Universidad, crisis espiritual e ideal pedagógico. Por Elio Noé Salcedo
Historia de la Universidad Latinoamericana (Octava Parte)
Permítasenos reflexionar, antes de concluir esta suerte de recorrido por la Historia de la Universidad Argentina y Latinoamericana, sobre la obra de quien dedicó su existencia al ideal pedagógico del genio nativo y lo plasmó en dos obras de interés superior: “Investigaciones Pedagógicas” (1932) y “La crisis espiritual y el ideario argentino”, publicado por el Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral en 1933. Sin duda nos referimos a Saúl Taborda, uno de los ideólogos principales de la Reforma Universitaria de 1918 y precursor contemporáneo (1885 – 1944) de las ciencias pedagógicas en nuestro país y América Latina.
La conciliación entre el espíritu y la vida
Conocedor como pocos de la cultura y de la universidad de su tiempo, a pesar de ser un intelectual provinciano, si bien con muchos méritos, no afamado a nivel nacional, en 1933, con el auspicio del Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, Saúl Taborda publicó “La crisis espiritual y el ideario argentino”, editado por segunda vez en 1941.
En los primeros capítulos o puntos de esa breve pero sustanciosa obra, Taborda adelanta la clave de la cultura semicolonial que Jorge Abelardo Ramos delinearía puntualmente en “Crisis y Resurrección de la Literatura Argentina” (1954) y que Arturo Jauretche completaría en “Los Profetas del Odio y La colonización pedagógica” (1957), reconociendo la originalidad e importancia de la tesis de Ramos.
Más allá de realizar una caracterización errada del radicalismo yrigoyenista y del medio que lo llevó al poder, Taborda desarrolla, no obstante, una tesis original de verdadero pensador nacional, aunque todavía influido por sus anteriores ideas anarquistas (aversión respecto al Estado) y sus ideas socialistas románticas de sus comienzos intelectuales (la época de la Reforma), todavía influido en parte por la caracterización del radicalismo como una “consecuencia desfavorable del sufragio popular”.
No existe todavía en Taborda por entonces la comprensión integral de la “cuestión nacional” para la cabal interpretación de la historia argentina y latinoamericana, que más tarde aportará el nacionalismo popular forjista y la izquierda nacional, sin lo cual es imposible entender en forma completa, total y definitiva el fenómeno de la colonización cultural y la enajenación de nuestra “intelligentzia”. No obstante, Taborda, un verdadero precursor del pensamiento nacional del siglo XX y XXI, realizará aportes significativos.
En efecto, en el punto III de su desarrollo teórico, sin atreverse a negar ni defender de un modo definitivo “la eficacia” de su propio “inventario de ideas”, comienza denunciando con mucha perspicacia el “extraño apoliticismo” que “ha hecho camino en la inteligencia argentina y la aleja del vivo contacto con los graves problemas que atañen al destino de nuestra comunidad”.
Digamos que, en términos actuales, si bien, aparte de lo que sería absoluto desconocimiento, ignorancia o indiferencia, podemos llamar “apoliticismo” también, en una forma más sutil, al academicismo, el cientificismo, el teoricismo y, como síntesis de todos ellos, al “intelectualismo”, escisión entre el pensamiento y la vida del que hace gala la “intelligentzia” semicolonial.
Una de las expresiones mayores del apoliticismo es el que corresponde al desconocimiento de la cuestión nacional, manifestación que medra en los claustros universitarios de nuestra época, aunque revestido de distintas variables o cáscaras “políticas”. Su carencia no es sino una manifestación de la falta de conciencia nacional, y ésta, de la falta de conocimiento cabal de la historia y, por consecuencia, de la falta de conciencia y/o memoria histórica, fundamento y requisito a la vez de la conciencia política.
En el desarrollo de su incipiente teoría, cuando alude a la “inteligencia argentina”, Taborda entiende que estos sectores “crean la cultura” y realizan estas tareas como “escritores, pensadores, académicos, profesores y profesionales”, con una visión que se dilata por dominios más vastos que los circunscriptamente señalados por la propia profesión”.
En definitiva, reproducen la cultura dominante “por la suma de los productos obtenidos por el esfuerzo que ponen a contribución” en el mejor de los casos, “con una intensidad que depende en mucho del ritmo de la conciencia histórica del pueblo”. De allí la importancia de la conciencia histórica, como de la función y misión de la educación en la formación de esa conciencia y de los que la transmiten o reproducen.
