Por un 17 de octubre más esperanzador. Por Sara Liponezky
La historia ocurre dos veces, dice Hegel. “Una vez como tragedia y la otra como farsa”, agrega Marx.
No cometeré la insolencia de cuestionar tan enormes pensadores del Siglo XX, pero el devenir y la diversidad de los pueblos en cada tiempo y lugar han ido poniendo matices a esa sentencia.
En el caso argentino, es una evidencia que la historia se repite en cuanto a protagonistas, intereses, conductas y tensiones. Así, el 17 de octubre de 1945 fue vivido y contado como un despertar glorioso al goce de derechos, el respeto a la dignidad, la inclusión social y laboral, y en definitiva el acceso al bienestar para miles de compatriotas. Y fue sentido como una verdadera tragedia, según John William Cook “el hecho maldito del país burgués” para otras y otros. Los primeros empezaban a escribir una historia nueva, a diseñar un país diferente. Dejaban de ser un número difuso y marginal para integrarse como sujetos activos de una transformación social, política, económica y cultural sin precedentes.
Fue el inicio de un proceso virtuoso que consagró derechos, abrió espacios cerrados al privilegio, fortaleció nuestra identidad nacional y latinoamericana. Incorporó a una mitad de la población – las mujeres – a la ciudadanía plena. Construyó obras magníficas en calidad y estética destinadas a la atención y promoción de quienes necesitaban esa acción positiva del Estado para crecer con sus aptitudes. Y ese conjunto de derechos y garantías caló tan hondo en la cultura jurídica y política de las y los argentinos que se naturalizó. Impregnó el modo de convivir en nuestra sociedad como un paradigma insoslayable y eterno. Porque se basan en la razonable comprensión de que la ley debe asegurar el trabajo, la salud, la educación, la seguridad y la equidad, para poner equilibrio en las relaciones, evitar el abuso de poder y las injusticias.
Sin embargo y aquí la farsa de Marx adquiere características de tragedia, a casi ocho décadas de aquella gesta inaugural, con marchas y contramarchas, hoy aparecen amenazas ciertas de que todo se destruya. Es que, en medio de la farsa interpretada por personajes extraños, violentos, temibles por sus gestos y palabras, resucitan un odio visceral hacia los sectores más humildes. Niegan un Estado que compense las desigualdades y aliente el desarrollo con equidad. Son las y los mismos en otro contexto, utilizan las redes para mentir, demonizar al adversario y provocar efectos sin contenido. Bastardean y ridiculizan la idea de Justicia Social defendida por el Papa Francisco.
Desprecian ese pedazo de la Patria arrebatado que son nuestras Islas Malvinas y cuando se refieren a nuestro bendito país, le ponen el peor calificativo, nos ofenden.
Por eso este 17 de octubre estamos otra vez en una encrucijada brutal. Marcada por la confusión, el descreimiento, el cansancio y cierta sensación peligrosa (en algunos compatriotas) de que nuestro voto será irrelevante a la hora de decidir el destino común. Nada más erróneo. Más allá de la protesta cotidiana, es la única y poderosa herramienta que nos ofrece la democracia para aportar a un resultado que nos afectará a todos.
Somos un pueblo valiente y valioso con una capacidad de resiliencia ejemplar. Sobrevivimos y resurgimos ante las peores contingencias. Probamos todas las recetas y no estamos ante nada nuevo en los que plantean serlo. Ya gobernaron en persona o a través de los grupos de poder económico que los apoyan. Sería importante en principio que nadie vote contra sí mismo. Lo digo por quienes, con bajos salarios, están deslumbrados por la fantasía verde.
Que tengamos memoria del pasado y de los tiempos recientes, que sintamos el orgullo de pertenecer a una comunidad solidaria, capaz de organizarse para cumplir objetivos que trascienden lo individual, con la certeza de que nadie se salva solo. Somos parte de un país que ha dado al mundo reconocidos científicos, graduados en la universidad pública. Una universidad que en ese proceso emancipador abrió sus puertas a los hijos de obreros, que compartieron saberes con hermanos de toda la América Latina.
Como recordaba el diputado Lorenzo Pepe, testigo calificado de aquella jornada memorable:
“Montados en la verdad, no necesitamos espuelas”; que esa verdad, al decir de Perón, esté al alcance de todos nosotros y nos permita la reflexión sobre acontecimientos muy sentidos por nuestro pueblo para que podamos aprender de nuestros éxitos y de nuestros fracasos.
Muy a propósito de este momento (aunque lo dijera en otra época) el filósofo Johan Huizinga al referirse al mito señala: “Todos los pueblos desean concretar un ideal superior de unidad, armonía y belleza. Toda época suspira por un mundo mejor. Cuanto más profunda es la desesperación causada por el caótico presente, tanto más íntimo es este suspirar.”
Que este nuevo 17 de octubre vuelva a ser luminoso, esperanzador, un mojón hacia el futuro sin volver atrás.