De Salamanca a la Reforma de 1918. Por Elio Noé Salcedo
.
Historia de la Universidad Latinoamericana
“La Universidad latinoamericana -nos decía ese gran pensador nacional de Nuestra América que fue Alberto Methol Ferré- tiene tan larga historia entre nosotros como la propia América Latina”. En efecto, en ese mar de contradicciones, intereses dispares y grandes potencialidades que deparaban los territorios recién descubiertos por los españoles, se constituyeron en Nuestra América las primeras universidades.
Si a la fecha del descubrimiento de América por parte de los europeos, España tenía en su territorio “el mayor número de universidades de Europa”, como nos confirma el mismo Methol Ferré, tan solo cuarenta y seis años después, España fundaba las primeras universidades en América: más de treinta en todo el período colonial.
Dato curioso, ni el imperio portugués ni el británico ni el francés ni el de los Países Bajos -¡tan civilizados ellos!- fundaron universidades en alguno de sus dominios coloniales. La “leyenda negra” contaría otra historia.
“Se buscará en vano, en el resto del mundo colonial sometido al pillaje británico, holandés o belga –dice Jorge Abelardo Ramos-, una obra semejante a la establecida por España en América”, más allá de las barbaridades cometidas extra muros por los conquistadores. “A diferencia de las otras potencias colonizadoras –completa Ramos- España había desdoblado su sociedad (y eso explica también la fundación de universidades): una de sus partes se asentó en América, dibujando así el rasgo positivo de la europeización”.
Uno de esos rasgos positivos fue la universalización de la lengua española, que alcanzó una dimensión mayoritaria en América. La otra fue, en definitiva, su obligada inserción en la realidad americana a medida que fundaba ciudades a largo y ancho de América, produciendo la unificación territorial y jurídica, por un lado, y generando la gran fusión cultural y racial que nos dio origen como nuevo pueblo.
A comienzos del siglo XVI se fundaron en América siete universidades en total: la de Santo Domingo (1538), Lima (1551) y México (1551), entre las más importantes; en el siglo XVII –quince en total-, la de Córdoba, en el Río de la Plata (1613), Nuestra Señora del Rosario de Santiago, Chile (1619), la Javeriana de Santa Fe de Bogotá (1621), San Francisco Javier o Charcas (Chuquisaca) (1621) y San Carlos de Guatemala (1626), entre otras; en el siglo XVIII –en total nueve-, la de San Jerónimo de La Habana (1721), Caracas (1721), San Felipe, de Santiago de Chile (1738) y Asunción, Paraguay (1779), las más conocidas; mientras que al siglo XIX pertenecen las universidades de Mérida, Venezuela (1806) y León de Nicaragua (1812).
Aunque se lo intente sacar de nuestra historia y de nuestra memoria histórica y convertir nuestro pasado en un tabú, con lo que se impugna o se censura cualquier discusión al respecto y se nos impide conocer el origen de nuestra existencia e identidad como Nación y como pueblo, animémonos a atravesar ese océano de distancia y desembarquemos en nuestra propia historia todavía desconocida y negada incomprensiblemente -porque, querámoslo o no, esa historia es irremediablemente la nuestra-, en busca de las raíces y orígenes de la Universidad Latinoamericana.
La Universidad que viajó a América
Refiere el colombiano Germán Arciniegas en “El estudiante de la mesa redonda”, que Cristóbal Colón hubo de ir a Salamanca “a exponer sus razones en el gran foco de la cultura española de todos los tiempos”, tal la consideración y respeto que aquella Universidad imponía a religiosos y legos, a aristócratas y plebeyos, a propios y extraños. Salamanca era uno de los dos grandes modelos españoles de Universidad –el otro fue el de Alcalá de Henares- que impulsó la creación de las universidades en el Nuevo Mundo, y que los españoles intentarían, lógicamente, diseñar a su imagen y semejanza, arrogándose el mandato divino.
Paradójicamente, quien llegaba a Salamanca “con una completa erudición geográfica” y de mareante (conocedor de mares y defensor de la redondez científica de la tierra), quedaría “hecho polvo bajo los golpes que le propinan los unos con las Escrituras y texto de los padres de la Iglesia, los otros con silogismo”. ¿Había dejado Salamanca de creer en la ciencia? ¿Había creído Salamanca alguna vez en la ciencia? Al parecer –según lo entendería Germán Arciniegas-, “la fama que parece desprenderse de sus claustros, no viene de ellos, adoctrinados por pusilánimes y frailes envidiosos”. Por el contrario, “esa fama se afirma en las minorías rebeldes, perseguidas, en juventudes que han vencido la hostilidad académica y pasado por sobre las pasiones del ambiente”. ¿Se comprobaba fehacientemente el aserto: “quod natura non dat, Salamanca non proestat”?
Lo cierto es que “el hombre que llegó henchido de fe, seguro en su saber, a buscar refugio entre la gente de ciencia contra los príncipes obtusos” que se oponían a su aventura, debió alejarse “dejado de las últimas esperanzas”.
Para fortuna de los mareantes, el foco del saber en aquel preciso, crítico y determinante instante de la historia –signo además del cambio de época-, había pasado al finalizar el siglo XV de Salamanca a Sevilla. La escuela de mareantes se había convertido en Universidad: una universidad “formada por los dueños de navíos, maestres, contramaestres, guardianes, marineros y grumetes”.
Sevilla tenía así, lo que, según el colombiano Arciniegas, le corresponde a una verdadera Universidad: “ansiedad o curiosidad de los descubrimientos, valor de comprenderlos, disciplina, encaminada a ensanchar los panoramas del hombre”, hecho que, aunque ya forma parte del pasado remoto, debería alegrar a los que abominan de la Edad Media y sus más negativas consecuencias.
De Sevilla a Salamanca se había abierto un abismo como el que actualmente existe entre la Universidad que América Latina necesita para descubrirse a sí misma y la Universidad de las palabras y los silogismos internacionales e internacionalistas, demasiado atenta a los paradigmas “globales” que la mantienen ignorante de sí misma y, por lo mismo, desunida y dominada, con algunas innovaciones modernizantes y progresistas que no hacen a lo sustantivo.
En aquella Universidad de mareantes –como que era esa Universidad plebeya- “se juntaban perdonavidas, truhanes, tipos azarosos y muchachos decididos. Las lecciones no eran sino horas de impaciencia frente a las naves. Todos los días regresaban de América gentes mordidas por el hambre o las bubas, mozos comidos por piojos y niguas, que habían errado meses y años alimentándose de raíces y platicado con los indios, aprendiendo dialectos e idolatrías”.
Se decían cosas terribles del mundo descubierto. Pero en esa Universidad, en la que sería Maestro Américo Vespucio y que aquellos navegantes trasladarían en barco al mundo descubierto por los europeos, podríamos decir, parafraseando a Arciniegas, “nacía América por segunda vez”.
