Ensayando una definición de pueblo

Francisco Pestanha

El primer obstáculo epistemológico nos sale al encuentro cuando intentamos definir el concepto de pueblo, dado el amplio abanico de perspectivas teóricas que lo han asociado a rudimentos tan disímiles como la clase social, la unidad jurídico-política, la unidad cultural, la masa, etcétera. Algunos autores enrolados en la posmodernidad inclusive niegan entidad actual a esta definición, recomendando lisa y llanamente su desecho.

No obstante, un principio básico de honestidad intelectual nos compele a señalar que esta tentativa que intenta reivindicar su vigencia estará asentada en la matriz denominada pensamiento nacional, entendida como una “reelaboración y sistematización conceptual de determinados modos de percibir el mundo, de idearios, de aspiraciones que tienen raigambre en procesos históricos y experiencias políticas de amplios contingentes de población, y se alimentan de sustratos culturales que exceden los marcos estrictamente científicos o intelectuales” (Argumedo, 1993: 81).

En calidad de experiencia cognitiva que aspira –como pensamiento situado– a percibir el nosotros desde el nosotros, el pensamiento nacional ha desarrollado una riquísima tradición que lo constituye en lo que Alcira Argumedo (1993: 79) denomina matriz teórico-política: “la articulación de un conjunto de categorías y valores constitutivos que conforman una trama lógico-conceptual básica y establecen los fundamentos de una determinada corriente de pensamiento”. Y como bien enseña Gerardo Oviedo (2005: 77), la idea de nuestro pensamiento nacional implica “un estado crítico de autorreflexión sobre los destinos emancipatorios de esta nación sudamericana y del continente. (…) Cierta conciencia de sí, (…) una autorreflexión histórico-intelectual, (…) no ya solo como un modo de encarar la prosecución de una tradición, sino [como práctica para] esbozar un horizonte de comprensión sobre nuestras expectativas vitales como mundo cultural y comunidad política”.

En segundo lugar, nuestro enfoque se nutre de lo que se conoce como estudios culturales latinoamericanos, entendidos como investigaciones que se orientan hacia “la producción simbólica de la realidad social latinoamericana, tanto en su materialidad, como en sus producciones y procesos. Cualquier cosa que pueda ser leída como un texto cultural, y que contenga en sí misma un significado simbólico socio-histórico capaz de disparar formaciones discursivas [o realizaciones concretas], puede convertirse en un legítimo objeto de estudio: desde el arte y la literatura, las leyes y los manuales de conducta, los deportes, la música y la televisión, hasta las actuaciones sociales y las estructuras del sentir” (Ríos, 2002).

Por último, nuestras reflexiones también abrevan en el así llamado paradigma de la complejidad, que propone un pensamiento sistemático que comprende la interrelación entre fenómenos y acontecimientos, así como su novedad o ruptura, evitando caer en el mecanicismo.

Un primer acercamiento al concepto de pueblo induce a asociarlo con un complejo de personas humanas mutuamente comprometidas por la proximidad e identificadas por una amalgama de prácticas y significaciones comunes, que a su vez las constituyen como tales. El producto de esa común unión instituye una realidad cultural específica (dotada de un hálito particular), que presupone algo más que la simple anexión de lo producido individualmente.

Percibimos así a un pueblo específico como una entidad compleja que empieza a cimentarse cuando lo aportado al común por cada uno de sus integrantes constituye un algo más. Y ese algo más (ser extra) será “distribuido entre las partes que componen” el todo (Kelly, 1994). Desde el punto de vista antropológico, un pueblo es un grupo cultural diferenciado cuya particularidad emerge de “la articulación compleja entre una dimensión externa, compuesta por un conjunto de productos materiales (instrumentos, edificios, vestidos, obras de arte…) y (…) sistemas de relación y comunicación (lenguaje, costumbres, instituciones), y una dimensión interna, que es condición de posibilidad y da sentido a la dimensión externa, y que se concreta en el conjunto de creencias, intenciones y actitudes colectivas que la animan” (Etxeberria, 2003: 24).

