Semblanza de Luis Eduardo Duhalde
A diez años de su muerte, homenaje al abogado e historiador comprometido con los más humildes.
Por Guido Leonardo Croxatto
Eduardo Luis Duhalde entendía que la ética es la base de la democracia. Sin un núcleo de principios, la democracia se desvanece. Estos principios no emergen solos: la memoria, la verdad y la justicia serían –o son–, en Argentina, la base de un nuevo contrato. La impunidad nos atenaza y nos impide avanzar. La historia política no es una página más que se da vuelta. No es una página que hay que “pasar”, como afirma Régine Robine (cuya lectura Duhalde me conminó en la Secretaría de Derechos Humanos). Por eso Duhalde impugnaba una categoría que en la Argentina no tuvo mucho eco (aunque sí en otros países, no inocentemente propuestos como modelos): la noción de justicia “transicional”. Para Duhalde lo importante no era la “transición”. Era la Justicia. En la Argentina no se hizo, desde la derogación de las leyes de obediencia debida y de punto final, en 2003, justicia “transicional”. Se hizo y se hace “justicia”. Esta política le ha valido a la Argentina un reconocimiento unánime en el mundo. A Duhalde, como a Zaffaroni y a Maier, no le gustaba para nada la categoría (tan de moda en los países donde se pide una “reconciliación” sin consecuencias ni responsabilidades) de “justicia transicional”. Entendía que Argentina debía dar un paso más firme. Y ese paso fue dado.
En su libro Tribuno de la plebe. Vida y muerte de Ortega Peña, obra inconclusa, Duhalde afirma: “Ortega y yo habíamos recibido el impacto de los primeros libros de Jorge Abelardo Ramos (Crisis y resurrección de la literatura argentina y Revolución y Contrarrevolución en la Argentina) y especialmente los de Hernández Arregui: Imperialismo y cultura y La formación de la conciencia nacional. Los dos (…) buscábamos dar un cauce cierto a nuestras vidas a través de “compromiso”. Esa palabra era constante en su boca: la filosofía argentina tenía que “comprometerse”, había que “comprometer” más a los abogados en la defensa de los derechos humanos, había que promover un “compromiso mayor” en todos los niveles y en todas las esferas. Si Militancia era el nombre de una revista que luego pasó a llamarse De Frente (títulos elocuentes, como Reconquista, nombre del diario de Scalabrini Ortiz, que escribía en un sótano con Arturo Jauretche), “compromiso” era la consigna de todo su trabajo como abogado, como historiador, como funcionario y como persona. Compromiso era la palabra que más escuchábamos quienes trabajamos junto a él en la Secretaría Nacional de Derechos Humanos. En todos los que conocimos a Duhalde, él ha dejado una marca indeleble y profunda. Aprendimos que podemos hacer la diferencia y que vale la pena luchar.
La placa de la Escuela del Cuerpo de Abogadas y Abogados del Estado (ECAE), puesta en la gestión de Angelina Abbona, tenía el nombre de Eduardo, así como el aula del piso 9.Era un homenaje a un abogado del Estado comprometido (la ECAE, sobre la calle Defensa, está a la vuelta de la UOM, de la que Duhalde fue abogado junto a Rodolfo Ortega Peña, con quien escribió un libro sobre Felipe Vallese). La gestión anterior de la Procuración del Tesoro quitó la placa de la puerta, dejando a la Escuela sin un cartel que la designe. No fue casual. El motivo central fue la oposición a la política de DD.HH. que Duhalde encarnaba (así como el desprecio al importante rol que debe jugar el abogado del Estado en la defensa de los intereses de la Nación y también de los trabajadores, quitar la placa era un símbolo de claudicación en la formación de los abogados del Estado, desmantelando la Escuela que los prepara). Diez años después me tocó, como director de la ECAE, devolver la placa a su lugar y el aula del piso 9 lleva el nombre del abogado e historiador revisionista denostado por Donghi (quien dice en su libro El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional que Ortega y Duhalde, que reivindicaron la palabra de los desaparecidos, conviertieron la historiografía en un subgénero de la literatura y que existe en ellos un “silencio sepulcral de las fuentes“, aunque ese silencio “sepulcral” fue el terrorismo de Estado, que Donghi cuestiona con menos dureza que la obra de Eduardo y Ortega, que ayudaron a terminar con la impunidad y el silencio “formal“ –sepulcral– de la Academia) y toda la Academia Nacional de la Historia “objetiva”. Duhalde nos enseñó a pensar el Derecho como parte de un compromiso personal muy íntimo y para nada formal.
Duhalde quería fundar en la Argentina una Academia Nacional de Derechos Humanos. Esta Academia, que capitalizaría la experiencia de las políticas argentinas, sería el contrapeso necesario de las demás Academias, casi siempre conservadoras. La llamaba la “benjamina”. La misma sería un faro de luz (el decía un rayo de luz, citando a Walter Benjamin) para una región muy acostumbrada a vivir retrocesos. A cerrar las “heridas” por la fuerza y no a través de la búsqueda de justicia.
Nuestra filosofia del derecho (positivismo lógico, principalismo, etc.) no está –no estuvo casi nunca, como decía Eduardo– a la altura de las circunstancias ni de nuestra historia. No ha aprendido a pensar con responsabilidad. A ubicarse. Sirve sí a las veleidades de la Academia, pero poco –muy poco– a la transformación de la realidad. Brecht decía que hay que aprender a pensar crudamente. Esa es la consigna para nuestra filosofia del derecho: aprender a pensar crudamente. Nuestra filosofia jurídica tiene que empezar a serlo. A comprometerse con los pueblos originarios y todos los que fueron arrasados y desaparecidos de la Historia.
Una vez le pregunté a Eduardo por la violencia política de los 70. Duhalde me pidió que esperaba un segundo en su escritorio y fue a buscar un libro escrito por él, corto, de tapas amarillas (Espejos Rotos: El Che y Lope de Aguirre) que me leyó de comienzo a fin, un viernes a la tarde, lluvioso, mientras fumaba un dunhill negro que se consumía al lado de la foto de John William Cooke. Duhalde me abrió a la responsabilidad no formal. Me mostró que, si quería, podía comprometerme. Podía luchar. Cooke había sido pareja de Alicia Eguren, cuya frase “La intransigencia nos da poder“ es –a partir de que él me la hizo conocer en su despacho esa tarde– mi frase favorita. A nuestro Derecho le falta un poco de esa intransigencia. Está muy acostumbrado a ceder. Nos falta intransigencia para defender a los desclasados. A los menos “favorecidos”. Los caídos del sistema son muchos y siempre esperan un abogado que los defienda. Que haga valer su voz. Que haga justicia. Que luche por ellos.
Fuente: Página 12