Después, los codiciosos comerciantes, los heréticos frailes, los aristócratas españoles y las oligarquías criollas -blancas o mestizas-, transformarían a América en más de veinte deshilachadas naciones, y a la Universidad -hija de Salamanca o de Alcalá de Henares y no también de Sevilla-, en el témpano de ignorancia, europeísmo y elitismo intelectual que se propuso descongelar la Reforma Universitaria de 1918, guiada por el pensamiento innovador, democrático y latinoamericanista de Deodoro Roca y Saúl Taborda.
Universidades públicas y privadas en Nuestra América
De acuerdo a Carlos Tünnermann, autor de una importante “Historia de la Universidad en América Latina. De la época colonial a la Reforma de Córdoba”, las universidades americanas fueron inspiradas por las dos universidades españolas que hemos mencionado como sus modelos y “se reprodujeron con muy pocas modificaciones, dando lugar a dos tipos distintos de esquemas universitarios que prefiguraron, en cierto modo, la actual división de la educación universitaria latinoamericana en universidades “estatales” y “privadas” (fundamentalmente católicas)”.
En las universidades inspiradas en la de Alcalá de Henares o que seguían su modelo, la preocupación central “fue la teología”, y su organización respondía “más bien a la de un convento-universidad, siendo el prior del convento a la vez rector del colegio y de la universidad”, lo que le daba a la institución “una mayor independencia del poder civil”. Curiosa paradoja: si por un lado la Universidad de Alcalá de Henares defendía su “autonomía”, prevalecía en ella una mentalidad mucho menos liberal -“la mentalidad de las cruzadas”-, que la que predominaba en Salamanca, evidenciando que la autonomía universitaria no es un valor absoluto que define por sí misma un perfil ideológico determinado.
El modelo de “cruzadas” –el de Santo Domingo, Córdoba y Bogotá, señala Tünnerman- fue el preferido por dominicos, jesuitas y agustinos para sus fundaciones universitarias; en cambio, el arquetipo salamantino fue el escogido para las universidades “reales”, “imperiales” o “públicas”, como las de Lima y México, y podríamos agregar también, la de Charcas o Chuquisaca, aunque también conducidas por religiosos, depositarios por entonces de la cultura universal.
En las universidades inspiradas en Salamanca –más liberales-, sin dejar de lado el perfil de las universidades de la época, “el claustro pleno de profesores era la máxima autoridad académica, al cual incumbía la dirección superior de la enseñanza y la potestad para reformar los estatutos…”. El Rector –supervisado por un maestrescuela, también llamado canciller o cancelario, generalmente reservado a una autoridad eclesiástica- “estaba asesorado por dos Consejos: el claustro de consiliarios, con funciones electorales y de orientación, y el de diputados, encargados de administrar la hacienda de la institución”.
Lo que le daba, tal vez, el carácter de mayor liberalidad, según el caso, era que “todo el edificio de la transmisión del conocimiento descansaba sobre la cátedra, cuya importancia era tal que con frecuencia se confundía con la misma Facultad”, en tanto “en ciertos momentos toda una rama del saber dependió de una sola cátedra”.
Y aunque parezca un mecanismo de selección moderno, y no antiguo y tradicional, menos aún medieval, dichas cátedras se proveían por concurso de oposición y los estudiantes tenían mucho que ver en la elección (de acuerdo a la tradición boloñesa): “Las oposiciones para proveer las cátedras –consigna Tünnermann- constituían un acontecimiento en la vida universitaria. Los estudiantes participaban activamente en los concursos formando bandos en pro y en contra de los candidatos”. Justamente, por tratarse de “un asunto capaz de producir enconadas controversias, los estatutos reglamentaban con prolijidad todo lo referente a estos concursos, a fin de precaver fraudes y sobornos, lo que no siempre lograron”.
Cabe preguntarse si no conviene exhumar esos reglamentos y estatutos para evitar en la actualidad cualquier clase de acomodo, reinaugurar con mayor ímpetu las cátedras paralelas (que ya existían entonces) con el fin de compensar alguna forma de “pensamiento único” o “vertical” e incluir el voto externo del pueblo tanto en la selección de candidatos a integrar una cátedra como a la elección de autoridades, entre otras innovaciones, actualizaciones o reformas.
No es posible que nuestros más grandes intelectuales y pensadores latinoamericanos –en el caso argentino: Manuel Ugarte, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Jorge Abelardo Ramos, Jorge Eneas Spilimbergo y el mismo Juan Perón-, lo hayan sido por fuera de la Universitas, a pesar de haber tenido todos ellos los méritos intelectuales para ser titulares de una cátedra en cualquiera de las más Altas Casas de Estudios de la Argentina o América Latina.
En eso también las universidades de nuestro continente han seguido los pasos equívocos de Salamanca, que dejó pasar a Cervantes, Lope y Calderón; que sometió al tribunal de la Inquisición a Fray Luis de León (“el primer teólogo de su tiempo, y lo mejor en él no era el teólogo sino el artista”), porque “se le juzgó demasiado inquieto”; y que expulsó a Miguel de Unamuno y le robó su cátedra”.
La Universidad debería volver a ser, como la imaginaba Arciniegas –y como la concebían los protagonistas principales del “grito de Córdoba”-, “el alma de esos estudiantes que al atardecer se confunden con la multitud que da vueltas, discurre y dice disparates en la Plaza Mayor, y en el diálogo de dos miradas que se cruzan aprenden más las niñas y los mozos que en las lecciones de latín”, sea éste el lenguaje de los dogmatismos en danza o el enunciado de los paradigmas globales que nos quieren imponer, y no la expresión genuina de nuestro propio pueblo y de nuestra idiosincrasia e identidad continental.
De Salamanca a Nuestra América
Tal vez sea necesario repasar la historia y la vida de Salamanca –donde se graduó el Dr. Manuel Belgrano-, para descubrir en algo tan “universal” como ella, y de sus herederas en América, el secreto o la clave de su universalidad, que, en nuestro caso, definitivamente se identifica más con el pensamiento revolucionario de la Independencia y la esperanza de lograrla sin desunir ni separar sus partes, que con el actual paradigma de la globalización.
Es interesante la idea de Germán Arciniegas en cuanto a que los estudiantes, licenciados, frailes y físicos: “toda una avanzada desprendida de las Universidades” que viajó a América en las naves bajo el comando de los capitalistas, “buscaba en el mundo por explorar, horizontes más vastos que los de Salamanca”. En definitiva, los capitalistas europeos “carecían del impulso desinteresado de los exploradores curiosos”, y “no procedían sino en función de extorsionadores…”.
Había sin duda dos Españas. Es importante discernir, porque la historia presente es una continuación de la pasada –y eso implica no negarla ni desconocerla-, porque “la historia de toda la conquista acentúa más y más esta diferencia de criterios entre los exploradores… y el capitalista”: “son dos impulsos distintos que se extienden hasta las últimas derivaciones de la grande aventura”. No por casualidad, Saúl Taborda hablaba de “dos morales”.
