Desaparecidos y negacionistas

En los peores años de la represión, 1976-79, operó un negacionismo de consecuencias gravísimas para las víctimas de la represión. Tuvo muchos voceros, en el país y en el exterior. Hoy, condenar el Golpe y no nombrar a la presidente derrocada, ¿qué es?

Por Claudia Peiró

Corría el año 1977 y en las oficinas de una empresa parisina, perteneciente a J.D., un empresario francés que había vivido en la Argentina de julio de 1959 a octubre de 1974, algunos exiliados nos turnábamos para cargar en un ordenador los nombres de los desaparecidos. No existían las PC ni Internet. La máquina tenía funciones básicas como poner en orden alfabético los apellidos de las víctimas y no mucho más.

Recuerdo que el primero de la lista era “Abad”; me quedó grabado, aunque no el nombre de pila.

El empresario J.D. tenía un hijo desaparecido en Argentina. El nombre del muchacho estaba además en otra lista: la de los ciudadanos franceses secuestrados en nuestro país, que desde diciembre de 1977 integraban también las monjas Alice Domon y Léonie Duquet, señaladas por Alfredo Astiz y secuestradas y asesinadas por la Marina. Al hijo de J.D. lo habían secuestrado junto con su novia en septiembre de 1976. Sus restos fueron identificados recién en el año 2010. Otro de sus hijos, exiliado -aunque era francés, así se sentía-, participaba de los organismos creados en París para difundir lo que estaba pasando en la Argentina.

Recuerdo que íbamos a la oficina del señor J.D. por la noche, después del horario laboral, cuando ya no había empleados en el lugar. Solía estar el empresario y también su hijo. Eran largas horas tipeando en la máquina que se usaba para las nóminas salariales.

Pero la nuestra era una lista sombría. Pasábamos en limpio los datos que nos llegaban en retazos: denuncias de familiares, de mensajes de presos que lograban atravesar las paredes y la censura del penal con datos -como alguna vez conté aquí- y de otros que eran expulsados del país desde la cárcel, o que lograban exiliarse. No era sencillo armar las listas; mucha gente todavía tenía un lógico temor a denunciar. Incluso en el exilio, persistía el miedo, por ejemplo, a que hubiera represalias contra los familiares en el país. Por precaución, sólo nos llamábamos por el nombre de pila o un sobrenombre. Una medida algo ingenua… A muchos nos parecía una paranoia excesiva, hasta que Alfredo Astiz se infiltró en el Centro Argentino de Información y solidaridad (CAIS), donde nos reuníamos los exiliados; otra historia que también he contado.

Aquellas primeras listas de desaparecidos eran, comprensiblemente, imperfectas. En algunos casos sólo teníamos un nombre y ningún dato más. En otros, la información era más completa: el sitio del secuestro, la fecha, las circunstancias. En ocasiones, hasta el lugar donde presumiblemente estaba la víctima: ESMA, Campo de Mayo… etc. Con fortuna, algunos de ellos habían estado desaparecidos solo un tiempo y luego habían sido liberados o bien “legalizados”, lo que quería decir que los habían enviado a una cárcel, que el régimen admitía que estaban en su poder. Eran los menos, pero por eso la información podía no estar del todo actualizada. No había mala intención ni conspiración; eran las limitaciones que imponían la represión, la censura y la distancia.

Algunos de los nombres de la lista eran conocidos, personas que habían trascendido a lo público; otros eran allegados para nosotros: amigos, parejas, compañeros de militancia.

Lo que más recuerdo es el clima de enorme soledad en el cual hacíamos ese trabajo. Soledad por estar lejos del país y de los afectos. En ese entonces, las distancias se vivían, se sufrían, mucho más. No había ni siquiera discado telefónico directo entre París y Buenos Aires. Para llamar por teléfono había que pedir la comunicación a una operadora, esperar… era costoso y no se podía hablar abiertamente. Las cartas, si llegaban, demoraban días, con mucha suerte una semana. Y, como en el teléfono, tampoco se podía escribir libremente. No había diarios de Argentina y la prensa europea publicaba muy ocasionalmente alguna noticia referida a nuestro país, un sueltito perdido en alguna sección.

Pero había otra soledad, más grave, deliberada. Era el bloqueo político a las denuncias que venían de la Argentina. A diferencia de Chile, país con el que la solidaridad de la izquierda en sentido amplio fue inmediata, masiva y muy publicitada, en torno a la Argentina se levantó un muro que iba desde el escepticismo -porque, reitero, los diarios publicaban poco y nada- hasta la negación y la mentira deliberadas.

