El proyecto monárquico de Belgrano: ¿disparate o engranaje de un plan continental?
Para Mitre y la línea historiográfica que él fundó, esta propuesta del creador de la bandera fue un desliz desafortunado que era mejor olvidar. Pero, ¿qué había detrás de la iniciativa belgraniana?
Por Pablo Yurman
El sistema escolar nos inculca, desde nuestra infancia, la idea de que Manuel Belgrano, siendo una gran persona, patriota decidido y hombre de virtudes heroicas, por motivos aparentemente desconocidos, tuvo un desliz desafortunado (disculpable por supuesto) al proponer como forma de gobierno una monarquía constitucional presidida por un descendiente de la casa imperial de los incas. Hasta allí lo instalado en el inconsciente colectivo, siendo raras las profundizaciones sobre este tema.
El 6 de julio de 1816, los congresales reunidos en Tucumán, escucharon en sesión secreta las palabras de Belgrano, recién llegado de una misión diplomática a Europa. Es claro que la decisión de declarar la independencia ya estaba tomada, pero había que definir qué hacer luego, concretamente, cómo habría de constituirse políticamente el nuevo Estado. Del acta labrada para dejar asentado lo dicho por Belgrano surge que “en su concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas Provincias sería la de una monarquía temperada, llamando [a] la Dinastía de los Incas, por la justicia que en si envuelve la restitución, de esa Casa tan inicuamente despojada del Trono.”
Antes de analizar la propuesta belgraniana, observemos la Declaración de la Independencia. Lo primero que llama nuestra atención es que de la lectura del acta del 9 de julio quienes se pronuncian son los representantes de las “Provincias Unidas en Sudamérica”, no dice ni “Argentina” ni siquiera se utiliza la fórmula adoptada desde 1810 y que aludía a Provincias Unidas “del Río de la Plata”. Y otro dato que suele pasar desapercibido: la fórmula de ese día hará referencia al “Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”, pero a instancias del diputado Medrano, diez días después se ampliará agregándole “y de toda otra dominación extranjera”. Nada es casual en esos días. Hubo intentos, y seguirá habiéndolos, por parte de algunos, de que pasásemos del collar español, a otros collares, pero sin dejar de ser perros. Basta recordar que Carlos María de Alvear, siendo Director en 1815, dirigió una carta al primer ministro británico, ofreciéndonos como protectorado inglés.
Fernando Sabsay en su libro Rosas, el federalismo argentino destaca, convencido de que la propuesta de Belgrano lejos de ser un disparate era parte de una estrategia, que “desde comienzos de julio, el Redactor del Congreso eliminó las referencias a lo ‘rioplatense’ y puso acento en lo ‘sudamericano’; desde ese momento, cualquier distrito sudamericano que adhiriera a tal declaración, quedaba de hecho y de derecho incorporado a la Nación sudamericana”.
Otros detalles parecen confirmar lo anterior, en el sentido de entender que el Congreso se proponía continentalizar la declaración de la independencia y no recluirla, en cambio, a lo que luego será la República Argentina. Pocos días después declara a Santa Rosa de Lima (santa de arraigada veneración en todo el continente) como Patrona de la América del Sur, y modifica el nombre del titular del poder ejecutivo que a partir de entonces se llamará Director Supremo de las Provincias Unidas de Sudamérica.
Hay otro elemento crucial en la propuesta de Belgrano. En caso de prosperar y de concretarse, la futura capital del Estado sería la ciudad de Cusco, en territorio del entonces Virreinato del Perú, claramente fuera de lo que había sido el Virreinato del Río de la Plata, elemento que habla a las claras del deseo de trasladar el centro del poder político, de la ciudad puerto de Buenos Aires al interior profundo de la América española, por entonces más poblado, con mayores riquezas naturales e infraestructura, dotado incluso de universidades erigidas dos siglos antes por los españoles.
Fuera del Congreso, dos voces altamente respetadas, adhirieron a la propuesta de Belgrano. José de San Martín, que era gobernador de Cuyo y desde Mendoza ultimaba los aprestos para el cruce de los Andes, en carta al congresal Godoy Cruz, le decía “Yo digo a Laprida lo admirable que me parece el plan de un Inca a la cabeza: sus ventajas son geométricas; pero por la Patria les suplico, no nos metan una regencia de varias personas; en el momento que pase de una, todo se paraliza y nos lleva el diablo.” Es posible que el Libertador apoyara la idea monárquica no tanto por convicciones íntimas sino por verla como garantía de un cierto orden que terminara con el caos y la anarquía extendidos por todas partes desde 1810. Por su parte, Martín Miguel de Güemes, desde Salta dirigirá una proclama a los pueblos peruanos anoticiándolos del proyecto y expresando su adhesión.