Seguramente, “el pensamiento único de enriquecer a un capitán, no hubiera sostenido los ejércitos en la marcha de los Andes, ni levantado el ánimo a través de los pantanos, de donde surgían, como en los círculos de la comedia infernal, insectos, reptiles, hambre, fiebre y locura. Una ilusión más que un negocio llevaba de la mano a las tropas y mantenía la disciplina después de las victorias”, como hoy nos guía la ilusión de la reunión de la Patria Grande y la creación de la Universidad Latinoamericana.
Hay una verdad que nos revela el secreto de la “universalidad” salamanquina y de cualquier otra “universalidad”: “En Salamanca las opiniones estaban divididas”, lo que ya resulta una ventaja respecto a cualquier universidad donde reine el “pensamiento único” (de derecha o de izquierda) o la indiferencia y la abulia intelectual.
En efecto, uno de los bandos de opinantes estaba en franca minoría (lo que tampoco era en principio una desventaja) frente al bando de autoridades, docentes y “estudiantes cautelosos y acomodados, que miden y calculan sus pasos para acercarse a los príncipes”, elementos perniciosos con los que también se “nutre” y se intoxica a la vez la democracia formal en las universidades y en cualquier otro ámbito. Es así -advierte Arciniegas- “cómo el mundo de los letrados ofrece larga cola de aduladores y mendigos, serviles y logreros” que, no sería de extrañar, siguen haciendo cola en los pasillos de nuestras universidades. Esa resultó una de las razones por la que esa “minoría de los inconformes, vio entonces una liberación en la aventura de América”, a la vez que descubría las dos caras opuestas de una misma moneda.
Si para muchos aquel “descubrimiento” solucionaba los problemas de España y de Europa, para los “inquietos”, en minoría, “las Indias eran lo incierto”, como puede resultar para pocos el descubrimiento presente de nuestra propia América. Del mismo modo, para los “inalterables” y “despreocupados”, “la fortuna y provecho estaba en España” o Europa, y América era solo una mercancía o una aventura de paso. Al parecer, para algunos, la fortuna y el provecho vuelven a estar en el extranjero, en el contexto de un orden mundial disparatado e injusto.
Advirtamos, no obstante, que ese orden moral y humanamente corrompido está en crisis y en declive, por lo que tomar nuevamente las naves para retroceder y volver a ese lejano “punto de partida”no los llevará a descubrir nada novedoso, original y con futuro, ni los ayudará en definitiva a realizarse individualmente en un mundo totalmente ajeno al nuestro, pues nadie puede realizarse cabalmente en un país que no es el suyo, ni el país podrá realizarse en su conjunto si no pueden realizarse en él sus propios habitantes.
Las limitaciones de Salamanca, que dan crédito al conocido refrán, volverían a repetirse en la “Universidad Napoleónica” que sucedió a las universidades hispánicas, sin aparecer todavía la verdadera Universidad Latinoamericana.
El surgimiento de la Universidad Americana
En su “Historia de la Universidad en América Latina”, Carlos Tünnermann reclama tener presente la política universitaria de las principales órdenes religiosas “para explicar la temprana proliferación de colegios y universidades” en América.
En ese sentido, Tünnermann incorpora un elemento más a la comprensión del fenómeno que analizamos y que podemos considerar un factor importante que favoreció la creación de las universidades americanas. Por caso, ese elemento o factor sumaba un nuevo peso al equilibrio de las relaciones de fuerzas existentes en Hispanoamérica.
“Para los dominicos –fundadores de la primera universidad en nuestro continente, apenas cuarenta años después de iniciada la conquista-, los Nuevos Reinos ofrecían la extraordinaria oportunidad de crear una orden temporal dentro del Imperio”. Desde la célebre prédica de Antonio de Montesinos en Santo Domingo en 1511, pasando por todos los esfuerzos de Bartolomé de Las Casas –refiere Tünnermann-, “la Orden no ocultó su oposición al sistema colonial y a la clase dominante, cuyos excesos denunció”. Es más, “los esfuerzos de los dominicos se encaminaron a crear “universidades misioneras”, contrapuestas a las “universidades reales” y destinadas a formar, dentro de la más rigurosa escolástica, los “cuadros” para la labor misionera, fundamentalmente eclesiásticos”.
A su vez, los jesuitas -Compañía de Jesús- fundaron sus colegios y universidades “como parte de una estrategia mundial de “conquista espiritual”, dando lugar al surgimiento de la “universidad-reducción” o “universidad-convento”, a la que nos hemos referido antes.
De hecho, la situación descripta dio pie al nacimiento de las dos clases de universidades de las que hemos hablado, con intereses contradictorios y no tan fáciles de entender, según el momento histórico que se trate, pues el hecho de que la Orden que dependía directamente del Papa hubiese fundado en Santo Domingo en 1538 la primera universidad americana sobre la base de una Bula del papa Paulo III, “puso de manifiesto –insiste Hans-Albert Steger, citado por Tûnnermann- la pretensión de establecer un orden temporal dentro del Imperio español, y significó al mismo tiempo, un rechazo de la tradición de las escuelas reales fundadas por Alfonso El Sabio, tradición seguida por la Universidad de Salamanca”. No obstante, ese rechazo era una flagrante contradicción y paradoja, en la medida que Alfonso X El Sabio le había legado a Salamanca lo mejor de ella.
Pero más allá de las intenciones de unos y otros, la realidad se impondría por sus propios fueros. Tampoco se cumplirían las buenas intenciones en la fundación de las universidades de Lima y México, más del tipo de universidad real que eclesial, aun cuando los documentos de su fundación sostuvieran que, “para servir a Dios nuestro Señor y bien público de Nuestros Reynos, conviene que nuestros vasallos, súbditos y naturales tengan en ellos universidades y Estatutos generales donde sean instruidos y graduados en todas las ciencias y facultades”.
Incluso, la ley XLVI ordenaba establecer cátedras de lenguas indígenas en las universidades de México y Lima y en las ciudades que tengan audiencias reales. En cambio, los hijos de españoles nacidos en América que aspiraban a las más altas posiciones de la jerarquía colonial –según refiere Steger, citado por Tünnermann- “debían estudiar en las universidades de la península, aunque existieran universidades en sus ciudades de origen”.
Cabe mencionar que, de los “naturales” americanos, solo accedieron a la “Universidad Colonial” los hijos de los criollos acomodados y la aristocracia indígena o sus descendientes. Ambos casos –Moreno, Castelli, Monteagudo, Tupac Amaru II, etc.- generarían buenos motivos a los españoles para arrepentirse de semejante decisión.
