Los “complejos” en la vida de un pueblo. Por Elio Noé Salcedo
¿A qué “complejo” o imperativo inconsciente responde la destrucción del Estado, la destrucción del Estado de Bienestar o la propia destrucción de la Argentina que conocimos (más allá de sus propios errores y omisiones), con el consentimiento, el desconocimiento, la indiferencia voluntaria o involuntaria o acaso también la impotencia de los propios argentinos?
¿Por qué nadie atina a reaccionar en la medida de la gravedad y/o la seriedad de la crisis y la decadencia cierta que sobrellevamos, y cuya manifestación es la realidad política, económica, social y cultural que está a la vista y solo atinamos a mirarla estupefactos o en algunos casos todavía con alguna expectativa?
¿Dónde podemos encontrar respuesta a semejante situación? ¿Acaso se trata de un verdadero “complejo” que arrastramos desde nuestra infancia histórica, que nos exige remontarnos a algún momento de nuestra historia que condiciona el presente y el futuro de todos? ¿Hay alguna “leyenda negra” que nos impide ser y hacer lo que nos conviene, que nos arrastra indefectiblemente a nuestra autodestrucción como sociedad y como Nación?
¿Alguien puede decir con conocimiento de causa y autoridad intelectual qué es lo que nos pasa, qué le pasa a la Argentina y a América Latina en un mundo como el que padecemos, y en qué momento preciso y determinante de nuestra historia nos encontramos?
Después del 2001, tras 25 años de decadencia ininterrumpida, a pesar de las apariencias de “democracia” y “libertad” en la que vivíamos, después de sufrir una furiosa dictadura y la desmalvinización derrotista, luego de pelear heroicamente por nuestras Islas -tan confundidos y demandantes de respuestas como ahora-, consultábamos las teorías de un famoso psicólogo europeo tratando de encontrar las razones de tanta autodestrucción en nuestra Patria. Esa autodestrucción -con los mismos aires viciados de afuera- vuelve a repetirse sin que hayamos experimentado ningún aprendizaje para nuestra vida nacional, tal vez porque todavía no sabemos qué nos pasa y qué nos impide ser y realizarnos como país, como sociedad y como individuos.
El “desequilibrio” o las “perturbaciones suscitadas por las conmociones” -apuntaba Carl Jung- se llaman en lenguaje técnico “fenómenos de disociación”. “En el individuo -explicaba el psiquiatra vienés-, el período de disociación es un período de enfermedad; lo mismo ocurre en la vida de los pueblos. Sería difícil negar que los tiempos actuales no son también de esas épocas de disociación y enfermedad”.
Si este no fuera el mismo mundo (aunque a algunos le parezca que ha habido algún cambio de fondo en aquel mundo que vivíamos entre las dos primeras guerras mundiales), podríamos desconocer dicho diagnóstico. Pero, al menos en Occidente, sigue vigente un fenómeno que apareciera entre fines del siglo XIX y principios del XX y que hoy experimenta su etapa más salvaje en su portentosa decadencia: el imperialismo. Si bien podríamos encontrar antecedentes de dicho fenómeno en otro fenómeno anterior: el colonialismo militar, económico y cultural de siglos anteriores, que hoy todavía oprime el cerebro de los vivos.
Uno de los fenómenos que acuñó el colonialismo vigente ya en el siglo XVI fue la conocida “leyenda negra española”, que, dado nuestro parentesco y consanguinidad con España, heredamos sin más como fenómeno y que, de muchas maneras, ha determinado nuestra psicología colectiva y nuestra vida histórica, constituyendo un verdadero “complejo” que arrastramos con los siglos, sin resolver.
Tal vez no nos quede como pueblo otra alternativa que abocarnos a una especie de psicoanálisis colectivo que nos permita conocer nuestra historia, aunque todavía muchos adjuran de ella o desconozcan su capacidad de enseñarnos y, sobre todo, de enseñarnos a conocer las causas o razones de nuestros actuales “complejos” y condición nacional.
Pues bien, a cargo del mismo imperio (ahora con cría y en su etapa “superior”) y de los mismos intereses que tratan de derrotarnos en todos los sentidos y hacernos sucumbir en la actualidad, fue que apareció aquella “mancha negra” en nuestra familia, que se dio en llamar la “leyenda negra”. Para José R. Sanchís Muñoz, estaba dirigida contra España, por lo que no necesita gentilicio -española-, aunque a nosotros nos interesa conocer sus particularidades por ser herederos de esa “leyenda negra” como latinoamericanos, precisamente por ser hijos de España y de la América precolombina al mismo tiempo, detalle que tampoco se les escapa a los imperios dominantes porque desde entonces hasta ahora tampoco ha ahorrado calificativos denigrantes para nosotros para hacernos sucumbir.