Pero sabemos que no sólo no habrá de concretarse una monarquía constitucional con capital en Cusco, sino que tampoco, y esto es lo peor, tampoco se formarán las Provincias Unidas de Sudamérica desde el istmo de Panamá hasta el cabo de Hornos. Es que el plan será sistemáticamente atacado por la prensa porteña y saboteado hábilmente por quienes defendían los intereses portuarios en detrimento de los del conjunto de los pueblos.
Mitre, con elegancia pero de forma lapidaria, en su biografía de Belgrano dirá: “Bien que extravagante en la forma e irrealizable en los medios, ésta era una idea que estaba en la cabeza de muchos pensadores y tenía su razón de ser, si no en los hechos, por lo menos en la imaginación, que a veces gobierna los pueblos más que el juicio.” Resulta injusta la opinión de Mitre toda vez que Belgrano, por su experiencia en los campos de batalla y en innumerables campañas, además de su reciente misión diplomática en Europa, estaba mucho más empapado de nuestra realidad local y también de lo que acontecía en el mundo que otros personajes de la época. Por tanto, atribuir el plan a mero idealismo de alguien que no tiene los pies sobre la tierra, resulta infundado. Las discordancias son por razones más profundas. Acaso la idea de constituir las Provincias Unidas de Sudamérica requería amplitud de miras estratégicas y pragmatismo, elementos imposibles de suscitar en algunas mentalidades mezquinas portuarias.
Un último elemento para el análisis. ¿Cómo compatibilizar una monarquía incaica con un modelo “temperado” es decir constitucional, con división de poderes? En rigor de verdad, lo sorpresivo no fue tanto proponer un sistema monárquico (de hecho, la mayoría de los pueblos tenían en la época esa forma de gobierno) sino que se convocara a un legítimo descendiente del último emperador inca, destituido del cargo a la llegada de los españoles. Ante otros planes que circulaban por entonces para hacer coronar aquí a un príncipe europeo, Belgrano tuvo esa originalidad, que concitó cierta adhesión fundamentalmente en el Alto Perú (hoy Bolivia), cuyos congresales en Tucumán manifestaron su entusiasmo. Algunos llegaron incluso a especular con el posible candidato al trono. Se trataba de Juan Bautista Tupac Amaru, hombre de casi ochenta años y que estaba preso en España por aquellos años. Será liberado varios años después y sus restos fueron sepultados en el cementerio de La Recoleta en Buenos Aires.
Pero no debe verse en la coronación de un descendiente de los incas un indigenismo forzado sino una apuesta a la unidad, que aún parecía distante. Por otra parte, si la fórmula incaica pretendía un retorno al Incario (el formato de dicho imperio a la llegada de los españoles tres siglos atrás) habría que considerar exhaustivamente si esta propuesta seduciría a pueblos que, como los que habitaban en el norte de la actual Argentina, habían sido sometidos a vasallaje respecto del poder central del Cusco, régimen que era en lo sustancial una teocracia autoritaria, estructurada en castas y que admitía sacrificios humanos, rasgos incompatibles con toda idea de derechos individuales y de estado de derecho. Por tanto, un heredero de los emperadores incas en el trono del nuevo estado no apuntaba a una vuelta atrás de tres siglos sino a evitar el coronar a un príncipe europeo con compromisos de linaje y, al mismo tiempo, entusiasmar a la mayoría de la población autóctona, de sangre indígena, con los postulados independentistas, respecto de los cuales habían sido en general remisos.
El plan monárquico con capital en Cusco fracasó y la gesta emancipadora tendiente a concretar los Estados Unidos de Sudamérica, conservando la unidad de los territorios españoles librados a su suerte por el colapso del imperio, habrá de naufragar en un proceso de atomización en quince estados dándose la espalda unos con otros, cuando no declarándose mutuamente la guerra. El poder quedó, como diría el pensador uruguayo Alberto Methol Ferré, en manos de las “polis oligárquicas portuarias.”
Pablo Yurman es desde 2016 es Director del Centro de Estudios de Historia Constitucional Argentina “Dr. Sergio Díaz de Brito”, de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario.