Del Congreso de Panamá a la reconstrucción de la Patria Grande: ¡Una hora latinoamericana!
Por Elio Noé Salcedo
Sin duda, el Congreso de Panamá de 1826 (primer intento de federación latinoamericana) convocado por el general Simón Bolívar después de derrotar definitivamente a los españoles en Ayacucho (9 de diciembre de 1824), concitó la esperanza de poner un broche de oro a la guerra de la Independencia de España complementada con la Unidad de América. Sin embargo, a partir del desgraciado fracaso de ese Congreso (por intereses foráneos asociados a las oligarquías portuarias), el territorio de la patria latinoamericana en lugar de unificarse se dividiría y a la vez se reduciría trágicamente de Norte a Sur de nuestro Continente-Nación por los zarpazos del imperialismo europeo y norteamericano.
Los territorios de los cuatro viejos virreinatos (Nueva España, Nueva Granada, del Perú y del Río de la Plata), en lugar de conservar su unidad y su territorio intacto como pretendían Simón Bolívar y el general San Martín, que había cruzado la imponente Cordillera de los Andes para liberar Chile primero y luego el Perú, alejando definitivamente el peligro español del Alto Perú, Paraguay y el Río de la Plata, a partir de aquel fracaso y retroceso, no solo perderían espacios frente a las nuevas potencias colonialistas sino que además se dividirían en más de treinta naciones, si incluimos todo el territorio desde México al sur del continente: Centroamérica, Suramérica y las Islas del Caribe: Cuba, Haití, República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica, Antigua y Barbuda, Barbados, Dominica, Granada, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Trinidad y Tobago y Bahamas, que en su conjunto hoy conforman la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) y proyectan una nueva esperanza para nuestra Patria Grande.
Ya lo había advertido Simón Bolívar en 1925 en carta al Gral. Sucre en defensa de nuestra primera y grande Patria: “Ni Ud. ni yo, ni el Congreso mismo del Perú, ni de Colombia, podemos romper y violar la base del derecho público que tenemos reconocido en América. Esta base es que los gobiernos republicanos se fundan entre los límites de los antiguos virreinatos…”. Pero en lugar de surgir, como mucho, cuatro “naciones” federadas, surgieron más de treinta, independientes unas de otras, aisladas y separadas en sus objetivos e intereses comunes.
Después de la partida a su definitivo exilio del general San Martín en 1824 y de la muerte del general Bolívar en 1830, comenzaría el despojo y subordinación de los Estados hispanoamericanos a los imperios coloniales de ese momento: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Según la historia oficial, esos tres países habían inspirado nuestra independencia, aunque no nuestra unidad. Curiosa sino falsa inspiración, pues sin la unidad nacional ellos nunca hubieran llegado a convertirse en verdaderas y poderosas naciones. Por el contrario, serían los inspiradores de nuestra desunión y atraso nacional.
¿“Naciones” o Estados impotentes?
El Prof. Enrique Lacolla, académico, pensador, escritor y periodista cordobés (fallecido hace muy poco), hacía una interesante síntesis de ese proceso balcanizador.
“Surgieron -sostiene Lacolla- seudo-naciones configuradas por la historia colonial, “naciones” creadas artificial y paralelamente en un largo proceso de disolución nacional a nivel continental”: Guatemala y los demás países centroamericanos “fueron fabricados por el imperialismo después del naufragio de la República Federal de Centroamérica” (1823 – 1838). Por su parte, Panamá “fue desgajado de Colombia para hacer lugar a la aspiración estadounidense al canal bioceánico”. Recordemos que Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá (que fue una provincia colombiana hasta 1902), “eran Estados constitutivos de la Gran Colombia”, y antes lo habían sido del Virreinato de Nueva Granada. En lo que atañe a Paraguay, Bolivia y Uruguay “fueron sustraídos a la jurisdicción de las Provincias Unidas del Rio de la Plata (antes Virreinato del Río de la Plata) por culpa y cargo de la oligarquía porteña, aliada al imperio británico”. La propia Argentina fue el resultado de ese desgajamiento.
En lo que atañe al Virreinato del Río de la Plata, su proceso de disgregación se conformó en el decir gráfico de Roberto Ferrero, “como se pela una cebolla: la primera capa se peló en 1811 con la separación de Paraguay; la segunda en 1825, cuando se separó del Alto Perú (hoy Bolivia); y la tercera en 1830, con la ‘independencia’ del Uruguay. Lo que quedó de la cebolla, fue la Argentina. Y si se extreman los requisitos para ser la Argentina que conocemos hoy, habría incluso que considerar que recién se constituyó en 1880, cuando el general Roca incorporó la inmensidad al sur del Río Quinto a la geografía del actual territorio”, lo que, de no ser así, hubiera constituido una nueva segregación de territorio -una nueva “Nación”- favorable a los intereses de quienes nos quieren divididos y desunidos para dominarnos.