La metodología usada por la dictadura militar argentina fue hacer todo en secreto. Las detenciones eran ilegales, los centros de interrogatorio y tortura eran clandestinos, las ejecuciones se hacían pero jamás se admitían, los cadáveres iban a fosas comunes, sin identificación. Esa siniestra mecánica fue decidida por los militares luego de ver el efecto que había causado en la opinión pública mundial el espectáculo de la represión chilena en el golpe del 11 de septiembre de 1973.

La dictadura argentina mató mucha más gente que la chilena, pero lo hizo en secreto, clandestinamente, con una clausura informativa total, un cerco que costó años romper, porque fue eficiente y porque tuvo cómplices: los verdaderos negacionistas, los que, a sabiendas, negaban que en la Argentina se estuviera desarrollando una represión ilegal que al año de instaurada la dictadura ya se había cobrado miles de vidas.

Perforar ese cerco informativo costó mucho: se logró esencialmente por la lucha de los familiares de las víctimas y de los pocos abogados que se atrevían a apoyarlos, por el trabajo de los organismos de derechos humanos, los ya existentes y los que fueron surgiendo, por la tarea de los argentinos exiliados y por los organismos internacionales que se fueron haciendo eco de las denuncias.

En aquel momento sí que había negacionismo. Era el que imponía, entre otros, la Unión Soviética, para proteger a su aliada y socia comercial, la dictadura argentina. Rodolfo Walsh, tan incensado como poco leído por la militancia de hoy, lo denunció ya en noviembre de 1976: “Al enemigo [a la dictadura] la situación internacional lo mejora. Consigue créditos para su objetivo inmediato de refinanciar la deuda y mantiene excelente relación con el bloque soviético que con su importancia los salva en el sector externo”.

Negacionista fue por lo tanto Moscú, que nunca se hizo eco de las denuncias contra la Junta argentina.

Negacionista fue Fidel Castro que mandaba a su embajador ante la ONU a encubrir a la dictadura argentina votando en contra de tan siquiera enviar una comisión investigadora a nuestro país. Por esos años, los militares hasta secuestraron a dos diplomáticos cubanos y Castro no dijo esta boca es mía. Jamás reclamó por la “aparición con vida” de sus hombres en Buenos Aires. Eso sí, años más tarde, en 2013, vertió lágrimas de cocodrilo cuando el cadáver de uno de ellos fue identificado por el Equipo de Antropología Forense y repatriado a Cuba.

Ahora bien, la influencia de Moscú se extendía a todos los países de la órbita soviética, es decir a la mitad de Europa, más varios países del tercer mundo, en especial Cuba, como vimos, y de los llamados No Alineados, pero también alcanzaba a todo el mundo Occidental a través de los partidos comunistas de cada país y de muchos organismos internacionales humanitarios que, o bien eran tapaderas del aparato soviético de penetración ideológica o bien estaban infiltrados por ellos.

Los comunistas argentinos fueron negacionistas en la dictadura

El Partido Comunista de Francia era, en aquellos años, una fuerza muy poderosa e influyente. En 1977, gobernaban 1500 municipios. Constituyeron para las víctimas argentinas de la dictadura una barrera casi insalvable. No sólo trababan la difusión de las denuncias: eran activos en propagar otra versión de lo que estaba pasando en la Argentina: Jorge Rafael Videla era un general moderado, una “paloma”, a la que no había que cascotear porque de lo contrario los “halcones” de las fuerzas armadas tomarían el poder. Un relato insostenible cuya traducción era: la Unión Soviética, la madre patria de los comunistas del mundo, necesitaba el trigo argentino. Esa era también la versión de los comunistas argentinos, vale aclarar, que sabían muy bien que era una mentira. Hoy integran el Frente de Todos, que acusa de negacionistas a los demás…

Nuevamente cabe citar a Rodolfo Walsh que decía que la dictadura no estaba políticamente aislada en el país, sino que contaba con muchos apoyos: “No es cierto que haya fracasado el aperturismo [del Proceso]. Ejemplos: el PC [Partido Comunista] no participa en los conflictos [gremiales], mientras negocia con el gobierno a través del Partido Intransigente y le paga viajes a (Simón) Lázara y (Víctor) García Costa [N. de la R: ambos socialistas] para que viajen al Congreso de la Internacional Socialista a defender a Videla….”

Mientras tanto, los exiliados, los familiares y allegados de las víctimas de la dictadura golpeaban infructuosamente las puertas cerradas de los medios -muchos de ellos también controlados por corrientes afines a Moscú- y de muchas fuerzas políticas.