No obstante, advierte el intelectual nacional, “lejos de mantenerse en íntimo trato con la influencia vital originaria de esos productos (en alguna medida, también de carácter político), se clausuran en un limbo en cuyo clima lo inmediato y cotidiano carece de sentido y de estimación. Tanto que en nuestra realidad concreta esta actitud cobra ya los pronunciados relieves de una escisión entre el pensamiento y la vida”, o, en último caso, con una actitud y estimación en primer lugar por el destino personal, grupal o solo de las minorías, y nunca con una visión integral de nuestra realidad política, económica, social y cultural en la que estamos inmersos.
A ese “apoliticismo” se suma entonces el encerramiento, enclaustramiento o aislamiento y separación entre pensamiento y vida, que resulta el basamento intelectual del “hombre académico” (más que el “hombre de ideas”) y de un pensamiento enajenado, impropio y no propiamente nacional para entender la realidad latinoamericana.
Creemos intuir que no es extraño a cualquiera de esas clases de “apoliticismo”, sino probablemente una de sus causas, que la inteligencia universitaria no haya reparado en la inconveniencia y despropósito de la “internacionalización” de la enseñanza superior -sin proceder a la “latinoamercanización” de la ES primero-, en un país y un continente todavía enajenados económica y culturalmente a poderes internacionales, extraños y opuestos a su desarrollo, con los que ahora pretende asociarse; y que por el contrario apoye ese proyecto y ese proceso por acción u omisión, sin discusión, en clara demostración de la “escisión” señalada por el pensador nacional de la Reforma.
Debemos entender con Taborda, que “toda cultura procede de la vida”, y que la historia no es sino la vida colectiva de un pueblo y de una Nación, en tanto, como la define Jauretche en “Política Nacional y Revisionismo Histórico”, “la nación es una vida, es decir una continuidad, noción elemental, pero que, sin embargo, escapa generalmente al pensamiento académico del país, tal vez en la misma medida en que (ese pensamiento) está desvinculado del propio país”.
En ese sentido, deberíamos empezar por admitir y aceptar, para no seguir un camino de alienación, que la verdadera y genuina cultura “tiene sus hondas raíces en ese suelo común y comienza a ser tal desde que el espíritu, superando lo meramente animal, se decanta en principios ordenadores de las manifestaciones religiosas, artísticas, sociales, científicas, económicas y técnicas” (Taborda dixit), es decir en principios históricos nacionales, si entendemos por Nación también una “comunidad política” integrada por un “conjunto de individuos” de un mismo “origen, lengua, carácter e historia”, entre otros factores.
No hay duda de que “es por la historia–advierte Taborda- por la que alcanzan desarrollo en la cultura las disposiciones naturales”, y que, por consiguiente, “la nación (y la cultura) necesita de la historia para tomar conciencia de su propia capacidad, para procurar formas y fin a las potencias de que se halla dotada”, pues, en definitiva, “en la historia es donde con todo rigor la nación adquiere conciencia de sí misma; en la historia es donde los cognados (emparentados, vinculados)ascienden a la conciencia nacional”.
Taborda cree descubrir el dilema al que el hombre “culto” se ve sometido, que “le propone la contradicción entre la cultura y la vida”, y por el cual “debe decidirse o por los productos que le han comunicado una fisonomía espiritual, algo así como una segunda naturaleza, o por la continua exigencia vital que se yergue contra aquellos productos para invalidarlos”.
“Solo un camino –sostiene el pensador-permite escapar de la disyuntiva,y ese camino es el que se gana acordando y compenetrando dúctil, flexible y vivamente el espíritu y la vida”.
Aunque ello será posible a condición de entender o comprender que realidad y vida se originan en nuestra propia historia, y que la historia es la disciplina que nos puede otorgar la conciencia política y general necesaria, solo en caso de revisarla y conocerla acabadamente, en la medida en que la historia es la política del pasado, y la política de hoy, la historia del próximo y consecuente futuro.
La universidad como “hortus conclusus”
Con la autoridad moral e intelectual que poseía, después de veinte años de lucha política e intelectual en el campo académico argentino y latinoamericano, es interesante la caracterización que hace el gran pensador nacional sobre la universidad de la “década infame”, que él denomina “del hombre connaturalizado con los productos que le han dado fisonomía a la ‘cultura cristalizada’” y que “vive escindido de la realidad creadora”.