En definitiva, dada la lucha de clases al interior de América, “los esfuerzos misioneros por alcanzar la utopía de una comunidad para todos fracasaron ante los imperativos de la estructura económica impuesta por la explotación colonial que exigía la división en castas de los grupos sociales y fijaba la hidalguía de los españoles como status privativo de los pobladores y sus descendientes criollos”, asegura Gonzalo Aguirre Beltrán.
Esto sucedió con “la universidad colonial –coincide Tünnermann-, cuya labor efectiva no se compaginó con muchos de los propósitos enunciados en los textos legales”. Como dice el autor de “Historia de la Nación Latinoamericana”, llegó a ser famoso el aforismo “las órdenes del Rey se acatan y no se cumplen”, y entonces “la utopía de la Corona se vio desvirtuada por los hechos” ante la acción de los particulares que contradecían las propias Leyes de Indias.
“La filosofía, al servicio de la vida”
“El ciclo de la Universidad colonial -dice Arciniegas- queda cerrado a fines del siglo XVIII yla “Universidad Americana” surge antes de que en las colonias se proclame la Independencia política”.
Para Arciniegas, si el pensamiento que conducía a la “Universidad Colonial” podía sintetizarse en “la vida, al servicio de la filosofía”, el pensamiento que inspiró a muchos patriotas que pasaron por la Universidad Americana fue “la filosofía, al servicio de la vida”. En ese sentido -reafirma el escritor colombiano-, “el nacimiento de la “Universidad americana” tuvo una consecuencia feliz: puso a las juventudes en contacto con el pueblo”.
Podemos dar crédito a esa teoría si reparamos en que la Universidad de Chuquisaca o Charcas (fundada en 1624) y “la más importante del Continente por los revolucionarios que forjó”, educó, entre otros, al Dr. Mariano Moreno –secretario de la Junta Revolucionaria de Buenos Aires de 1810-; al Dr. Juan José Castelli “el Orador de Mayo”; al Dr. Bernardo de Monteagudo –funcionario de la revolución en el Río de la Plata, Chile, Perú y Quito con San Martín y Bolívar, y autor de un proyecto de unificación latinoamericana; y también a José Gabriel Condorcanqui, “Tupac Amaru II”, el líder del más importante levantamiento indígena contra las autoridades españolas antes de finalizar el siglo XVIII.
Respecto a Tupac Amaru, no se sabe si no se le llama doctor por ser indígena, porque su memoria fue proscripta después de 1780 o por no llegar a completar sus estudios universitarios, si bien se lo conocería como un hombre muy culto.
Lo cierto es que los pupilos distinguidos de Chuquisaca o Charcas (actualmente Sucre, República de Bolivia) fueron conocidos como los “Doctores de Charcas”, y muchos de ellos llevaron adelante movimientos revolucionarios como el ya citado, el del 25 de mayo de 1809 en el Alto Perú (tanto el de Chuquisaca como el de La Paz) y los de Quito, Buenos Aires y Tucumán.
Cabe aclarar que, como en todas las Universidades coloniales fundadas con los títulos de Universidad Mayor, Real y Pontificia por Bula Papal y Cédula Real, a cuyo cargo estaban autoridades eclesiales de las congregaciones dominicas, jesuitas, franciscanas o agustinas, las materias que se dictaban no eran otras que Teología Escolástica, Teología Moral, Filosofía, Derecho Canónico, Latín e incluso la Lengua Indígena nativa, dado su arraigo en la cultura mestiza bilingüe de la época. Y según el espíritu de mayor o menor liberalidad de sus autoridades (no todas absolutistas, retrógradas ni mucho menos necias), se estudiaban los sucesos políticos de la época.
A propósito, refiere Carlos Tünnermann sobre la Universidad de San Carlos de Guatemala, “la más criolla o americana de las universidades coloniales… de donde surgieron los próceres de la independencia centroamericana”, que la Universidad Colonial “con todo y sus defectos, no dejó de ser una Universidad completa, con una concepción del mundo y un propósito muy bien definido”.
Otros historiadores (Mesa y Gisbert) afirman que los forjadores del proceso revolucionario del Alto Perú y de América y “las ideas precursoras de la independencia no se formaron tan solo en la academia Carolina, sino que habían ido madurando en las aulas de San Francisco Xavier” (nombre de la Universidad de Chuquisaca); incluso que fue allí -y no en Francia, Inglaterra o Estados Unidos- donde nació la doctrina que moviera todo el proceso emancipador de América del Sur, porque allí se incubaron y generaron las ideas revolucionarias.
Podemos decir que el proceso de la Reforma Universitaria de 1918 heredó y rescató, entre otros, aquel axioma de la Universidad Americana: “la filosofía, al servicio de la vida”, concepto que Taborda -uno de los ideólogos de la Reforma Universitaria de 1918- rescatará en su pedagogía del genio nativo.
De Guatemala a la universidad napoleónica
En cuanto a la transición entre esa “Universidad Americana” y la “Universidad Republicana” (de la época independiente) –según la clasificación que hace Carlos Tünnerman-, “salvo aquellas (universidades) que revitalizaron su enseñanza, a raíz de la introducción del método experimental, las demás permanecieron fieles al escolasticismo esclerosado que nada podía aportar al conocimiento”.
Esa fue la razón de que “la investigación abandonare aquellas aulas, plenas de silogismos, y que buscare albergue en las nuevas academias, de donde surgirá lo que se ha dado en llamar la “ciencia americana”. Como lo explica Germán Arciniegas, “los estudiantes se fugaban, armados de telescopios y se hacían sabios… Tuvimos sabios en toda América. Las gentes que venían de Europa nos encontraban poseídos de un buen deseo de saber, armados con nuestros métodos, herramientas y disciplinas… América se fue llenando de Academias, de Sociedades Literarias, de tertulias científicas. La universidad conservaba la bomballa, las chirimías, los atabales”.
No obstante, “en vez de buscar la renovación de los estudios por la brecha abierta por los sabios americanos, que constituían una respuesta original y hubiese conducido al arraigo de la investigación entre nosotros –como asevera con acierto Carlos Tünnermann antes de propiciar “la internacionalización de la educación superior”-, la República, tras las pugnas entre liberales y conservadores por el dominio de la Universidad que tuvo lugar inmediatamente después de la Independencia, no encontró mejor cosa que hacer con la universidad colonial, que sustituirla por un esquema importado, el de la universidad francesa, ideado por Napoleón, tan a tono con el momento que se vivía de asombro ante todo lo que de Francia provenía”.
Sin un camino propio que seguir –dice con razón Tünnerman-, “la restructuración careció así de sentido de afirmación nacional que se buscaba para las nuevas sociedades; siguió más bien el camino de alienación cultural que ha caracterizado, hasta hoy, los esfuerzos de renovación universitaria”. De ese modo, si la temprana fundación de universidades en nuestro continente conllevaba la intención de un “traspaso cultural, la adopción del esquema universitario francés significó un “préstamo cultural””.
