Dos destellos en el firmamento argentino. Por Alver Metalli
El domingo 11 de febrero la Iglesia universal tendrá una nueva santa, y Argentina la primera. Su nombre es María Antonia de San José de Paz y Figueroa, pero los católicos de este país la conocen con el nombre mucho más cercano de Mamá Antula, como la llamaba la gente de las poblaciones que ella visitaba, en parte descendientes de indígenas quechuas. El Papa tiene en alta estima a la futura santa y piensa que su figura, su espiritualidad y la manera como ella participó en la historia de su tiempo, la segunda mitad del siglo XVIII, pueden hacer mucho bien a la Argentina de hoy, convulsionada por una realidad dramática. Las pruebas de la predilección del Papa argentino por su compatriota son numerosas, entre ellas el hecho de que será la primera canonización que celebrará en la Basílica de San Pedro (en vez de la plaza de enfrente, donde tradicionalmente se llevan a cabo) y la segunda en la que un santo -o santa- es elevado solo a los altares, después de la Madre Teresa de Calcuta en 2014, y no en una ceremonia colectiva.
En una carta a los paisanos de Mamá Antula, los habitantes de la provincia de Santiago del Estero donde nació y vivió en sus primeros años, el Papa Francisco habló de ella como “una mujer apasionada”, resumiendo así el extraordinario dinamismo que en 1745 la llevó hacer votos privados y vivir en comunidad con otras jóvenes consagradas, dedicadas, como ella, a obras de caridad vinculadas a los jesuitas. Bajo la dirección de un sacerdote de la Compañía – el padre Gaspar Juárez – se dedicó a la educación de los niños, el cuidado de los enfermos y la ayuda a los pobres. Las pocas crónicas disponibles de esos años la muestran trabajando entre las poblaciones indígenas de su provincia natal. Luego, cuando el rey Carlos III ordenó la expulsión de los jesuitas de los territorios de la corona española (9 de agosto de 1767) y prohibió su labor social y espiritual, fue ella, María Antonia, de treinta y siete años y buena familia, quien se hizo cargo de la herencia de la orden en Argentina. En los turbulentos años que preparaban la independencia de España, la joven se dedicó a predicar ejercicios espirituales según los postulados de san Ignacio llevándolos a lo largo y ancho de su país durante veinte años, a través de caminos inhóspitos y pueblos casi primitivos. Los biógrafos han establecido que caminó descalza más de 4.000 kilómetros por el Virreinato del Río de la Plata para mantener viva la expresión jesuítica más característica a pesar de la proscripción real-masónica. Se calcula que en ocho años llegó a 70.000 personas. En definitiva, se puso “la patria al hombro”, como supo decir el Papa Francisco de José Gabriel del Rosario Brochero, otra de sus figuras preferidas, a quien se asocia espontáneamente con Mamá Antula.
Brochero, como Mamá Antula, dedicó su vida a ayudar a los enfermos y moribundos, sobre todo durante la epidemia de cólera que en 1867 azotó varias provincias. Él mismo perdió primero la vista y luego el oído por la lepra que contrajo visitando y atendiendo a la gente que padecía esa enfermedad, de la que finalmente murió en 1914. Brochero construyó iglesias, capillas y escuelas con sus propias manos; cruzó montañas cuando la movilidad dependía de un caballo o una mula y abrió caminos donde no había ninguno que conectara las tierras de su curato con la capital. La gente que visitaba empezó a llamarlo “El cura Gaucho”, porque a lomos de una mula llevaba la palabra de Dios y los sacramentos hasta los rincones más recónditos del territorio inmenso a su cuidado.
Bergoglio supo de sus hazañas pastorales en 1958 a través de otro jesuita. El futuro Papa tenía 21 años y había ingresado al noviciado en Córdoba y el padre Antonio Aznar, uno de los más antiguos brocherianos – quien llevó a cabo una de las primeras y más extensas investigaciones sobre la vida de Brochero – ya había publicado un libro sobre el cura. Precisamente ese año el padre Aznar estaba trabajando en un ensayo que sería fundamental para el futuro beato: “Las malas palabras del cura Brochero”, que apareció en 1958 en el Boletín de la Academia Argentina de Letras. En ese artículo contextualizaba el lenguaje del cura respondiendo a algunos teólogos “de escritorio” que consideraban vulgares muchas de las frases que él solía usar. Las investigaciones demostraban que sus expresiones sólo correspondían a las que utilizaba la gente de la zona que Brochero visitaba con ímpetu evangelizador.
Bergoglio volvería muchas veces sobre los pasos de Brochero antes de declararlo beato en 2013, y posteriormente canonizarlo en 2016 como el primer santo “totalmente” argentino. Ahora será el turno de Mamá Antula, otra “caminante con el polvo pegado a los pies”. Los argentinos, incluso antes que el Papa, pensaron que era bueno reunir ambos acontecimientos separados por ocho años de distancia, y este año la semana dedicada al Cura Gaucho llevó el lema “Con Brochero, es un gusto ser pueblo de Dios”. El título evoca las palabras del Papa Francisco, quien al momento de elevarlo a los altares lo describió como “un hombre alegre” y con “olor a oveja”.
Mamá Antula y el Cura Gaucho parecen dos personajes de la literatura argentina de la época, el Martín Fierro (1872) de José Hernández o el Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes, pero es en el presente donde se muestran los frutos más conspicuos, confirmando el dicho según el cual “los santos crecen, después que mueren, en la fe de su pueblo”. Una fe ferviente y una forma de comunicarla que responde a las necesidades de la gente a la que se dirigían. Y Dios sabe cuánto la necesita la Argentina de Milei, a quien el Papa recibirá en el Vaticano el día de Mamá Antula.
Fuente: alvermetalli.com