Esa universidad –juzga Taborda- “es un hortus conclusus, y en el malabarismo de sus ocupaciones no se barajan más que las cristalizaciones conceptuales de una vieja paleontología mental. Ningún reclamo de la vida encuentra en sus aulas la más leve repercusión” (Ya hemos advertido que la vida de una Nación es su historia, toda su historia, y no solo la de las últimas décadas o solo la anterior a nuestros 500 años últimos de existencia, como parece).
En esa universidad, “un hermetismo adecuado a la concepción del saber como ‘tabú’ inmutable y eterno, guarda con un inexorable y celoso ‘noli me tangere’ (nada a mí me toca) el recinto en el que se conserva y venera el tesoro de la cultura heredada”.
“En vano –argumenta el pensador nacional, como si fuera hoy- el investigador buscará en sus programas y planes la más ligera incitación hacia las inquietudes vitales que llenan de dramáticas resonancias las discusiones de la plaza, las páginas de los cotidianos y los afanes de los talleres y de los campos”.
A 20 años de la Reforma, Taborda revela que esa universidad “las veces que abre las ventanas de una arcaica extensión universitaria sobre el torrente vital, es para ofrecer a la vida un inventario de conceptos que la vida ya ha repudiado y declarado caducos por ser incompatibles con las calidades que propugna su sentido proteico”.
Aunque no es solamente en las actividades universitarias donde “el intelectual de las ideas demuestra su congénita incapacidad para estimular un auténtico esfuerzo espiritual”. Sucede lo mismo –se queja el pensador nacional de Córdoba- en “las restantes manifestaciones de la inteligencia” y “dista mucho de ser una apostura pasajera y circunstancial la que le ha llevado, en otro terreno, a desdeñar, desde la altura inaccesible de sus conceptos, las recientes manifestaciones revolucionarias del arte”.
“Ciego para los valores que su infecundo intelectualismo no ha incorporado para siempre a la tabla consagrada, que custodian cánones de perfección infalible”, reflexiona Taborda, el hombre académico que sobrevalua el tesoro de la cultura heredada “no ha podido comprender ese ímpetu magnífico y pleno de perspectivas con que la propia fluencia vital ha limpiado de artificios y convenciones la superficie de las cosas para acostumbrarnos a ver las cosas clásica, pulcra y sencillamente tales como ellas son”.
Precisamente, porque “la realidad es otra”, esa realidad negada por el intelectualismo o “intelligentzia semicolonial”, como la llaman Ramos, Jauretche y el pensamiento nacional en general, “cuya ceguera le impide ver la gama de matices de la vida”, ha incapacitado al “hombre de las ideas” “para la comprensión del drama real que se juega en su dintorno a virtud de su inveterado enclaustramiento en el reino del espíritu”.
Por eso –juzga severamente el impulsor de la Reforma-, el “hombre” de esa universidad encerrada en sí misma “ha perdido la ductilidad y la destreza necesarias para la acción”, pues, por lo mismo que la acción “no se presta a ser gobernada por conceptos inertes, el hombre de las ideas la desestima y la juzga inavenible con el decoro de que se cree investido por la posesión de las verdades supremas”, reemplazadas en los últimos tiempos por verdades muy sectorizadas y parciales, aunque pretendidamente también “únicas” y “absolutas”.
Evidentemente, en el seno de ese “hortus conclusus”, al “hombre escindido, “la cultura de que se considera depositario le inhibe para descender a sus menesteres y las veces que vence esa inhibición, la propia ignorancia de las corrientes vitales limita su injerencia a la explotación de los defectos y de las imperfecciones de que adolecen los principios reguladores”.
Podríamos decir, parafraseando a André Gide al glosar los “Ensayos” de Montaigne –autor emblemático de la cultura europea-, que “la autoridad de los antiguos” y, al parecer también de “los extranjeros”, “pesa sobre las inteligencias”, y “lejos de ayudar a su liberación”, los ahoga, no formando –como en la Universidad de París durante el siglo XVI- “más que pedantes y fámulos”.
En definitiva, “la vida –que “jaquea todo un invertebrado sistema de ideas invertebradas”- se halla en agudo conflicto con el intelectualismo que rehúye su comprensión”.
Y si de títulos se trata, el “hombre de las ideas” es ahora un ‘en dehors’ porque carece del don de la comprensión histórica, que es el único título habilitante para ser hombre de su tiempo”, concluye Taborda.
Tomen nota los académicos, profesionales e intelectuales de esa universidad que sobrevive entre nosotros en pleno siglo XXI.