La “leyenda negra” española y su hija, la leyenda negra latinoamericana
Se le atribuyen a Fray Bartolomé de Las Casas los fundamentos de la “leyenda negra” contra España, a partir de la traducción y publicación en Alemania, Holanda y Gran Bretaña de la “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, y luego de la “Historia General de las Indias” del sacerdote dominico. En efecto, conocida la obra del apasionado fraile, los imperios hasta ese momento dominados o sobrepasados por España, “famosos genocidas y vampiros de pueblos enteros como los ingleses y holandeses -con su acostumbrada hipocresía-, se lanzaron sobre la obra de Las Casas como moscas sobre la miel”, subraya Jorge Abelardo Ramos en “Historia de la Nación Latinoamericana”.
José R. Sanchís Muñoz, que ha escrito un libro bastante documentado sobre el tema (“La América española 1492 – 1810”, 2022), define la “leyenda negra” como “la deformación de la historia europea y de la América española, en la que se endilgan a España como Nación como a sus gobernantes y súbditos, comprendidos aquellos que se desplazaron al continente americano, e incluso -y esto no ha sido entendido en nuestro ámbito- a los propios hispanoamericanos (los hijos mestizos de España), una serie de lacras y carencias, como la crueldad, el despotismo, el fanatismo, la codicia, el atraso, la intolerancia, y como se usa muy erróneamente y con frecuencia perversamente un vocablo moderno, el “genocidio”.
Es más, si se habla de “leyenda negra”, sostiene María José Villaverde (El País de Madrid, 2017), “es porque las críticas no se limitan a denunciar la política colonial, religiosa, sociopolítica o económica de España (una política que cabría corregir en el futuro), sino que criminalizaron rasgos étnicos y geográficos, inalterables por definición, que fijaban para siempre a los españoles -y por carácter transitivo a sus descendientes mestizos de América- en una condición de inferioridad”.
En ese sentido, coincidimos con Sanchíz Muñoz, la “leyenda negra” ha sido “sistemática, en el sentido que cubre todos los aspectos que integran el juicio: conductas, leyes, costumbres, cultura y política y puede llegar a extenderse a cuestiones raciales y psicológicas o temperamentales”, que alcanza incluso a criminalizar rasgos étnicos y geográficos, inalterables por definición, poniendo siempre a los españoles y a sus hijos mestizos de Indo-Ibero-Afro-América “en una condición de inferioridad” respecto a sus acusadores, cuestionadores y/o impugnadores. He allí la raíz de nuestro “complejo”.
Lo curioso es que esos imperios coloniales que crearon la “leyenda negra” a partir de los escritos de Las Casas, no solo no eran mejores sino distaban mucho de las realizaciones que el imperio español había llevado a cabo en sus dominios coloniales, a los que para empezar no llamaba tales sino “provincias de ultramar”; había dotado de una legislación muy avanzada para la época (aunque los mercaderes de la conquista no la cumplieran); no había esclavizado a los habitantes del territorio americano, como hicieron los ingleses, holandeses y europeos en general en sus dominios coloniales; por el contrario, se amancebaba con las mujeres nativas, dando principio a nuestra raza latinoamericana; y crearía desde un principio más de tres decenas de Universidades en América, que ningún otro imperio colonial -ni la “culta” Francia- había siquiera imaginado crear en sus dominios. Asimismo, la fusión de razas y de culturas -y no el exterminio, como harían los angloamericanos en el Norte con los pueblos aborígenes-, sería el resultado de la colonización española, que, como toda conquista y colonización, huelga decirlo, tampoco estaría exenta de violencia, arbitrariedades y flagrantes injusticias, muchas de las cuales todavía debemos resolver nosotros en el presente y forman parte de nuestros problemas.
En efecto, como dice Jorge Abelardo Ramos, “los métodos de colonización española en América -de los que se escandalizaban hipócritamente los ingleses, franceses, holandeses, alemanes e incluso italianos- deben incluirse en todo el proceso sangriento de expansión del capitalismo moderno en el mundo colonial, cuyo centro fue justamente Inglaterra”. Baste saber que, de las sesenta y seis factorías de esclavos establecidas en las costas de África a partir de fines del siglo XV, cuarenta eran propiedad de los ingleses, “cuya experimentada venalidad y feroz dominio en las colonias solo admiten un paralelo con el demostrado por los holandeses”.
Basta revisar el lenguaje de los países “progresistas” del siglo XVI y subsiguientes para saber de qué contenidos inconscientes hablaba su boca, cuando aludían a los españoles como “la perversa raza de esos medios visigodos (…), semi moros, semi judíos y semi sarracenos”. Más racismo e intolerancia no se concibe de los que quieren enseñarnos tolerancia, libertad y republicanismo.
El problema es que esa “mancha negra” la hemos heredado también nosotros, pues somos, aunque no queramos o no lo podamos admitir todavía, sangre de su sangre, cultura de su cultura, y también, soberanos y libres de ellos desde que nos independizamos políticamente, aunque volviéramos a ser dominados y colonizados económica y culturalmente por los imperios impulsores de esa “leyenda negra” que oscurece nuestra historia, determina todavía el presente y nos impide un futuro promisorio, sin previsión alguna de nuestra soberanía y realización como pueblo y Nación.