“Latinoamérica -concluye Ferrero- no abarca a ‘muchas naciones muy diferentes’, sino a muchos Estados muy diferentes, que es algo muy distinto. Decenas de Estados, pero una sola Nación Latinoamericana, unida no solo por su ‘proximidad geográfica’, sino por su economía en desarrollo, su cultura mestiza, su lengua española mayoritaria, su hibridación racial y su religiosidad popular”, caracteres todos que la definen como una misma Nación.
La historia de México y Paraguay da testimonio de lo que el imperialismo europeo y estadounidense hicieron en nuestro territorio.
El despojo de México y la “doctrina Monroe”
La mutilación de México a manos de Estados Unidos, sostiene Ferrero, “tuvo su comienzo en el despojo de Texas, acción gemela a la de Malvinas en el otro extremo”. Aunque Estados Unidos, ya había iniciado (muchos años antes de parir la Doctrina Monroe en 1823 de “América para los americanos” del Norte) su derrotero imperialista con la compra a España de Luisiana en 1803 y de La Florida en 1819.
Con el despojo de Texas a México, comenzaría la ejecución de su plan de dominio imperial expansionista y la aplicación de la doctrina Monroe. La misma doctrina imperialista aplicaría en 1982, al contradecir el presunto espíritu antieuropeo de aquella doctrina -e incluso incumplir y traicionar el Tratado de Asistencia Recíproca (TIAR) con los países latinoamericanos- al apoyar a Gran Bretaña en la recuperación inglesa del territorio usurpado en 1833, después de haber engañado a Galtieri, prometiéndole apoyo al dictador argentino frente a las apetencias inglesas.
“¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!” diría años después el presidente mexicano Porfirio Díaz (1876 – 1911).
Después de un proceso que duraría diez años (1835 a 1845), en la que Texas se “independiza” a instancias de Estados Unidos, finalmente comenzaría a formar parte de los estados norteamericanos a partir del 29 de diciembre de 1845.
Después de la incorporación de hecho de Texas como parte de su territorio, estando en tratativas y/o presiones con un México políticamente cada vez más débil, con el propósito de comprarle “por monedas” California y Nuevo Méjico (que luego serían los Estados de Nevada, Utah, Nuevo México, Arizona y Colorado), el Congreso estadounidense declaró la guerra a México el 13 de mayo de 1846.
El 13 de septiembre de 1847, el gobierno local se instaló en Querétaro, desde donde inició las tratativas de paz que culminaron con el Tratado Guadalupe Hidalgo. “Por este funesto acuerdo de febrero de 1848 -refiere el historiador Ferrero-, Méjico se vio obligado a reconocer como frontera entre ambos países el río Bravo (también llamado Grande) y ceder formalmente todos los territorios situados al norte de este curso de agua: un total de 2.206.000 kilómetros cuadrados, tanto como la superficie de nuestro país”.
“El expansionismo norteamericano -apunta Ferrero en “De Alaska al Plata”- había sido ya perspicazmente advertido por el embajador argentino en Washington, el general Carlos María de Alvear que, ya de vuelta de sus extravíos cipayos de juventud, había mirado con preocupación -y comunicado a nuestro gobierno- los planes yanquis de anexar una parte de Panamá para asegurarse el control del futuro Canal, de adquirir puertos de Chile, Perú y Ecuador sobre el Pacífico, y de acentuar su presencia en la isla de Cuba (y Puerto Rico), aún en posesión de España”.
Desde el siglo XX, “el papel de villano principal fue un rol que pasó a desempeñar Estados Unidos, que hasta entonces había sido un enemigo secundario para Sudamérica, aunque ya temible para México y Centroamérica”. Es más, “el crecimiento de la influencia yanqui en el hemisferio -señala Ferrero en “De Murillo al rapto de Panamá. Las luchas por la unidad y la independencia de Latinoamérica: 1809 – 1903” (2015), parecía ser indetenible ahora, siete años después de su fracaso en imponerla en el congreso panamericano de 1889, y se afirmaría definitivamente como hegemonía en el Caribe con el triunfo estadounidense en la guerra de 1898 contra España”, de la que derivaría la invasión y dominación económica de Cuba, la ocupación y anexión de Puerto Rico y la separación panameña de Colombia al comenzar el siglo XX, apropiándose de su vía bioceánica.