Consideramos con Saúl Taborda y la generación reformista, que la cultura europea que heredamos y que es la cultura del siglo XIX, ha concluido su ciclo en la medida en que “el capitalismo desertor de todas las patrias” (explotador y esterilizador de la nuestra) está en su ocaso, y con él la cultura oligárquica y extranjerizante que es su expresión y herencia.
Después de soportar un mal que ya dura 100 años… es hora de encarar la reforma educativa pendiente e integrarla al proyecto de unidad y soberanía política, económica y cultural de América Latina y el Caribe, integrando a todas las universitarias y universitarios de nuestra Patria Grande a la vida, la historia y la cultura latinoamericana. Esa será la base de nuestra proyección e inserción internacional futura, y no la “internacionalización”.
El ideal y los fines de la educación nacional
Habiendo recorrido ya un largo tramo de esta historia, resulta interesante y hasta necesario preguntarnos cuál es o debería ser el ideal y el fin de la educación común y pública. La pregunta no es trivial ni solo retórica cuando se trata justamente de nuestra educación y destino personal y colectivo.
En su Historia de la Pedagogía (1934), Wilhelm Dilthey -considerado en Europa como el renovador de las ciencias del espíritu y muy consultado por Taborda- advierte que los factores que determinan el desarrollo de la educación son: el ideal de educación, que depende del ideal de vida de cada pueblo y de cada generación, y los medios o técnica educativa, que se hallan en relación con el conocimiento científico. Del primer factor “surge la educación nacional, que crece y muere con la vida de cada pueblo; del segundo, la ciencia de la educación o ciencia de la pedagogía”. Nos interesa abordar el primer aspecto.
El abordaje de dicha cuestión conlleva la necesidad de atender la vida espiritual y/o cultural del propio pueblo y prestar atención a la relación entre cultura y educación, entre cultura e historia, entre historia y educación (la historia constituye el marco que contextualiza la realidad política, económica, social, cultural y educativa de una sociedad). Tal vez por eso el educacionista latinoamericano Paulo Freire sostenía que no solo había que enseñar y aprender a leer un texto, sino también el contexto.
Yendo al meollo de nuestra cuestión educativa, en su Informe de 1909, el santiagueño Ricardo Rojas se preguntaba -sin que haya habido una respuesta conducente a solucionar semejante problema de fondo- si la situación educacional de la Argentina no planteaba “un verdadero problema de restauración nacional”. “Tendrán estas generaciones que dividirse -fundamentaba Rojas- entre los que quieren el progreso a costa de la civilización, entre los que aceptan que la “raza” sucumba entregada en pacífica esclavitud al extranjero, y los que queremos el progreso con un contenido de civilización propia que no se elabora sino en sustancia tradicional”, o lo que es lo mismo, rescatando nuestras raíces nacionales y latinoamericanas.
Por eso, sostenía el intelectual de tierra adentro antes de ser ganado por la metrópolis cosmopolita: “Para cohesionarnos de nuevo, para conservar el fuerte espíritu nativo que nos condujo a la independencia, no nos queda otro camino que el de la educación acertadamente conducida a esos fines”.
Parecen palabras escritas en nuestros días: “No sigamos tentando la suerte con nuestro cosmopolitismo sin historia y nuestra escuela sin patria. Si lealmente queremos una educación nacional, no nos extraviemos… no nos suicidemos en el principio europeo de la libertad de enseñanza… debemos salvar la escuela argentina ante el clero exótico (y no se refería a las tradiciones religiosas quincentenarias del pueblo latinoamericano), ante el oro exótico, y ante la prensa que refleja nuestra vida exótica sin conducirla, pues el criterio con que los propios periódicos se realizan carece aquí también del espíritu nacional. Predomina en ellos el propósito de granjería y cosmopolitismo. Lo que fue sacerdocio y tribuna, es hoy empresa y pregón de la merca… para salvar los dividendos de capitales extranjeros o evitar la censura quimérica de una Europa que nos ignora”.
Y sosteniendo esa estrecha relación entre instrucción, formación y educación, entre educación y cultura, entre historia y educación, concluía Rojas: “Como vemos, el cuadro no es halagüeño, sin duda; pero no he querido omitir sus detalles, porque aparte de ser un reflejo de nuestra vida actual, el periódico y como él la revista y el libro -y hoy podemos agregar a esa lista la radio, la televisión e Internet-, son la continuación de la escuela, interesándonos por consiguiente la obra de educación o de extravío que ellos realizan en nuestra sociedad”.