Lógicamente, no era por humanidad y filantropía que lo hacían -como hoy los imperios no actúan por arranques o ataques de humanidad, de libertad, de democracia, de progreso, de modernidad o posmodernidad (que no sea la de ellos)-, sino por interés, conveniencia y meras razones de competencia feroz entre países y entre partes que establece el capitalismo desde entonces hasta hoy cada vez más arbitrario, desigual, injusto, salvaje e insufrible.
¿Un verdadero prejuicio? ¿Una doble moral?
El norteamericano Philip W. Powel equipara la leyenda negra a “un verdadero prejuicio racial”. La diferencia con otros prejuicios raciales, religiosos o ideológicos, es que éste es pocas veces reconocido como tal, dado el poder de fuego cultural y mediático en el mundo que posee el imperio occidental anglosajón.
En realidad, como entiende María Elvira Roca Ballea (“Imperiofobia y leyenda negra”, 2016), se trata de “una clase de prejuicio racista hacia arriba, idéntico en esencia al racismo hacia abajo, pero mucho mejor disimulado, porque va acompañado de un cortejo intelectual que maquilla su verdadera naturaleza y justifica su pretensión de verdad”; fobia u obsesión que de constituir “un prejuicio antisemita o contra los negros, hace tiempo que constituiría un delito”.
Si ayer se trataba de una contienda entre dos grandes civilizaciones representadas en uno y otro imperio en pugna por el dominio de los mares y del mundo en ese mismo momento de la historia, hoy el problema es que detrás o adentro de uno de esos mundos estamos nosotros por situación histórica y herencia directa. De allí la necesidad de hacernos cargos de nuestra historia o de nuestro pasado y asumir los deberes históricos que nos comprometen en el presente y hacia el futuro, aunque nuestro progenitor se haya aliado con sus enemigos de siempre.
Sabemos, tanto por José Hernández como por Saúl Taborda, que en el mundo existe la doble vara o la doble moral, que la ley no es ciega sino tuerta, y que este complejo y/o prejuicio, como todos los demás a nivel colectivo, tiene una naturaleza social, política e ideológica.
Hernández comienza por plantear el desequilibrio que produce la existencia de esas dos morales en la sociedad criolla: “Es el pobre en su orfandá / de la fortuna el desecho, / porque naides toma a pecho / el defender a su raza…”.
El parámetro sirve, ya se trate de personas, clases, países o imperios derrotados. Sucede que “En su ley está el de arriba / si hace lo que le aproveche…”. Con semejante impunidad y poder: “Es señora la justicia / y anda arriba del más pillo…”. Es por esa misma razón que “no la teme el hombre rico, / nunca la teme el que manda”; aunque como hombre de otra moral, le da a sus paisanos más que un consejo, una máxima para seguir siendo íntegro: “Muchas cosas pierde el hombre / que a veces las vuelve a hallar; / pero les debo enseñar, / y es güeno que lo recuerden: / si la vergüenza se pierde, jamás se vuelve a encontrar”.
A su tiempo, Saúl Taborda señalaba en “Reflexiones sobre el ideal político de América Latina” de 1918: “Ha bastado que una parte de la población sometiera a la otra parte a su servicio -de hecho, la falta de desarrollo español llevó a entregar la producción americana al capitalismo comercial inglés y europeo- para que las doctrinas morales se apresuraran a cohonestar el régimen creado por la violencia y la coerción”. ¿Qué fue y sigue siendo la “leyenda negra” en manos del imperio anglosajón sino un instrumento de su “régimen de violencia y coerción” que ejerce sobre la Argentina insular y continental y también sobre las mentes a través de los medios de información, comunicación y manipulación que domina y maneja?
“De esta actitud universal, consciente y deliberada -nos advierte Taborda-, “han nacido dos morales, la una para los amos, la otra para los oprimidos”. En este caso, la aplicación de la doble moral resulta de mayor gravedad y envergadura, porque dicha “leyenda” no se limita a un prejuicio sobre una clase social, una religión, una etnia o una condición humana, sino de toda una civilización o cultura, o mejor dicho de tres: la del padre español, la de la madre india y la de la hija e hijo indo-hispano-afro-americano.
Sin duda se trata de dos grandes civilizaciones en pugna, y América Latina y el Caribe conforman una parte sustancial y necesariamente protagónica de una de esas dos civilizaciones mundiales (España, por su parte, está entregada y supeditada al enemigo en Europa y en la OTAN). De no ser nosotros mismos protagonistas decididos y decisivos de esa batalla por nuestra dignidad y soberanía integral, volveremos a ser tierra de otros y nunca más lo que somos todavía: argentinos y latinoamericanos a la vez.