El Chacho Peñaloza y la barbarie de los civilizadores

Por: Elio Noé Salcedo 

  

La muerte de Ángel Vicente Peñaloza fue mucho más que un crimen: fue una declaración de principios de los “civilizadores” que pretendían borrar a los caudillos federales del mapa. José Hernández alzó la voz y anticipó en prosa lo que luego escribiría en versos: la barbarie no estaba en el interior, sino en los salones del poder porteño.

El mito de “civilización y barbarie” no solo ha tenido consecuencias a nivel de la conciencia y la cultura argentina, sino que también se materializó en políticas y acciones que han hecho y determinado nuestra historia. 

Una de esas acciones, que fueron resultado de los prejuicios “civilizatorios” coincidentes con una concepción de país y de sociedad, fue la persecución y muerte del general Ángel Vicente Peñaloza. Del mismo modo, hubo respuestas tanto intelectuales como políticas de parte de la tradición popular argentina, pues, en definitiva, el dilema de civilización o barbarie no es sino la expresión de esos “dos países” que caracterizará Alberdi (1853), y que luego inmortalizará y universalizará José Hernández en el “Martín Fierro” (1871), genuino representante de la civilización argentina y americana, entendida como “barbarie” por los civilizadores pro europeos.

A propósito de una de esas acciones nefastas que ilustran la lucha encarnizada entre esas dos concepciones y modelos de país, a pocos días del asesinato de Peñaloza (1863), José Hernández escribió en “El Argentino” de Paraná una serie de artículos a través de los cuales transmitió la indignación general por semejante crimen, textos que en su conjunto serían conocidos luego como “Vida del Chacho”.

Coincidimos con Enrique Mario Mayochi que todo lo que escribió Hernández como periodista “tuvo mucho de prefiguración del Martín Fierro”, y que “en sus columnas se dijeron en prosa verdades que años después Hernández transformaría en versos octosílabos”. En ese sentido, no hay duda de que “Martín Fierro” retrata la tragedia “de todo el gauchaje ultimado por la misma burguesía comercial porteña que había degollado al general Peñaloza” -en el decir de Jorge Abelardo Ramos-, sector o clase social que, absurdamente, se auto definía como la “civilización”.

En “Vida del Chacho”, Hernández –”el anti “Facundo” por excelencia”, según lo reconoce la tradición nacional-, denuncia la alevosía y la barbarie del asesinato de Peñaloza, lugar teniente de Facundo Quiroga y amigo leal de Nazario Benavides, mártir del federalismo nacional y democrático, alevosamente asesinado también. En ese texto, José Hernández daba a conocer el contexto y los pormenores del crimen de Olta y las alabanzas -por su forma y resultado-, tal como había sido exaltado por los “civilizadores”, y cuyo crimen político pretendían hacer aparecer detrás de sucesivas y confusas versiones, como una batalla (¿en tiempos de paz?) o, en su defecto, como una operación policial. 

Allí el máximo poeta y fundador de nuestra literatura nacional retrata la nobleza del hombre al que ultimaron a puñaladas en su cama y la vileza de sus enemigos “civilizados”, que poco tiempo antes habían aparentado firmar sinceramente con Peñaloza el Tratado de Las Banderitas (un año antes del crimen de Olta), convenio que supuestamente daba por concluida la guerra entre Buenos Aires y las provincias. ¿O sólo había sido una “operación” para que Mitre pudiera ser presidente sin problemas en un país de rodillas? 

Si para muestra basta un botón, transcribamos parte de ese texto fundamental.

El crimen de Olta: ¿civilización o barbarie?

Terminado de firmar el tratado de Las Banderitas –relata Hernández, mostrando el verdadero carácter e intención de “bárbaros” y “civilizados”-, el general Peñaloza, dirigiéndose a los coroneles de Mitre -Sandes, Arredondo y Rivas-, les dice: 

–          “Es natural que habiendo terminado la lucha por el convenio que acaba de firmarse, nos devolvamos recíprocamente los prisioneros tomados en los diferentes encuentros que hemos tenido; por mi parte yo voy a llenar inmediatamente este deber”.

La propuesta de Peñaloza obtuvo por respuesta un sepulcral silencio de los civilizadores. Después de entregar sano y salvos los prisioneros que estaban a su cargo, Peñaloza insistió: 

–          “Y bien, ¿dónde están los míos?… ¿Será verdad que todos han sido fusilados? ¿Cómo es, entonces, que yo soy el bandido, el salteador, y ustedes los hombres de orden y de principios?”. 

El Dr. Eusebio Bedoya -comisionado de Mitre para representar el poder instituido en la firma del tratado-, refiere Hernández, “llevándose el pañuelo a los ojos, lloró a sollozos, quizá conmovido por la patética escena que presenciaba, tal vez avergonzado de encontrarse allí, representando a los hombres que habían inmolado tantas víctimas, o acusado quizá por su conciencia de haber manchado su carácter de Sacerdote, aceptando el mandato de un partido de asesinos”. 

La muerte del Chacho corroboraría la barbarie de los civilizadores.  Dejemos una vez más que sea Sarmiento quien nos lo cuente: 

“Para llegar a Olta, pequeña y miserable aldea, es preciso descender de la Sierra que divide la Costa Baja de la del Medio, por una empinada cuchilla, cuyas vueltas y revueltas invierten más de una hora. Desde las puertas de los ranchos se ven descender o subir lentamente los viajeros, y esta circunstancia hacía de Olta muy seguro lugar de refugio. Pero ese día Dios descargaba una lluvia harto deseada para los sedientos campos, y nadie vio descender ni aproximarse los primeros cincuenta hombres, cuya presencia sorprendió a todos y al Chacho, que descansaba tranquilo, acaso rumiando nuevos planes. Llegado el mayor Irrazábal, mandó ejecutarlo en el acto y clavar su cabeza en un poste, como es de forma en la ejecución de salteadores, puesto en medio de la plaza de Olta, donde quedó ocho días”.

Como demuestra Sarmiento en el texto que figura en sus Obras Completas, Tomo VII, de la página 371, citado por Nicanor Larraín en “El País de Cuyo”, fue una emboscada y un asesinato, no un enfrentamiento, como intentarán decir los partes militares de los civilizadores después del crimen. Tampoco se trataba de “salteadores” de caminos sino de un general de la Nación, venerado por su pueblo. Ese era el respeto que los civilizadores demostraban tener por los pueblos del Interior y por sus caudillos, y ésa la única forma de actuar de los “civilizadores” … como auténticos “bárbaros” (extranjeros).

Lo confirmaba el mismo Hernández años después en versos inmortales, demostrando el carácter político y social -los intereses- que definía a unos y otros, y que no era solo un desatino de hombres apasionados: 

Estaba el gaucho en su pago / con toda seguridá, / pero aura… ¡barbaridad!, / la cosa anda tan fruncida, / que gasta el pobre la vida / en juir de la autoridad”.

“El gaucho que llaman vago / no puede tener querencia, / y ansí de estrago en estrago / vive llorando ausencia. 

Él anda siempre juyendo, / siempre pobre y perseguido, / no tiene cueva ni nido, / como si juera maldito; / porque el ser gaucho… ¡barajo! / el ser gaucho es un delito.

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