Tal como enseña Juan Oscar Ponferrada,[1] la cultura popular que representa esa especificidad formaliza algo así como el patrimonio común de un pueblo. La naturaleza social (y compleja) de toda vida humana –agrega Ponferrada– determina en parte el derrotero y las creaciones de artistas y pensadores, pero sobre todo el carácter de los pueblos en sí.

Armando Poratti (1944-2012) incluye en el concepto de pueblo “a aquellos elementos que, en el seno de una comunidad, encarnan su voluntad cultural y su proyecto –esto es, la afirmación de su existencia– y conducen en esta dirección al conjunto”. El pueblo será entonces el encargado de llevar adelante, aun en condiciones desfavorables, ese producir en común, es decir, esa cultura. Para el filósofo, llevar adelante una cultura específica es un hecho político en el sentido más esencial de la palabra, de modo tal que, si la cultura “es el modo de instalación del hombre en el mundo”, entonces “el quién de la cultura, su sujeto, es una comunidad –una comunidad histórica y concreta–, y la comunidad toda, la comunidad como tal, no un sector de ella” (Poratti, 1988).

Para que haya pueblo también debe haber conciencia de sí como entidad cultural específica. En términos de Charles Chaumont (citado en Calduch, 1991): “Un pueblo que no lucha por su existencia no es más que un aglomerado de clases o personas, incluso si (…) la comunidad territorial, de lengua, de cultura, etc., es indiscutible. (…) El afloramiento en el ámbito de la percepción colectiva del carácter intolerable de las apropiaciones y alienaciones inmediatas [puede denominarse] la “toma de conciencia” de un pueblo. Esta toma de conciencia es inherente al combate, en el sentido de que sin combate no hay toma de conciencia, y sin toma de conciencia no hay combate. Estos son dos aspectos del mecanismo de la ideología. Así, la toma de conciencia y el combate tienen necesariamente un contenido político, pero la ideología política no es un fin en sí. La libertad es el objetivo de la liberación, única explicación posible de los cambios o [distanciamientos] políticos de algunas naciones tras la liberación”.

Hay pueblo –dice Juan Domingo Perón (1895­-1974)– cuando un sujeto colectivo produce ese salto cualitativo que lo convierte de masa inorgánica en comunidad organizada.

Fermín Chávez (1924-2006), también inscripto en la matriz del pensamiento nacional, comparte la idea del pueblo como comunidad con autoconciencia de sí (podríamos añadir: para sí). Chávez (1989) sostiene que el pueblo es un producto histórico particular, distinto de otros, constituido por los lazos del devenir común, la memoria, la tradición y la cultura: es “un continuum de componentes que interactúan y de valores que determinan conductas”. Para el pensador entrerriano, ser pueblo como cultura implica un enlace no del todo disciplinado entre la percepción (campo de lo empírico que involucra lo científico) y la apercepción (plano de la conciencia, en el sentido que le otorga Leibniz:[2] “cultura no es solamente percepción, sino también apercepción; esto es, conciencia de lo propio, que es particular y no universal” (Chávez, 1999).

Carlos Astrada (1894-1970), por su parte, concibe al “pueblo auténtico” como: “una unidad de destino prospectiva, dinámica, que deviene en pos de estructuras que lo interpreten y le den forma consistente de comunidad histórica de fines claramente marcados y de medios excogitados con acierto. El pueblo, cuando existe políticamente de verdad, es siempre la evolución o la revolución económica, social y política, y así crea sus propias estructuras, dentro de las que ha de encauzar su vida y sus realizaciones” (Astrada, 1964).

Para su colega Coriolano Alberini (1886-1960), los pueblos “poseen una manera propia y espontánea de sentir la vida”, plasmada “en creencias que llegan a expresar, intuitivamente, una ‘axiología colectiva’” (Alberini, 1981).

Por último, huelga decir que en todo pueblo coexisten tensiones resultantes de fuerzas a veces contrapuestas. Las unas, como la competencia, promoverán la disociación (el yo sobre el nosotros). Las otras, como la cooperación, la articulación (el nosotros sobre el yo). Para que un pueblo pueda alcanzar su bienestar, será preciso que estas fuerzas divergentes encuentren un punto de equilibrio (armonía).

