Textos escogidos de Manuel Ugarte. Por Elio Noé Salcedo
Lecciones políticas III
En una conferencia organizada en la Sorbona por los estudiantes iberoamericanos de París, concreté en 1934 mi pensamiento sobre lo que para nosotros representaban en esencia los nuevos fenómenos y sobre la repercusión que podían tener. A diez años de distancia (1944) y a raíz de una nueva guerra, repito las mismas palabras sin aspirar a honores de profeta:
- Entramos en una época en que la ideología cede el paso a la acción y en que las ideas solo tienen el valor que les dan los acontecimientos;
- El mundo seguirá evolucionando durante muchos siglos todavía bajo el sistema de nacionalidades, y todo internacionalismo o pacifismo implica abandono del deber primordial;
- El mantenimiento de la Nación en medio de los vendavales futuros solo podrá ser alcanzado reconstruyéndola sobre nuevas bases;
- La Justicia Social, sin perder su valor ético ha adquirido valor de utilidad nacional en cuanto contribuye a dar fortaleza al núcleo (a fuer de desgastado en aquel momento el término “socialismo”, de esa conjunción de términos surgiría el nombre de “Justicialismo”). En este sentido se impone sobre todo la urgencia de suprimir abusos, injusticias y privilegios;
- Debemos ir francamente hacia el fondo sano de lo que se ha dado en llamar extrema izquierda (aparecía extrema una posición que necesariamente se ponía a la izquierda del socialismo liberal, antinacional, venal y conservador), pero hay que hacerlo dentro del orden, la disciplina y la autoridad;
- Por encima de tendencias, programas y derechos, por encima de las teorías y los individualismos, está la inquietud de perdurar como entidad distinta y a ella debe ser subordinado todo.
Al condensar superficialmente el panorama ideológico de postguerra de 1914, pensábamos sobre todo en Iberoamérica y nos preguntábamos (hoy volvemos a hacerlo) cuáles podían ser las necesidades más urgentes. La respuesta era fácil.
En primer término, sacudir la presión de los imperialismos (el inglés y el norteamericano por ese entonces) que absorben la vitalidad continental y establecen tutoría sobre nuestro destino.
En segundo lugar, acabar con el latifundio y con los abusos de las clases privilegiadas, devolviendo la tierra a la mayoría de los ocupantes, dentro de una organización más eficaz del Estado (lo que hoy podríamos llamar pertinentemente, más allá de la procedencia política del término, una “Comunidad Organizada”).
En tercer lugar, dignificar al autóctono, que ha sido mantenido en la ignorancia, hasta incorporarlo al resto de la Nación.
En cuarto lugar, acabar, como en todas partes, con la ambición de las facciones, y con el político profesional.
La coincidencia del nuevo ambiente ideológico con nuestras necesidades básicas nos ofreció así, desde el punto de vista regional, verdades sin partido que se alzaban al margen de los grupos y de las etiquetas.
Los partidos cultivaron en todas nuestras repúblicas preferencias antojadizas. Los grupos oligárquicos respondieron frecuentemente a Inglaterra. Los socialistas se alistaron a la zaga de Estados Unidos. ¿Y nosotros? ¿Dónde estaba lo que convenga a nuestra situación?
La guerra puso, sin embargo, en evidencia la falta de personalidad con que colaborábamos en ideas y propósitos de otros pueblos, desatendiendo la propia suerte y saliendo, por así decirlo, al encuentro de la sujeción.
La visión de la realidad se había desvanecido… evidenciando un estado de espíritu atento a cuanto ocurre fuera del territorio y ciego para la propia vida.
Olvidaban el núcleo del cual surgían y a cuyo servicio debían estar, para escuchar la palabra de orden favorable a otros intereses, como si en vez de formar parte de un conjunto autónomo se hallasen mecidos en el vacío por corrientes abstractas, fuera de la vida (la reacción contra eso fue en 1916 el movimiento nacional que encabezó el Dr. Yrigoyen y en 1945 el movimiento nacional que encabezó el Gral. Perón).
Era, sin embargo, una hora en que se ponía a prueba la vitalidad de las naciones. Nosotros necesitábamos realizar, construir, completar, dar eficacia a cuanto nos rodeaba. Se abría una posibilidad de acelerar la renovación iberoamericana, realizando o tratando de realizar la segunda independencia.
Sabíamos que terminado el conflicto correrían caballos locos sobre el mundo y que la distancia no nos podía amparar. Hasta podían llegar a servir nuestras naciones de monedas de pago en la trágica liquidación. Desafiando desprestigios, debió levantarse la voz de los intereses continentales (Tal vez ello nos hubiera ahorrado luego la caída de Yrigoyen y la “década infame”). Nuestra misión era preparar la propia victoria. Sin embargo, nada se intentó…
*Manuel Ugarte (1961). La reconstrucción de Hispanoamérica. Cap. V. Política Interior. Editorial Coyoacán.