Pedagogía del genio nativo
Saúl Taborda, ideólogo de la Reforma Universitaria de 1918, aunque prácticamente desconocido como pedagogo y verdadero precursor en nuestro país de los estudios pedagógicos, retomaba la idea de Dilthey, aunque finalmente, y de vuela de su concepción universalista, adaptándola a la creación de una pedagogía para el hombre y la mujer nativos.
En su concepción pedagógica del “genio nativo”, Saúl Taborda -autor de “Investigaciones Pedagógicas” (publicado en 1932 y editado en dos tomos en 1951) y propulsor de la Universidad Latinoamericana-, coincidente a su vez con la concepción educativa y cultural de Ricardo Rojas (el del Informe), define el “acontecer particularmente educativo” como “una relación de docente y docendo movida por un propósito de enseñar en vista de un ideal”, o sea “la imagen de lo que debe ser” de acuerdo al “ideal de vida” del propio pueblo.
Como bien señalaba el cordobés, los ideales “no son creaciones arbitrarias y exteriores al hombre –mucho menos exteriores a la propia sociedad-, pues tienen carácter social”. Por el contrario, “lejos de ser un producto de la abstracción, el ideal nace en las entrañas de la vida concreta”, en la medida en que ese ideal se da “en las distintas formas que asume la realidad social que integran y estructuran una colectividad en cada uno de sus momentos históricos”.
Asimismo, el “ideal” que funda y fundamenta el propósito específico de “enseñar”, se complementa necesariamente y conforma un todo -una continuidad y una contigüidad- con el ideal de una comunidad (de una Nación) a través de otras instancias educativas y formativas fuera de la escuela o academia: “Se da también ‘en el ancho seno del pueblo”, por lo que adquiere a la vez “una fisonomía o una manifestación peculiar” a nivel cultural e histórico.
Se trata -manifestaba Taborda- de un “orden educativo existencial”, que prolonga “sin solución de continuidad la faena docente en las múltiples manifestaciones de las relaciones sociales”, que se corporizan, aparte de la escuela o la academia, en el hogar, el templo, la calle, el oficio o profesión, la plaza y la vida pública, siempre en el marco de la propia comunidad y de la propia Nación.
Pretender que se puede educar “con prescindencia de las contingencias de tiempo y lugar”, “sustraído a todas las relatividades”, según sostenía Alejandro Korn, tanto como pretender ver algo y no querer verlo desde un lugar determinado, como decía el filósofo español José Ortega y Gasset, resulta un verdadero despropósito, mal que le pese al internacionalismo o globalismo en boga.
En ese sentido, “el presupuesto de la educación –señalaba Taborda-, es la vida real y concreta que se desarrolla en el dintorno nativo”, receptando el “saber intuitivo del medio inmediato”. En definitiva, “todo proceso educativo es obra de la comunidad –de una Nación- como unidad vital”.
“El ideal pedagógico” -como comenzábamos diciendo con Dilthey, y que concluimos con el santiagueño Rojas y el cordobés Taborda-, no puede ser una creación abstracta o arbitraria y externa al educando, sino un producto social de la comunidad en la que se educa. Y la comunidad modeladora del ideal pedagógico no es y no puede ser otra que la propia Nación, en nuestro caso esa Nación Inconclusa que hemos dado en llamar América Latina.
Interroguémonos, si no, con Taborda: “¿Cómo hacer argentinos –y latinoamericanos a la vez- con instituciones calculadas para desargentinizarnos (despatriarnos, desnacionalizarnos y deslatinoamericanizarnos) a nosotros mismos?”. Creemos que esa pregunta y su cabal respuesta debería estar en la agenda y en la currícula de los tres niveles de enseñanza de nuestros días.
Cabe recordar aquí el análisis que Saúl Taborda hace sobre la teoría educativa de la enseñanza común que abandonaban las “orientaciones del genio nativo” para adoptar las de la ley francesa y el liberalismo positivista, sin advertir, o haciendo caso omiso –con las consecuencias a la vista-, que con ello se adoptaba también la “concepción o ideal educativo europeo subyacente”. La advertencia vale, lógicamente, para la educación actual en cualquiera de sus niveles.
La pedagogía nacional tabordiana no apunta a la lógica de una competencia o una carrera de obstáculos sino que apunta a “un ideal formativo” de la personalidad tanto individual como colectiva de un pueblo concreto y real, el nuestro, y no al de un ciudadano global, abstracto y neutral (del que no se puede esperar ningún resultado cierto ni favorable): no puede esperarse nada bueno para nosotros de un Tribunal de justicia de Nueva York, como no se debe esperar tampoco nada bueno del viejo árbol de un continente –el europeo- y de un sistema –el sistema capitalista imperialista- que no da frutos ya hace muchos años, al menos no de acuerdo a nuestros requerimientos y necesidades. Tampoco de un sistema de “pensamiento único” que, por empezar, está desajustado de nuestra realidad concreta y solo aspira a globalizarnos para uniformarnos y alinearnos tras de sí.
A propósito, en “la crisis espiritual y el ideario argentino”, Saúl Taborda advertía sobre “las íntimas fallas del ciclo cumplido por Occidente desde el siglo XI al siglo XIX”.
Para el pensador y pedagogo, “la ingente producción de riquezas, los descubrimientos científicos y el acrecentamiento del saber” habían favorecido, “por sus tendencias unilaterales” (en el fondo criticaba el capitalismo y el positivismo), el “empobrecimiento de la conciencia del hombre”, cuya “crisis espiritual” constataba “la decadencia de los pueblos occidentales”, que como lo demostrarán las dos guerras mundiales con apenas veinte años de diferencia, ponían de manifiesto “la violencia conquistadora” y destructora de Europa.
Familiarizado con esa noción que sitúa al maestro “dentro y no fuera del educando”, dentro y no fuera de la propia cultura, dentro y no fuera de la propia historia –esencia educativa que al parecer el “internacionalismo educativo” ignora o desconoce-, para Taborda, la educación de una Nación y de sus connacionales implica “toda una docencia orgánica de contenidos cabales” (no cualquier contenido), que liga “en una continuidad espiritual corresponsable a la comunidad y sus miembros”.
Esa concepción pedagógica de Taborda -como planteaba asimismo Ricardo Rojas en el prólogo a “Condición del Extranjero en América”, el último libro de D. F. Sarmiento-, sin duda, coadyuva a la “cohesión de la conciencia nacional en la Patria”, contrarresta la “anarquía espiritual de una sociedad” e impide “el empobrecimiento de sus fuerzas históricas”, realizando a su vez la “obra de cultura” que, auspiciosamente, a un país y una educación con identidad, que se auto valora, en lugar de ese “internacionalismo” que auspicia un indefinido “ciudadano global”, le permite “superar el cosmopolitismo por un ideal nacional”.
En nuestro caso, ese ideal no puede ser otro que la unidad definitiva de América Latina y su realización integral como comunidad soberana, única garantía de su incorporación de igual a igual en el concierto de las naciones. Lo contrario, en lugar de progreso o modernización, resultará más retroceso, involución y recolonización. Aunque ¡no deberíamos ingresar al porvenir retrocediendo!
La Reforma educativa, una tarea histórica inconclusa
En ese camino profundamente nacional de la Reforma, el mismo Saúl Taborda ponía las cosas en su lugar al escribir en sus Investigaciones Pedagógicas de 1932: “Los que desde el año 18 venimos luchando por convicción en la revisión de valores que entraña la reforma educacional, tan bastardeada en su breve período por iscariotes disimulados y charlatanes de feria adscriptos al movimiento, no hemos dudado nunca de que ella, lejos de ser perfecta, es una obra de sucesivas enmiendas, de indefinidas rectificaciones”. Esa revisión, esas enmiendas y esas rectificaciones siguen pendientes, como siguen pendientes de realización las grandes banderas de la Reforma.
“Lo contrario –sostiene Taborda-, hubiera importado apreciarla con un criterio naturalista, único, acaso, con el cual se puede sostener que basta con las disposiciones de los nuevos estatutos, con la nueva composición de los cuerpos directivos, con la injerencia de los estudiantes en el manejo del organismo docente y con la democratización de sus funciones centrales, para darla por terminada”.
Como advierte el gran pedagogo, “la adhesión que muchos partidarios del movimiento del año 18 han prestado al miraje mentado, hasta el punto de concebir la reforma auspiciada como un perfeccionamiento técnico y metodológico anexo a una revisión de estatutos y reglamentos, ha comunicado al movimiento un matiz equívoco y contradictorio”. Por eso existen, como en la misma historia argentina, dos versiones diferenciadas de la Reforma, hasta el punto que una de ellas ignora, omite o niega que la Reforma fue fundamentalmente –como la definiera el líder reformista, latinoamericanista y antiimperialista peruano Víctor Raúl Haya de la Torre-: “la revolución latinoamericana por la autonomía espiritual”.
“En cierto modo –reflexionabaTaborda a poco más de una década de la rebelión reformista- parece como que, descontentos con el atraso técnico de una universidad que no formaba ya buenos abogados, buenos médicos y buenos ingenieros, todo aquel movimiento se hubiera propuesto corregir ese mal reajustando y reforzando la máquina docente construida por la era industrial”, o sea produciendo “mejores” educandos en serie, aunque sin importar la formación de su espíritu, de su personalidad y de sus conciencias.
Hoy se habla, en los mismos términos, de la necesidad de corregir y mejorar la máquina de enseñanza-aprendizaje construida por la era informática; o más aparatosamente, como lo hacen los documentos de organismos internacionales: de la “era de la información y del conocimiento global”, mientras al mismo tiempo se ignora o se disimula ignorar que en la “aldea global” hay países avanzados a costa de los más atrasados, a los que, para eso, antes han explotado; y países atrasados que no pueden avanzar porque no los dejan y les ponen permanentemente palos en la rueda, en tanto ese mundo “único” y a la vez unilateral que nos recomiendan, se debate en una crisis terminal, al menos en cuanto al orden actualmente vigente, que no parece reparar en la profunda crisis de Occidente, con su sistema económico injusto, sus ambigüedades políticas y sus valores decadentes.
Dada esa situación, al hacer un balance de diez años de acción reformista y comparar los programas de estudio de diversas universidades del país, Taborda no encontraba “saldo que permita establecer una neta diferencia con el sistema anterior al año 18”. “Inútilmente… –cuestionaba puntualmente el programa de historia elaborado por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata- buscará ahí una concepción filosófica de la historia”.
“En toda la documentación de diez años de lucha –reflexionaba Taborda- campea, como lugar común, este pensamiento (mejorar la máquina de enseñanza). Y cada vez que se examinan los frutos de la campaña, se los aprecia y elogia comprobando que ‘hoy los profesores enseñan mejor, y se estudia más’”, sin mirar más que eso. Frente a ello, el insigne pedagogo termina concluyendo: “Tengo ante mí el plan elaborado por la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, busco la exposición de motivos de sus autores y solo encuentro la manifestación de que todos ellos entienden por reforma: “la mejor enseñanza”. ¡Admirable prudencia!”. Acto seguido, el pedagogo se pregunta sorprendido: “¿Hay por ahí quien quiera la peor enseñanza? ¿Y qué es lo mejor? ¿Qué lo peor? Hemos caído en la doctrina de los valores; pero no se nos dice cuál es el criterio valutativo que dirime el problema”.
Es la misma pregunta que nos hacemos cuando, por ejemplo, se habla de mejorar la calidad de la enseñanza bajo el paradigma de la “internacionalización de la educación superior”. ¿Cuál es el criterio valutativo para dirimir dicho problema?
Saúl Taborda nos responde desde el pasado, y su respuesta conserva validez y vigencia aún, como las propias banderas y valores de la Reforma: “Trátase del miraje –el miraje de una época entera, que ha ejercido y ejerce todavía influencia decisiva en todo- según el cual el valor de la enseñanza, la enseñanza por antonomasia, se mide por la capacidad técnica y productora de los profesionales que lanza a la vida”.
Así es. Aunque en teoría se pretende que nuestras universidades no sean meras expendedoras de títulos, no obstante –podemos replicar con Taborda, desde esa historia y desde esa mirada histórica subestimada, desconocida y despreciada-: “Estamos todavía en pleno auge de la pedagogía del hombre faber”, sin espíritu y sin conciencia de su condición en este lugar singular del mundo.
Por otra parte –nos aconseja el mismo Taborda-, “conviene desconfiar de los reformistas –que los hay en buen número- que afirman que el problema de la reforma solo está radicado en la enseñanza universitaria. Es gente que quiere enervar la eficacia del alto designio. O, por lo menos, es gente que no alcanza a plantear la cuestión en sus términos justos”. ¡Y en algunos casos se trata de expertos internacionales!
Desde que los ideólogos de la Reforma estaban convencidos de que todo el ordenamiento educativo debía “ser alcanzado por la acción de la Reforma”, entendían que “reducir esta acción a los institutos universitarios no solo es acusar ignorancia del proceso formativo sino que también, y sobre todo, es favorecer el viejo criterio que ha mutilado siempre dicho proceso en mil partes diversas, con propósitos y resultados contrarios a la enseñanza”. Incluso, se quejaba Taborda por el trato recibido, “les pareció catastrófico cuando se trató de construir desde los cimientos en nombre del principio de la unidad sistemática de la enseñanza”. Tanto se enojaron, que lo echaron del Colegio Nacional de La Plata donde había sido nombrado Rector.