Se puede entender entonces por qué una de las principales banderas de la Reforma Universitaria de 1918 fue la autonomía cultural o soberanía intelectual, además de la unidad de América Latina.
Por eso mismo es necesario mantener vigentes ambas banderas –a través de la formación de una conciencia nacional orientada a esos fines- para hacer posible y definitiva la realización y desarrollo de América Latina y el Caribe y de una cultura que reivindique “la filosofía y la ciencia para la vida”de todo nuestro Continente-Nación y sus propios habitantes.
El origen confesional de la Casa de Trejo (1613)
Es importante aclarar desde un principio, que la generación universitaria de 1918 no cuestionaba la Universidad de principio del siglo XX por ser clerical o laica, sino que –laica o clerical, en Córdoba, Santa Fe, Buenos Aires, La Plata o Tucumán-, se trataba de una universidad que no respondía a las necesidades del país y de América Latina.
El mismo Carlos Tünnermann, autor irrebatible de “Historia de la Universidad en América Latina”, que ahora impulsa equivocadamente en las “Conferencias Regionales de Educación de América Latina y el Caribe” (CRES) el proyecto de “Internacionalización de la Educación Superior” de la UNESCO, pensaba con absoluta clarividencia hasta febrero de 1989 (fecha del prólogo de su libro sobre la Universidad Latinoamericana), que América Latina padecía “otra forma de dependencia: la cultural” y que “las universidades latinoamericanas, encasilladas en el molde profesionalista napoleónico y arrastrando en su enseñanza un pesado lastre colonial, estaban -en la época del estallido de Córdoba- lejos de responder a lo que América Latina necesitaba para ingresar decorosamente en el siglo XX…”. Hoy, según la visión internacionalista de ese autor y de otros académicos nativos, parece que la independencia cultural y el decoro no forman parte de las virtudes esenciales, entre otras, que debe tener la Universidad Latinoamericana para ingresar al siglo XXI.
En la línea original del pensamiento de Tünnerman, en la revista “Deslinde” de la Universidad Nacional Autónoma de México –citada por Tünnermann-, María Elena Rodríguez de Magis nos proporciona información y argumento que puede ayudarnos a entender mejor el tema que tratamos. “El Catolicismo –escribe Rodríguez de Magis- aparecía en esa época como el símbolo del conservadurismo, de la tradición y las fuerzas religiosas que gravitaban en la vida universitaria cordobesa; en especial, los jesuitas, se presentaban a los ojos de la juventud como el enemigo que con su política obstaculizaba todo posible cambio”. No obstante, refiere la autora en ese mismo artículo, “elementos que participaban activamente en el movimiento, como Jorge Orgaz, que fuera posteriormente rector de la Universidad de Córdoba, admiten que, si el enfrentamiento de 1918 hubiera encontrado a los católicos posconciliares, quizás el elemento religioso no hubiera jugado ningún papel importante y, es más, reformistas y católicos hubieran podido militar en frentes comunes”.
En efecto, si los jóvenes reformistas de Córdoba se disponían a “espantar para siempre la amenaza del dominio clerical” –como señalaban en el Manifiesto del 21 de junio de 1918- ello se debía, en rigor, porque “los métodos docentes estaban viciados de un estrecho dogmatismo, contribuyendo a mantener la universidad apartada de la ciencia y de las disciplinas modernas”, por un lado, y porque aquel “viejo reducto de la opresión clerical” estaba fundado –como también decía el Manifiesto Liminar “sobre una especie de derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario”, más aristocrático y liberal que católico.
Ciertamente, “los Doctores, Licenciados, maestros y bachilleres de la “Casa de Trejo” –como dice Manuel E. Río (1960)-, constituían una aristocracia libre y universalmente acatada, aparatosa y formulista, culta y devota, empapada del honor del título y prevalida de su notoria superioridad sobre el común de las gentes”, en la medida que “la aureola de que la rodea la colonia” había resistido “a las niveladoras conmociones de la Independencia”.
En definitiva, la conducción y orientación de la Casa de Trejo era una expresión del viejo país oligárquico que, sin solución de continuidad, se había desentendido de las grandes banderas nacionales que ahora eran levantadas por la clase media universitaria: la unidad de América Latina, la autonomía cultural respecto a la cultura dominante y subordinante de Europa, y de una cultura, una ciencia y una universidad al servicio del pueblo y de sus intereses y necesidades históricas.
Lo que afirmamos y suscribimos en su integralidad y complejidad lo confirman tanto el Manifiesto Liminar de la Reforma como todos los escritos, discursos y manifestaciones de sus principales protagonistas, como lo hemos venido señalando en este recorrido. Lo confirman y reafirman también los máximos representantes del pensamiento nacional latinoamericano.
En efecto, en su “Historia Crítica del Movimiento Estudiantil de Córdoba” (tres tomos), el Dr. Roberto A. Ferrero sostiene que la Reforma fue anticlerical en Córdoba por las especiales circunstancias que aquí reinaban, y también fue anticlerical en Santa Fe, pero fue antiliberal en La Plata, Buenos Aires y Tucumán, siendo nacional en todas partes.
El rasgo anticlerical de sus comienzos en Córdoba –explica Jorge Abelardo Ramos- se fundaba en la naturaleza de la enseñanza que no admitía paralelos con las restantes casas de estudios donde se habían tomado algunas medidas para contrarrestar el “medievalismo” educativo, pero donde subsistían no obstante camarillas profesorales de la oligarquía liberal. En síntesis, por aquellos años, “el tradicionalismo católico reaccionario o el preciosismo europeo más sofisticado se distribuían las luces y sombras del cuadro”.
La Reforma, más allá de su perfil “anticlerical” o “antiliberal” según el caso –como decíamos en “Crónicas Disidentes de la Reforma Universitaria” (2018) citando a Ramos y a Ferrero- fue nacional en el sentido político, ideológico y social del término, porque expresaba la inserción de las clases medias en la sociedad argentina y porque, buscando una ideología propia (nacional latinoamericana, antiimperialista, ligada al pueblo e intelectualmente autónoma), repudiaba a las dos vertientes más enajenadas de la cultura oficial: el tradicionalismo reaccionario (retrógrado) y el liberalismo positivista oligárquico, ambos de raigambre y carácter extranjerizante.
Al leer las “Reflexiones sobre el ideal político de América Latina” (1918) de Saúl Taborda -uno de los mentores de la Reforma-, llama la atención la extensión, agudeza, perspicacia, sutileza y profundidad del pensamiento reformista de 1918, si además se lo compara con la contracción, reducción, simpleza, ligereza y superficialidad del pensamiento academicista de nuestros días –de allí su permeabilidad a proyectos “internacionalizadores”- que solo concibe a la Reforma como “un perfeccionamiento técnico y metodológico anexo a una revisión de estatutos y reglamentos”, y que, como denunciaba Taborda muchos años después de 1918, “ha comunicado al movimiento un matiz equívoco y contradictorio”.
