establecerse el proyecto de integración.
En las reuniones ministeriales de Santiago, en diciembre de 2006, y de Isla Margarita, en diciembre de 2007, gran parte de la polémica se centró en la creación de una secretaría para la Casa (o para Unasur, cuyo Tratado Constitutivo ya estaba en discusión). Los defensores de una integración más fluida, con énfasis en el aspecto comercial, se mostraron contrarios a la idea. Venezuela y Ecuador (entonces ya bajo la presidencia de Rafael Correa) la defendían ardientemente. La solución, como de costumbre, fue un compromiso. Se creó una secretaría, dotada de los poderes que querían los bolivarianos. Una estéril discusión sobre el nombre de la nueva organización había marcado una reunión en Río de Janeiro a principios de 2007, en la que prevaleció la visión voluntarista de Chávez (Unasur), en detrimento de nuestra propuesta más abierta y plural: Comunidad o Casa -que, al fin y al cabo, se compone de muchas casas.
Un momento crítico en el proceso de creación de la Casa fue la reunión de jefes de Estado en Brasilia en septiembre de 2005. La comunidad había sido creada por la Declaración de Cuzco, en diciembre del año anterior, pero aún faltaba una declaración presidencial para santificarla como organización y establecer su agenda prioritaria. El documento presentado por los vicecancilleres para preparar la Cumbre no era satisfactorio. Me dediqué intensamente a la tarea de producir un texto fuerte para el proyecto sudamericano. Para ello, fue necesario reunir a quienes defendían una integración económica limitada, debido a los vínculos fuera de América del Sur, y a quienes enfatizaban la dimensión política de la integración. En el medio estábamos nosotros, que deseábamos una asociación económica sólida como base para una integración política que no obstaculizara la diversidad y la pluralidad. Entre los más difíciles de convencer estaba, como de costumbre, el Presidente Chávez.
Las objeciones que planteó fueron La insistencia de Chávez en estas críticas al documento y su voluntad de reformularlo de arriba abajo pusieron en peligro el éxito de la reunión. La insistencia de Chávez en estas críticas al documento y su voluntad de reformularlo de arriba abajo pusieron en peligro el éxito de la reunión. En cierto momento de la reunión, que fue televisada, me enzarcé en una animada discusión con el presidente venezolano. Era normal que los presidentes retocaran o mejoraran el proyecto presentado por los cancilleres, pero dentro de unos límites. Una reformulación profunda rompería el consenso alcanzado, sobre todo porque muchos presidentes tenían una opinión opuesta a la de Chávez. La reunión quedaría en el aire y la cumbre fracasaría. El proyecto de una comunidad (o unión) tendría que aplazarse, quizá durante algunos años. Aun temiendo que Lula no viniera en mi auxilio (tal vez cohibido por algún tipo de “solidaridad presidencial” con su homólogo venezolano), fui contundente, sin ofender la jerarquía que me separaba de mi interlocutor. Fue una de las pocas veces en que sentí (tal vez por un momento) que si mi posición no era apoyada por Lula, no podría seguir ejerciendo el cargo de Canciller. Varios presidentes apoyaron la posición que yo defendía, entre ellos Alan García, de Perú, que se estrenaba en este tipo de reuniones. Para mi gran alivio, y para demostrar que mi temor era infundado, Lula respaldó plenamente mi actitud. La reunión de Brasilia tuvo un “final feliz”, y la Casa pudo construirse sobre bases concretas de acuerdos comerciales y proyectos de infraestructuras, sin perjuicio de objetivos políticos a más largo plazo. La siguiente cumbre se celebró en Cochabamba, Bolivia.
La presidencia, ejercida con sorprendente moderación por Evo Morales, interesado en el éxito de la reunión, contribuyó a consolidar el proceso que, dos años después, tras tropiezos y muchas idas y venidas, desembocaría en la creación de Unasur. En ese momento, bajo el impulso de un “grupo de sabios” que incluía a la entonces primera dama Cristina Kirchner y al profesor Marco Aurelio García, la comunidad comenzó a adquirir contornos más definidos. Nuestros esfuerzos hacia la integración sudamericana no terminaron con las iniciativas diplomáticas sobre Casa/Unasur. Implicaron un intenso trabajo de fortalecimiento de las relaciones bilaterales, en el que el papel del Presidente Lula fue fundamental: financiación para la construcción de carreteras, inauguraciones de puentes transfronterizos y misiones empresariales (“no sólo con el objetivo de vender, sino también de comprar”, como le gustaba recomendar Lula a sus ministros del área económica) son algunas facetas de un esfuerzo constante por hacer de Sudamérica una realidad económica y política. Incluso en nuestras relaciones exteriores intentamos, siempre que es posible, asegurar la presencia de la región en su conjunto.
Sólo para ilustrar: el nivel de relación que Brasil ha alcanzado con África durante el Gobierno Lula, y las propias dimensiones de nuestro país, habrían permitido que nuestras cumbres con ese continente se celebraran en el mismo modelo que el seguido por otros países como China e India, es decir, Brasil-África. Fue la convicción de que era necesario trabajar para fortalecer la identidad sudamericana lo que nos llevó a contraproponer, ante una sugerencia en ese sentido del Presidente Obasanjo de Nigeria, que estas cumbres tuvieran lugar en el formato sudamericano-africano, que se ha convertido en el ASA. Como queda claro en esta narración, los esfuerzos hacia la integración sudamericana han tardado en florecer. Pero el gran esfuerzo que pusimos, en aquellos primeros años, en consolidar América del Sur como un área de paz y cooperación – que, en nuestra opinión, pasaba por las relaciones entre Brasil y los países árabes.
Como queda claro en esta narración, los esfuerzos hacia la integración sudamericana tardaron en florecer. Pero el gran empeño que pusimos, en aquellos primeros años, en la consolidación de Sudamérica como zona de paz y cooperación -que, en nuestra opinión, debía lograrse mediante sólidos logros en los campos del comercio y la infraestructura- dieron lugar a la creación de una organización que, en sus cuatro años de existencia, ya ha demostrado su valor como instrumento para resolver diferencias y proyectar la identidad sudamericana. En un mundo cada vez más organizado en bloques, Sudamérica se perfila como una realidad ineludible, aunque no excluyente, de nuestra inserción internacional.
Fuente: Breves narrativas diplomáticas. Editorial: Taeda