Nobleza obliga, hay que aclarar que los comunistas italianos y españoles -enrolados como el PC francés en el llamado eurocomunismo, es decir, independiente de la URSS- se mostraron mucho más receptivos hacia la denuncia argentina.

Pero incluso los que prestaban atención a las denuncias tenían siempre un reparo: “Igual no se puede comparar con lo que pasó en Chile…” era el latiguillo.

Las denuncias iban a la ONU, a la OEA, a las embajadas, a la Cruz Roja, a todo organismo internacional que, nos ilusionábamos, podía presionar a la dictadura para salvar algunas vidas.

Las cosas empezaron a cambiar en ocasión del Mundial de Fútbol de 1978. El foco de la prensa puesto en la Argentina permitió que por primera vez se pudiera llamar la atención sobre lo que ocurría subterráneamente en el país. La campaña de boicot a la Copa del Mundo asumida con mucho brío por independientes y fuerzas de la izquierda europea antisoviética instaló por primera vez en la opinión pública mundial el drama de los desaparecidos argentinos.

Al año siguiente, en 1979, vino una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA a interiorizarse en el terreno sobre lo que estaba ocurriendo. Por primera vez, un organismo especializado tomaba conciencia de la dimensión de la tragedia de los desaparecidos. La delegación de la CIDH estuvo en Buenos Aires, del 6 al 20 de septiembre de 1979. Recibía las denuncias de los familiares de las víctimas en la sede de la OEA, en Avenida de Mayo 760, frente a la cual se formaban largas colas de personas que venían a reportar graves violaciones a los derechos humanos, en especial el secuestro de un ser querido.

En el informe presentado por los expertos que visitaron Argentina, fechado el 11 de abril de 1980, éstos decían no estar “en condiciones de dar una cifra exacta del número de desaparecidos en Argentina”, pero agregaban que, de todas las listas recibidas, les parecía que “la más verosímil” era la confeccionada por organismos de derechos humanos, concretamente “la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos, la Comisión de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, la Liga Argentina por los Derechos del Hombre y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos”, lista que comprendía “un número de 5.818 personas que entre el 7 de enero de 1975 y el 30 de mayo de 1979 fueron “aprehendidas en sus domicilios, lugares de trabajo o en la vía pública por grupos armados que, prima facie, y casi siempre invocándolo expresamente, actuaban en ejercicio de alguna forma de autoridad pública, mediante procedimientos realizados en forma ostensible, con amplio despliegue de hombres –a veces uniformados—armas y vehículos, y desarrollados en general, con una duración y minuciosidad que ratifica la presunción de que quienes intervenían obraban con la plenitud operativa que es propia del uso de la fuerza pública”.

También aclaraban que esa lista no abarcaba “a la totalidad de los desaparecidos”, dado que no incluía los casos en los cuales no se hubiera “presentado un testimonio ante las entidades que la confeccionaron”.

Y concluía: “Cualquiera que, en definitiva, sea la cifra de desaparecidos, su cantidad es impresionante y no hace sino confirmar la extraordinaria gravedad que reviste este problema”.

En algún momento de los 7 años y medio que duró la dictadura empezó a circular el número de 30 mil desaparecidos que claramente era una estimación o proyección, considerando que no había forma de corroborar la cifra de desaparecidos en el contexto ya descrito de la represión ilegal y la censura.

El tiempo, el trabajo de la Conadep en 1984, las leyes de reparación que indemnizaron a las familias de las víctimas, demostraron que, aunque estimativa, la cifra de desaparecidos que publicó la CIDH era más cercana a la realidad que el número hoy sacralizado de 30 mil.

Se ha insistido mucho en que la visita de la OEA marcó un antes y un después en la denuncia de la represión ilegal y la violación sistemática de los derechos humanos por la dictadura argentina; que gracias a esa misión el mundo supo al fin de la existencia de una política deliberada de exterminio por parte de la junta militar. Es habitual decir que, a partir de entonces, ya nadie pudo seguir negando lo que había sucedido.

Pero, para la fecha en que la CIDH visitó Argentina, la dictadura, que llevaba más de 3 años de instaurada, ya había aniquilado al grueso de las estructuras de las organizaciones guerrilleras y desarticulado a casi todas las agrupaciones políticas de base, incluyendo las comisiones internas de los sindicatos.

Siguió habiendo secuestros después de esa visita; los hubo incluso durante los días en que la misión de la OEA estaba en Buenos Aires, pero el ritmo disminuyó drásticamente.