No hay duda de que el desconocimiento o ignorancia del pensamiento reformista y, en definitiva, de la propia historia de la Reforma y latinoamericana, es lo que ha llevado a tal grado de superficialidad, confusión y/o tergiversación.
Ello habla también de dos fenómenos que concurren en la actual situación de la universidad en América Latina y el Caribe: la colonización cultural, pedagógica y epistemológica, y su consecuencia inmediata: la falta de desarrollo de un pensamiento propio, nacional, popular y latinoamericano, que se expresa tanto en los planes de estudios, bibliografías, como así también en la falta de generación de ideas propias, el desconocimiento de la propia historia y de la realidad latinoamericana, y al mismo tiempo en la escasez de “cátedras”, materias y profesores, como así también de escuelas de formación docente, que den testimonio cabal de nuestra realidad macro nacional desconocida, negada y desvalorizada.
Eso es lo que pasa en nuestros días con los proyectos –ya son varios- de “internacionalización de la educación superior”, que arriban a nuestros claustros desde otras latitudes y que no tienen otro fin que llevar agua para su propio molino, como nos prevenía en su momento Alfredo Terzaga, otro gran pensador nacional de Córdoba.
La Reforma Universitaria de 1918, un hito latinoamericano
La Reforma Universitaria fue un movimiento nacido en la Universidad Nacional de Córdoba el 15 de junio de 1918, que se propagó inmediatamente por toda la Argentina y América Latina con inusitada fuerza política e intelectual. Aquella generación de la Reforma creía en el papel protagónico de América Latina en los nuevos destinos del mundo.
Esos destinos cerraban un ciclo con la hecatombe armada de 1914 – 1918, la Revolución de Octubre en Rusia (1917) y la ruina de los viejos imperios multinacionales (Otomano, Austro-Húngaro y Prusiano). Al mismo tiempo abrían otro ciclo histórico a nivel latinoamericano a través de las ideas de la Generación del 900, la Revolución Mexicana de 1910 y la manifestación estudiantil del nuevo movimiento democrático, nacional y popular, en el mismo momento que Hipólito Yrigoyen ejercía el gobierno de las mayorías nacionales, por primera vez a través del voto popular, universal y secreto.
Desde el Manifiesto Liminar del 21 de junio de 1918, en todos sus documentos históricos y en el pensamiento fundacional de sus principales ideólogos –Deodoro Roca, Saúl Taborda, Gabriel Del Mazo, Víctor Raúl Haya de la Torre- estuvo presente el espíritu y el sentimiento latinoamericano, que no remitía solo a un lugar o a un paisaje sino a la cultura y a los propios valores de Nuestra América.
“Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”, proclamaba a todas voces el Manifiesto Reformista. Para aquellos jóvenes de 1918, la única recompensa a sus dolores y desvelos era “la redención de las juventudes americanas”, pues sabían que sus verdades “dolorosas” lo eran “de todo el continente”.
En el Orden del Día del 23 de junio de 1918 –dos días después de la publicación del Manifiesto Liminar– la Federación Universitaria de Córdoba consideraba: “El nuevo ciclo de civilización que se inicia, cuya sede radicará en América (Latina), porque así lo determinan factores históricos innegables, exige un cambio total de los valores humanos y una distinta orientación de las fuerzas espirituales…”.
Gabriel Del Mazo –presidente de la FUA en aquella hora americana-, resumía así el primigenio espíritu de la Reforma: “Todos los documentos iniciales del movimiento expresan sin dejar lugar a dudas el sentido americano con que se le alentaba” (cuando todavía no podía confundirse americano con norteamericano ni panamericano, término que el imperialismo rapaz del Norte también usurpó basado en la Doctrina Monroe).
La larga acción política de Víctor Raúl Haya de la Torre (1920 -1948), desde apenas dos años después de la rebelión cordobesa, confirmaba la dimensión latinoamericana de la Reforma. En efecto, fue en el Perú, a través del líder peruano, que la Reforma alcanzó sus más vastos contornos sociales y políticos, trasuntándose en la creación del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), vigente en el Perú hasta no hace mucho tiempo, hasta su declinación, con el liderazgo de Alan García.
En 1920, Víctor Raúl Haya de la Torre, Gabriel del Mazo y Alfredo Demaría, presidentes respectivamente de las Federaciones estudiantiles de Perú, Argentina y Chile, suscribían acuerdos por los cuales esas organizaciones se comprometían a efectuar “propaganda activa por todos los medios para hacer efectivo el ideal del (latino) americanismo, procurando el acercamiento de todos los pueblos del continente y el estudio de sus problemas primordiales”, tal como propondría luego en 1939 el proyecto de Universidad Americana de Saúl Taborda y Santiago Monserrat.
En el Primer Congreso Internacional de la Reforma realizado en México entre septiembre y octubre de 1921, que tuvo un marcado carácter latinoamericano, y siendo nuevamente secretario de Educación Pública de aquel país José Vasconcelos –el autor de “La raza cósmica. La misión de la raza iberoamericana”-, la declaración final del Congreso ponía énfasis “en los problemas latinoamericanos”, denunciando como causa o factor coadyuvante a la vez “la acción del imperialismo yanqui”.
Pronunciándose sobre aspectos muy concretos de la unidad latinoamericana, aquel Congreso invitaba a los centros estudiantiles de Nicaragua y Costa Rica a que “orienten sus trabajos a fin de que sus respectivos países se incorporen a la república Federal que acaba de constituirse con las otras tres nacionalidades latinoamericanas, realizando así el ideal de aquellos pueblos”.
La persistente tentativa de constituir la Federación Centroamericana y de las Antillas –refiere Enrique Rivera-, no era si no la expresión correspondiente del deseo y la necesidad de reestructurar la Gran Colombia (Colombia, Panamá, Ecuador y Venezuela), la de unificar el Alto y Bajo Perú (Bolivia y Perú) y la de formar la Unión Aduanera del Sud (Brasil, Uruguay, Argentina, Paraguay y Chile), “expresiones regionales de la poderosa corriente que empuja a la unidad de todos nuestros países”.
Todo ello significaba verdaderamente la apertura de un nuevo ciclo para América Latina, del que hablaba el Manifiesto Liminar y lo harían las manifestaciones subsiguientes de las federaciones y congresos reformistas.
Ese sentimiento y esa dimensión latinoamericana era conciencia en los jóvenes de toda Nuestra América, tanto que Julio V. González –el hijo del autor de “Mis Montañas” (cuyo padre había nacionalizado la Universidad de La Plata fundada por Rafael Hernández, el hermano de Martín Fierro)- percibía en 1923 que “la “Nueva Generación” no era ya argentina sino (latino) americana”.