En efecto, como advertía el cordobés en sus Investigaciones Pedagógicas respecto al movimiento de renovación iniciado en 1918, si éste no quería concretarse a ser “una vana intentona referida a los estudios universitarios”, no debía olvidar que “toda la enseñanza –jardines de infantes, escuelas primarias, colegios normales, liceos, colegios nacionales-”, debía conformar un sistema u orden educativo, coherente además con la cultura y la historia propia del país y el Continente, y que mientras esto no se concretara, “nada de bueno se puede hacer en orden a los llamados estudios superiores”.
“Breves años bastan y sobran –cavilaba el aguerrido pedagogo- para demostrarles que no pueden existir estudios universitarios, siquiera sea con miras a formar profesionales idóneos, mientras la enseñanza de las escuelas primarias y secundarias permanezca en el estado de descuido en que ahora se encuentra”. Salvando las distancias entre una época y otra, ¿no sucede acaso algo parecido en el sistema educativo actual, como podemos asegurar los que hemos sido docentes universitarios por muchos años?
Pues bien, concluyamos esta reflexión extendiendo y profundizando el desafío hacia la continuidad y finalización de una reforma pendiente e inconclusa, como a la transformación de los demás aspectos que hacen a una reforma educativa nacional, que no se circunscribe, como nos enseña Taborda en su obra pedagógica, a la educación superior ni formal, sino que se emparienta necesaria y naturalmente con la cultura y con la propia historia.
Para empezar, como afirma el pedagogo, “la reforma educacional, con todo y haber mostrado preferencia por la parte mecánica de la enseñanza, se vincula a una posición filosófica”, que sin duda –siguiendo las propias banderas de la Reforma- tiene que ver con el contenido profundamente nacional y latinoamericano de la enseñanza en todos sus niveles. En puridad de verdad, como diría el educador en sus Investigaciones Pedagógicas, “lo que nuestra situación exige es, más que una reforma, la instauración decisiva de un orden educativo”, que no puede ser sino nacional y latinoamericano.
“¿Puede un egresado universitario –se pregunta Taborda al terminar sus primeras reflexiones pedagógicas- convertirse de la noche a la mañana en un espíritu tocado de luz de amor y de ciencia y en apóstol ferviente del ‘problema más grande y difícil que puede ser propuesto al hombre’ (el problema de la educación), según la frase de Kant?”.
Aprovechemos la respuesta del eximio pedagogo para tratar de entender lo que nos pasa: “Una sola cosa sabemos y es que todas las incertidumbres y las inquietudes en que se debate nuestra época (sin solución de continuidad mientras sigue siendo una historia inconclusa en un mundo injusto) derivan de la evidente transitoriedad que le comunica el desorden en que se encuentra la inteligencia de los pueblos occidentales”.
Si la Universidad no puede ser una institución integrada a un sistema nacional de educación y cultura, y solo acentúa “el carácter de oficina receptora de exámenes que ya poseen nuestros institutos”, en ese caso ¿para qué valdrían los logros instrumentales de la Reforma, como “asistencia libre”, “cátedras libres”, “cátedras por concurso”, “calidad” abstracta del conocimiento, etc., sino para conservar y/o perpetuar el estado de subyugación e indefinición de nuestro espíritu nacional y de nuestra desunida y dominada Patria Grande?
“Mientras la universidad –valga la advertencia- no consiga organizarse, o reorganizarse como contenido de cultura en conexión con un orden o un sistema de ideas de los que confieren estilo a una época (al que apuntó la generación de 1918), un electoralismo mero y simple solo podrá proponerse como objetivo un mejoramiento relativo y momentáneo del profesorado”, “cuyo objetivo consiste en suplantar hombres (autoridades o profesores) y no sistemas y orientaciones en las casas de estudios”-, lo que no hace otra cosa que reabrir “empero, todo el problema de la enseñanza”.
En verdad, no se puede aspirar a una enseñanza superior con solo cambiar hombres y no sistemas, o solo mejorar técnicas o tecnologías de enseñanza-aprendizaje (“calculada para mecanizar el espíritu”), sin conservar la autonomía institucional frente a la globalización, y sin lograr la verdadera y definitiva autonomía y soberanía espiritual de los educandos.