El negacionismo, que algunos imaginan en el presente, existía realmente en aquella época. Dentro y fuera del país.
Ahora bien, todo lo ocurrido a partir del golpe, todo lo peor de la represión, había sido ampliamente denunciado, por distintos medios, en el país y en el exterior, sorteando la censura y el peligro. Incluso en Argentina, como vimos, valientes integrantes de los organismos de derechos humanos habían sistematizado la información disponible en materia de represión ilegal.

¿Qué había pasado entonces? El negacionismo que algunos imaginan en el presente, existía realmente en aquella época. Dentro y fuera del país. Entre 1976 y 1979, es decir, durante los años de mayor intensidad de la represión ilegal, con escasas excepciones, la reacción frente a las denuncias sobre la violación de los derechos humanos en la Argentina era la negación, la incredulidad o la relativización.

Hasta 1979 la mayor parte de las denuncias fueron acalladas por el sistemático boicot de la Unión Soviética y de todo su bloque de influencia. Moscú bajó una verdadera “cortina de hierro” para proteger a sus aliados, los dictadores argentinos.

Por eso la misión que vino a la Argentina fue la de la OEA; allí no había un Fidel Castro como en la ONU para impedirlo, ya que Cuba no integraba el organismo interamericano. Y por eso la primera comisión que vino a verificar in situ las violaciones a los derechos humanos en la Argentina llegó recién 3 años y medio después del golpe y cuando ya se había consumado el grueso de la tragedia.

Jorge Rafael Videla autorizó la misión de observación de la OEA por la presión de Washington, mientras que las dictaduras del proletariado sostenían comercial y diplomáticamente a los que llevaban adelante la guerra contra el “marxismo”. Ironías de la historia.

Como cada 24 de Marzo, también esta vez asistimos a debates estériles, en los que los argumentos no apuntan a la verdad sino a encerrar a cada facción en su dogma. El relato hoy en boga sobre el Golpe del 76 y la represión ilegal no menciona el negacionismo de aquellos años terribles, pese a los efectos gravísimos que tuvo. Prefieren librar una batalla semántica, virtual, sin riesgo alguno, ya que no se trata de una lucha por la verdad, sino de un simulacro.

Además, si de negacionismo se trata, deberían acusarse a sí mismos. Condenar año a año el golpe de Estado de 1976 y nunca, jamás, mencionar a la presidente derrocada, ¿qué es?

Si eso no es negacionismo…

Vale recordar que la misión de la CIDH de 1979 se entrevistó con los anteriores presidentes de Argentina. A María Estela (Isabel) Martínez de Perón la tuvieron que visitar en su arresto domiciliario en San Vicente, dado que había sido encarcelada el mismo día del golpe de Estado y seguía detenida.

El no mencionar a Isabel Perón en los actos conmemorativos del golpe de Estado revela que en el inconsciente de muchos persiste el espíritu con el cual en su momento contribuyeron a crear el clima favorable a la instauración de la dictadura, en nombre de la idea de que “cuanto peor, mejor”. Las organizaciones armadas querían el golpe, pensaban que eso agudizaría las contradicciones y le mostraría al pueblo a su enemigo de modo descarnado. Reconocer eso también es memoria.

Además, en las elecciones provinciales en Misiones en abril de 1975, los Montoneros compitieron con una lista propia: el Partido Peronista Auténtico. El fracaso fue sonoro: menos del 5 por ciento de los votos. La democracia no era lo de ellos. En el fondo, coincidían con el enemigo: Isabel, su gobierno, era un estorbo.

El hecho de que nadie mencione a la Presidente derrocada, en los muchos actos de repudio al Golpe del 76, habla a las claras de la aprobación que, de modo más o menos explícito, el grueso de los protagonistas de la época daba a su destitución.

El apego al eslogan de los 30 mil, y su uso para obturar toda investigación, es un signo de que se elude la verdad. Es síntoma de una involución hacia posiciones maniqueas y simplistas, en las que el dogma es refugio y excusa para frenar el debate y eludir responsabilidades.

Es una pose que permite ponerse galones inmerecidos. Se lo repite como un mantra, como el santo y seña de la pertenencia a una facción. Es incluso esgrimido como advertencia, como amenaza incluso, hacia el que no se pliega al credo oficial.

Si la verdad debe imponerse por ley como pretendían algunos -y como de hecho se impuso en la provincia de Buenos Aires (durante la gestión de María Eugenia Vidal) donde es obligatoria la mención a los “30 mil” en documentos oficiales- entonces no es una verdad sino un dogma. Y esa operatoria se llama estalinismo. O dictadura.

Fuente: Infobae.com

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