Con lo expuesto hasta aquí, podemos ensayar una definición de pueblo como complejo dinámico de personas humanas que están entrelazadas por la proximidad de un vivir en común, donde las fuerzas a veces convergen y otras veces divergen, y cuyo particular devenir histórico constituye una cultura específica, compuesta de prácticas, significaciones y creencias. Sus integrantes poseen conciencia de ellas y a la vez son por ellas constituidos parcialmente e intentan proyectarlas hacia adelante en una unidad de destino, aun en las condiciones más desfavorables.


Bibliografía

Alberini C (1981): “La cultura filosófica argentina”. En Precisiones sobre la evolución del pensamiento argentino, Buenos Aires, Docencia-Proyecto CINAE.

Argumedo A (1993): Los silencios y las voces en América Latina. Buenos Aires, Colihue.

Astrada C (1964): “Ideal argentino de liberación y pueblo”. En El mito gaucho, Buenos Aires, Cruz del Sur-Devenir. La primera edición, de 1948, no contiene este apartado.

Calduch R (1991): “El Estado, el Pueblo y la Nación”. En Relaciones Internacionales, Madrid, Ciencias Sociales, www.ucm.es/dip-y-relaciones-internacionales/libro-rrii.

Chávez F (1989): Proyecciones del Proyecto Nacional. A 40 años de la comunidad Organizada. La Plata, Gobierno de la Provincia de Buenos Aires.

Chávez F (1999): El Pensamiento Nacional: Breviario e Itinerario. Buenos Aires, Nueva Generación.

Etxeberria X (2003): “El derecho de los pueblos y de los Estados”, En Reflexión Política, 9, IEP-UNAB.

Kelly K (1994): “Nine Laws of God”. En Out of Control: The Rise of a Neo-Biological Civilization, Boston, Addison-Wesley.

Oviedo G (2005): “Historia Autóctona de las ideas filosóficas y autonomismo intelectual: sobre la herencia del siglo XX”. La Biblioteca, 2-3: ¿Existe la filosofía argentina?

Perón JDP (2014): La comunidad organizada. Colección JDP, los trabajos y los días, dirigida por Oscar Castellucci, Biblioteca del Congreso de la Nación.

Poratti A (1988): Disertación inaugural del I Encuentro Nacional de Pensamiento Latinoamericano, San Luis, 18 de noviembre. En www.asofil.org.

Randle S (2007): Castellani maldito. Buenos Aires, Vórtice.

Ríos A (2002): “Los estudios culturales y el estudio de la cultura en América Latina”. En Estudios y otras prácticas intelectuales latinoamericanas en cultura y poder, Buenos Aires, CLACSO.

[1] Juan Oscar Ponferrada (1907-1990): periodista y crítico para diarios y revistas. Fue director del Instituto Nacional de Estudios de Teatro, Secretario General de ARGENTORES y creador del Seminario Dramático. Entre sus obras más conocidas se cuentan Flor Mitológica, El carnaval del diablo, Los incomunicados, Un gran nido verde y Los pastores.

[2] Según el apartado pertinente del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano (Barcelona, Montaner y Simón, 1887, tomo 2: 390), Gottfried Leibniz (1646-1716) sostiene que “la percepción es simplemente el hecho representativo, interno o psicológico, y la apercepción no es solo, como se ha creído, la reflexión o el estado del espíritu que vuelve sobre percepciones conscientes para conocerlas mejor, refiriéndolas a ideas o principios generales, sino que es más bien la conciencia en el sentido que hoy se le atribuye o el estado del espíritu que conoce lo que pasa en él. ‘El estado pasajero –dice Leibniz– que envuelve y representa una multitud en la unidad o en la sustancia simple es lo que se llama la percepción, que se debe distinguir de la apercepción o de la conciencia, que es lo que han olvidado los cartesianos, no teniendo en cuenta para nada las percepciones, de que no tenemos conciencia’ (V. su Principia Philosophiæ)”.

Fuente: revistamovimiento.com

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