Corroboraba ese espíritu latinoamericanista el escritor colombiano Germán Arciniegas en su clásico e iluminador libro de 1932 “El Estudiante de la Mesa Redonda”: “El estudiante de Córdoba interpreta la voluntad de los estudiantes de América. Su grito se estaba esperando. De México a Magallanes se oye una misma voz”. Así también lo consignaba tiempo después el celebrado Miguel Ángel Asturias: “En todas nuestras universidades la llama de Córdoba, el campanazo, el grito cordobés, fue escuchado en todas partes…”.
Por eso, para Víctor Raúl Haya de la Torre, uno de los grandes protagonistas a nivel continental, la Reforma no era meramente la insurgencia del demos en el régimen de las altas casas de estudio, por muy importante que eso fuese, sino que era “la revolución latinoamericana por la autonomía espiritual”; aunque luego fracasara en ese e incluso en otros sentidos, como en conseguir la gratuidad de la enseñanza universitaria, que recién se lograba en 1947, durante el gobierno del Gral. Juan Domingo Perón, gobierno nacional y popular como el que le había dado alas al movimiento de 1918 con don Hipólito Yrigoyen, aunque desde el propio reformismo se denostara paradójicamente a uno y a otro movimiento y a sus líderes respectivos.
Como hemos dicho ya en otros textos, la Reforma no solo trascendió físicamente los claustros universitarios, el territorio cordobés e incluso el territorio argentino, sino que trascendió las cuestiones académicas y universitarias y representó la encarnación y actualización del pensamiento nacional en distintos campos.
No obstante, la inmadurez de Nuestra América impediría hacer realidad el proyecto de Bolívar, San Martín, Artigas, O’Higgins, Juan Egaña, Martínez de Rozas, Juan José Castelli, Cecilio del Valle, Bernardo de Monteagudo y otros patriotas latinoamericanos de la primera hora. Mas el hecho de que quedara pendiente de concreción y sustanciación esa histórica tarea, no significaba que ella no estuviera en el alma de las ideas reformistas, respondiendo a un imperativo histórico.
En el Segundo Manifiesto (1928), redactado por Saúl Taborda, el reformismo respondía en momentos en que se verificaba la temida Contrarreforma:
“La Universidad de los Tiempos Nuevos debe proclamar que ella está indisolublemente ligada al empeño por la justicia social, el mejoramiento económico y cultural de las masas para proseguir con sacrificio la Reforma… hermanados con nuestros compañeros de Latinoamérica, hasta su completa realización”. Ese era en última instancia el programa reformista de 1918, que sigue pendiente y que amerita tal vez una segunda reforma para su realización definitiva.
Lejos estaba el ideal reformista de separar sociedad y universidad. Tampoco de subordinar sociedad a universidad, según una vieja concepción elitista y/o clasista. O de plantear la idea de una universidad desligada de sus raíces, de su historia, de su propia comunidad y cultura, como de hecho plantea hoy el paradigma de la “universidad global”, sin que hayamos todavía podido realizar el ideal nacional y latinoamericano de la primera Reforma,que rescataba a su vez el proyecto emancipador y unificador de nuestros Libertadores.
La Reforma, una tarea histórica inconclusa
En ese camino profundamente nacional de la Reforma, el mismo Saúl Taborda ponía las cosas en su lugar al escribir en sus Investigaciones Pedagógicas de 1932: “Los que desde el año 18 venimos luchando por convicción en la revisión de valores que entraña la reforma educacional, tan bastardeada en su breve período por iscariotes disimulados y charlatanes de feria adscriptos al movimiento, no hemos dudado nunca de que ella, lejos de ser perfecta, es una obra de sucesivas enmiendas, de indefinidas rectificaciones”. Esa revisión, esas enmiendas y esas rectificaciones siguen pendientes, como siguen pendientes de realización las grandes banderas de la Reforma.
“Lo contrario –sostenía Taborda-, hubiera importado apreciarla con un criterio naturalista, único, acaso, con el cual se puede sostener que basta con las disposiciones de los nuevos estatutos, con la nueva composición de los cuerpos directivos, con la injerencia de los estudiantes en el manejo del organismo docente y con la democratización de sus funciones centrales, para darla por terminada”.
Como advertía el gran pedagogo, “la adhesión que muchos partidarios del movimiento del año 18 han prestado al miraje mentado, hasta el punto de concebir la reforma auspiciada como un perfeccionamiento técnico y metodológico anexo a una revisión de estatutos y reglamentos, ha comunicado al movimiento un matiz equívoco y contradictorio”. Por eso existen, como en la misma historia argentina, dos versiones diferenciadas de la Reforma, hasta el punto que una de ellas ignora, omite o niega que la Reforma fue fundamentalmente –como la definiera el líder reformista, latinoamericanista y antiimperialista peruano Víctor Raúl Haya de la Torre-: “la revolución latinoamericana por la autonomía espiritual”.
“En cierto modo –reflexionaba Taborda a poco más de una década de la rebelión reformista- parece como que, descontentos con el atraso técnico de una universidad que no formaba ya buenos abogados, buenos médicos y buenos ingenieros, todo aquel movimiento se hubiera propuesto corregir ese mal reajustando y reforzando la máquina docente construida por la era industrial”, o sea produciendo “mejores” educandos en serie, aunque sin importar la formación de su espíritu, de su personalidad y de sus conciencias.
Hoy se habla, en los mismos términos, de la necesidad de corregir y mejorar la máquina de enseñanza-aprendizaje construida por la era informática; o más aparatosamente, como lo hacen los documentos de organismos internacionales: de la “era de la información y del conocimiento global”, mientras al mismo tiempo se ignora o se disimula ignorar que en la “aldea global” hay países avanzados a costa de los más atrasados, a los que, para eso, antes han explotado; y países atrasados que no pueden avanzar porque no los dejan y les ponen permanentemente palos en la rueda, en tanto ese mundo “único” y a la vez unilateral que nos recomiendan, se debate en una crisis terminal, al menos en cuanto al orden unipolar vigente entre nosotros, que no parece reparar en la profunda crisis de Occidente, con su sistema económico injusto, sus ambigüedades políticas y sus valores decadentes.
El balance de diez años de lucha
Dada esa situación, al hacer un balance de diez años de acción reformista y comparar los programas de estudio de diversas universidades del país, Taborda no encontraba “saldo que permita establecer una neta diferencia con el sistema anterior al año 18”. “Inútilmente… –cuestionaba puntualmente el programa de historia elaborado por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata- buscará ahí una concepción filosófica de la historia”.
“En toda la documentación de diez años de lucha –reflexionaba Taborda- campea, como lugar común, este pensamiento (mejorar la máquina de enseñanza). Y cada vez que se examinan los frutos de la campaña, se los aprecia y elogia comprobando que ‘hoy los profesores enseñan mejor, y se estudia más’”, sin mirar más que eso.
