Evita, esa mujer de fuego inspirador. A 71 años del paso a la inmortalidad de Eva Perón, por Sara Liponezky
La memoria es una valiosa aptitud de los seres vivos que afianza nuestro anclaje y nos permite avanzar. Es tristísimo cuando se pierde. En el caso de las comunidades podríamos asimilar ese concepto. Así, cuando hacemos ejercicio de la memoria, la cultivamos y sostenemos, no repetimos un mero acto de nostalgia, una letanía del pasado. Estamos plantándonos en nuestra identidad. Recorremos la propia huella, a veces para revisarla, otras para reconocernos y fortalecernos sobre ellas.
Los procesos históricos se implican en una dinámica encadenada, signada por hechos y personas que le dan significado. Evita sin duda, marcó su época, impactó fuertemente en la vida y el acceso a derechos para millones de compatriotas. Los testimonios de su obra en la Fundación Eva Perón están impregnados de una orientación que coloca al ser humano como centro y sujeto activo; atendiendo especialmente las desigualdades sociales y económicas, para compensar las carencias con políticas públicas activas. Nadie desde una posición de poder semejante proyectó y realizó viviendas, complejos turísticos, hospitales y hogares escuelas con tan excelente calidad constructiva y estética. Nadie antes o después puso tanta energía, pasión, firmeza y dedicación para desterrar la uniformidad y la despersonalización de la pobreza, desde la visión del Estado.
Evita fue ese fuego inspirador e implacable que alumbró con fuerza un proceso de plena promoción humana, de acceso masivo a derechos esenciales, de ascenso trascendente en el nivel económico, social y jurídico para vastos sectores históricamente marginados. Muy lejos de la beneficencia tradicional, practicada desde la placentera comodidad de los salones, ella emergió entre las y los humildes porque era su par. Se enredó con ellos, amorosa y combativa en la defensa de reivindicaciones legítimas. En su concepción pragmática y su compromiso no cabía la resignación, ante una realidad dolorosamente inequitativa.
Cuando decimos con emoción que Evita fue única, no solo referimos a una condición universal – de cada ser humano – sino que ella encarnó una síntesis de atributos, contradicciones, impulsos y circunstancias que la hicieron irrepetible. Desde su origen, pudo entender el drama de la marginalidad, sacar fuerzas y talento de aquella discriminación originaria para resistirla, atacarla y transformarla en una Causa Colectiva. Proyectar sueños y compartirlos en una acción decidida, incesante, sistemática, prolija, de proyección gigantesca, inédita y anticipatoria a los tiempos.
Con una instrucción básica, su particular inteligencia la indujo a buscar los mejores recursos humanos con aptitud y coincidencia de objetivos, necesarios para construir esa gesta. Así lo demuestra la legión de técnicas y técnicos, especialistas en salud y educación de primer nivel, que integraron los equipos de la Fundación. Otra enorme singularidad fue no haber ostentado jamás un cargo público, a pesar de su demostrada legitimidad social y su trascendente quehacer.
Tuvo el coraje de asumir infinitos desafíos: su condición de hija “ilegítima”, los privilegios de clase, el patriarcado, la inercia del Estado, la injusticia social y la estigmatización de la pobreza. Cambió radicalmente ciertos paradigmas que regían la convivencia entre desiguales y puso en tensión falsas verdades aceptadas por siglos, instalando un nuevo orden que plasmó en el concepto y la plena práctica del Bienestar.
Seis décadas antes de que estallara en nuestra región la marea feminista, Evita recogió el legado de las primeras sufragistas, generó conciencia y solidaridad de género, en una potente red de mujeres que hizo posible la visibililzacion y ciudadanía de las argentinas. Con su firmeza a toda prueba y una poderosa organización tejida en todo el país, ganamos para siempre el derecho a elegir y ser electas, incorporando un valor sustancial a la democracia antes sólo masculina.
Esa mujer que generó amor y devoción en su tan breve como fecunda vida, al morir llevó esas emociones en una liturgia que revive el dolor de su partida a la vez que renueva su atemporal vigencia. Ella siempre está, en las horas de triunfo y en la desolación o el desencanto. Como un emblema, como un reto que nos sacude y moviliza. Como una certeza esperanzadora que nos confirma el valor de persistir en las convicciones, si con ellas procuramos convivir en una comunidad de oportunidades abiertas, con bienestar para las mayorías, soberanía cultural y económica, y equidad.