La destrucción del Paraguay
La Guerra fratricida de la Triple Alianza, respondiendo a teorías e intereses extra nacionales, fue una guerra brutal y realmente genocida: tres Estados latinoamericanos se aliaron para atacar y destruir al Paraguay.
De tal manera se interrelacionaban la geopolítica y la política nacional, los intereses extranjeros y el interés de sus socios locales que, como señala Luis Alberto Murray en “Pro y contra de Alberdi” (Editorial Coyoacán, 1960) citando palabras de Juan Bautista Alberdi en “El crimen de la guerra”: “La guerra del Paraguay exponía a una luz quirúrgica por lo cruda, la crisis argentina”.
Lógicamente, la guerra contra el Paraguay estaba directamente relacionada con los intereses del Imperio Británico en el Plata en su propósito e interés de dividirnos y nos dejarnos ser una Nación industrial y soberana, propósitos e intereses (con plena vigencia actual) con los cuales actuaban al unísono las tres repúblicas americanas en aquel momento -la Argentina, Brasil y Uruguay, cuyos gobernantes profesaban el credo librecambista pro inglés, anti nacional y anti latinoamericano.
Aquella, más que una “guerra de liberación” de los paraguayos, como se pretendía hacer creer, era lisa y llanamente una “invasión” (convertida en arrasamiento) de tres Estados a otro de la misma Nación inconclusa. El general Mitre, presidente argentino, sabía de eso, porque lo había practicado ya con las provincias argentinas.
La propaganda bélica decía que el Paraguay era una región atrasada y bárbara, “con un gobierno que hacía gemir (o no dejaba ni gemir) a los ciudadanos”. En realidad, se trataba de otra cosa: Paraguay resultaba un mal ejemplo para los demás países del continente, y los ingleses no estaban dispuestos a soportar su competencia, ni los aliados la introducción de semejante virus hacia adentro de sus fronteras. ¿Cuál era aquel tremendo mal?
Bajo los gobiernos “bárbaros” de Carlos Antonio y Francisco Solano López, el Paraguay erigió en 1859 el primer ferrocarril de Sudamérica entre Asunción y Villa Rica. Otro signo de “atraso” había sido la instalación de 300 kilómetros de telégrafo entre Asunción y Paso de la Patria, también inicial en esta parte del continente. Otros signos del “salvajismo” paraguayo eran los astilleros, la marina mercante propia (once vapores), las fábricas de papel, las de jabón, y sobre todo, los semi altos hornos procedentes de Prusia.
A diferencia de la mayoría de las repúblicas sudamericanas, y sobre todo de sus vecinas, señala Murray, “el Paraguay -¡imperdonable primitivismo!- no tenía deuda externa”. En Paraguay, “la tierra era en su mayor parte propiedad fiscal (el Estado poseía grandes estancias “modelos” para su época) y el país no había necesitado enajenar o hipotecar su suelo, como lo hizo Rivadavia con la entera provincia de Buenos Aires para tranquilizar a los filantrópicos hermanos Baring”· Tampoco importaba artículos alimenticios, mientras Buenos Aires, por aquellos años recibía la harina de trigo de los Estados Unidos. Por su parte, el algodón, la exportación de yerba (exclusividad paraguaya por entonces) y el tabaco le brindaban al Paraguay una importante renta nacional.
Desde Carlos López –“extraordinario estadista”- se había fomentado grandemente la ganadería, “otra picardía de tiranos, que luego de la guerra desapareció casi por completo”. En su tiempo, don Carlos Antonio López “solía efectuar repartos muy considerables de tierras y útiles de labranza, además de sembrar escuelas al voleo”. Así también, el índice de alfabetización “era muy aceptable y desde luego superior a Brasil, reducido a una “civilización” costera y al remedo ridículo del ya más que decadente Portugal”.
Los civilizados “libertadores” -con la anuencia y complicidad del imperialismo anglosajón- solo le dejaron a Paraguay mate, mandioca y naranja, aparte de una fabulosa deuda de guerra, y una población totalmente diezmada: de 1.337.439 habitantes en 1857, después de la guerra quedaron 140.000 varones entre ancianos y niños de corta edad y 180.000 mujeres, o sea una cuarta parte de su población anterior.
De eso se trató siempre: aparte de la voraz apetencia imperialista, del impedimento a la realización nacional de esa totalidad llamada Patria Grande, que hoy resulta una apremiante necesidad en un mundo que rompe la hegemonía de Occidente, se asocia por regiones y funda una nueva sociedad mundial multipolar. De lo contrario, vendrá la disolución y destrucción de cada una de sus partes (incluida la Argentina), si no se encara un verdadero esfuerzo común para el desarrollo y la realización del conjunto, como lo hicieron las grandes naciones después de lograr su unidad nacional.