Frente a ello, el insigne pedagogo termina concluyendo: “Tengo ante mí el plan elaborado por la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, busco la exposición de motivos de sus autores y solo encuentro la manifestación de que todos ellos entienden por reforma: “la mejor enseñanza”. ¡Admirable prudencia!”. Acto seguido, el pedagogo se pregunta sorprendido: “¿Hay por ahí quien quiera la peor enseñanza? ¿Y qué es lo mejor? ¿Qué lo peor? Hemos caído en la doctrina de los valores; pero no se nos dice cuál es el criterio valorativo que dirime el problema”.
Las claves para dirimir el problema
Es la misma pregunta que nos hacemos cuando, por ejemplo, se habla de mejorar la calidad de la enseñanza bajo el paradigma de la “internacionalización de la educación superior”. ¿Cuál es el criterio valorativo para dirimir dicho problema?
Saúl Taborda nos responde desde el pasado, cuál es la clave para entender el problema con criterio proactivo y superador: “Trátase del miraje –el miraje de una época entera, que ha ejercido y ejerce todavía influencia decisiva en todo- según el cual el valor de la enseñanza, la enseñanza por antonomasia, se mide por la capacidad técnica y productora de los profesionales que lanza a la vida”.
Así era en la década del ’30 del siglo XX y sigue siendo ahora. Aunque en teoría se pretende que nuestras universidades no sean meras expendedoras de títulos, no obstante –podemos replicar con Taborda, desde esa historia y desde esa mirada histórica subestimada, desconocida y despreciada-: “Estamos todavía en pleno auge de la pedagogía del hombre faber”, sin espíritu y sin conciencia de nuestra condición nacional en este singular lugar del mundo en el que vivimos.
Por otra parte –nos aconseja el mismo Taborda-, “conviene desconfiar de los reformistas –que los hay en buen número- que afirman que el problema de la reforma solo está radicado en la enseñanza universitaria. Es gente que quiere enervar la eficacia del alto designio. O, por lo menos, es gente que no alcanza a plantear la cuestión en sus términos justos”. ¡Y en algunos casos se trata de expertos internacionales!
Desde que los ideólogos de la Reforma estaban convencidos de que todo el ordenamiento educativo debía “ser alcanzado por la acción de la Reforma”, entendían que “reducir esta acción a los institutos universitarios no solo es acusar ignorancia del proceso formativo, sino que también, y sobre todo, es favorecer el viejo criterio que ha mutilado siempre dicho proceso en mil partes diversas, con propósitos y resultados contrarios a la enseñanza”. Incluso, se quejaba Taborda, “les pareció catastrófico cuando se trató de construir desde los cimientos en nombre del principio de la unidad sistemática de la enseñanza”.
En efecto, como advertía el cordobés en sus Investigaciones Pedagógicas respecto al movimiento de renovación iniciado en 1918, si éste no quería concretarse a ser “una vana intentona referida a los estudios universitarios”, no debía olvidar que “toda la enseñanza –jardines de infantes, escuelas primarias, colegios normales, liceos, colegios nacionales-”, debía conformar un sistema u orden educativo, coherente además con la cultura y la historia propia del país y el Continente, y que mientras esto no se concretara, “nada de bueno se puede hacer en orden a los llamados estudios superiores”.
“Breves años bastan y sobran –cavilaba el aguerrido pedagogo- para demostrarles que no pueden existir estudios universitarios, siquiera sea con miras a formar profesionales idóneos, mientras la enseñanza de las escuelas primarias y secundarias permanezca en el estado de descuido en que ahora se encuentra”.
Salvando las distancias entre una época y otra, ¿no sucede acaso algo parecido en el sistema educativo actual, como podemos asegurar los que hemos sido docentes universitarios por muchos años?
Pues bien, concluyamos esta reflexión extendiendo y profundizando el desafío hacia la continuidad y finalización de una reforma pendiente e inconclusa, como a la transformación de los demás aspectos que hacen a una reforma educativa nacional, que no se circunscribe, como nos enseña Taborda en su obra pedagógica, a la educación superior ni formal, sino que se emparienta necesaria y naturalmente con la cultura y con la propia historia.
Para empezar, como afirma el pedagogo, “la reforma educacional, con todo y haber mostrado preferencia por la parte mecánica de la enseñanza, se vincula a una posición filosófica”, que sin duda –siguiendo las propias banderas de la Reforma- tiene que ver con el contenido profundamente nacional y latinoamericano de la enseñanza en todos sus niveles.
En puridad de verdad, como diría el educador en sus Investigaciones Pedagógicas, “lo que nuestra situación exige es, más que una reforma, la instauración decisiva de un orden educativo”, que no puede ser sino nacional y latinoamericano.
“¿Puede un egresado universitario –se pregunta Taborda al terminar sus primeras reflexiones pedagógicas- convertirse de la noche a la mañana en un espíritu tocado de luz de amor y de ciencia y en apóstol ferviente del problema más grande y difícil que puede ser propuesto al hombre”-el problema de la educación-, según la frase de Kant?
Aprovechemos la respuesta del eximio pedagogo para tratar de entender lo que nos pasa: “Una sola cosa sabemos y es que todas las incertidumbres y las inquietudes en que se debate nuestra época (sin solución de continuidad mientras sigue siendo una historia inconclusa en un mundo injusto) derivan de la evidente transitoriedad que le comunica el desorden en que se encuentra la inteligencia de los pueblos occidentales”.
“Mientras la universidad –valga la advertencia- no consiga organizarse, o reorganizarse como contenido de cultura en conexión con un orden o un sistema de ideas de los que confieren estilo a una época (al que apuntó la generación de 1918), un electoralismo mero y simple solo podrá proponerse como objetivo un mejoramiento relativo y momentáneo del profesorado”, “cuyo objetivo consiste en suplantar hombres (autoridades o profesores) y no sistemas y orientaciones en las casas de estudios”-, lo que no hace otra cosa que reabrir “empero, todo el problema de la enseñanza”.
En verdad, no se puede aspirar a una enseñanza superior con solo cambiar hombres y no sistemas, o solo mejorar técnicas o tecnologías de enseñanza-aprendizaje (“calculada para mecanizar el espíritu”), sin conservar la autonomía institucional (creativa y original) frente a la globalización, y sin lograr la verdadera y definitiva autonomía y soberanía espiritual de los educandos.
Si la Universidad no puede ser una institución integrada a un proyecto nacional y a un sistema nacional de educación y cultura, y solo acentúa “el carácter de oficina receptora de exámenes que ya poseen nuestros institutos”, en ese caso, ¿para qué valdría la “asistencia libre”, las “cátedras libres”, los “concursos”, la “calidad” abstracta del conocimiento, etc., sino para conservar y/o perpetuar el estado de subyugación e indefinición de nuestro espíritu nacional y de nuestra desunida y dominada Patria Grande?