La guerra y la paz: apuntes sobre el delito

Por Pablo Sartirana*

El chorro como aspiracional en el mundo del hampa de los años noventa murió. Su pandilla, su vestimenta ostentosa, su arsenal, su billetera abultada, su novia como objeto de exhibición, su actitud reivindicativa, parecen débiles destellos de un pasado remoto. Lo que el viento se llevó. En cambio, el transa, ese sujeto social desclasado del delito en los años noventa, mal necesario, arruinaguachos, paria, rata inmunda, se volvió un aspiracional. 

La cultura del transa se instala con fuerza en la sociedad y atraviesa a todas las clases sociales. Más que un dealer, es una manera de ser. Una forma de vivir. Como el narco que manda a matar por ajuste de cuentas: terceriza y economiza la muerte. El negocio del transa, aunque parezca una paradoja, es la paz comprada a cualquier precio.

El negocio ilegal más importante de los años noventa no era la droga, sino el tráfico de armas, chalecos, balas; compra de vehículos, handies, información del enemigo. La guerra es onerosa. Necesita de aliados y proveedores: señores de la guerra. En algunos casos con placa y pistola reglamentaria. Lo novedoso es que el chorro que antes financiaba el negocio de la guerra, hoy apenas financia su adicción y un estilo de vida más decadente.

El actor y director de Mundo Sur, Julio Zarza, reveló en una nota reciente que un transa a sesenta cuadras del Obelisco hace un promedio de 200 lucas por día. Setenta y tres millones de pesos al año. Parafraseando a Discépolo: hoy el que afana es un gil.

La droga como negocio cambió para siempre el paradigma de la delincuencia, invirtió el estatus del chorro y el transa poniendo fin a la guerra como negocio exclusivo. Sin embargo, del año 2000 para acá vemos que esta paz mentirosa comprada al transa todos los días se parece demasiado a una calamidad social. Referentes sociales y religiosos como el padre Pepe di Paola lo advierten desde hace más de dos décadas.

Un análisis serio de la estructura y la cultura del delito del nuevo siglo, nos lleva a pensar que no existe política de seguridad posible sin prevención y tratamiento de las adicciones. Eso no quiere decir que la adicción lleve necesariamente al robo, sino que el robo por lo general termina en el consumo. Subir el costo relativo de un delito que, dicho sea de paso, viene subiendo desde hace veinte años, supone pasar del morbo a la perversidad: ningún ladrón sale a robar para ser exitoso en el siglo del transa.

Por último, los estereotipos construidos alrededor de estas dos figuras del delito son eficaces en aniquilar generaciones enteras tanto en la guerra como en la paz, alimentando un negocio que, en el fondo, los excede. Un sistema de lucro que autorregula la violencia hasta llevarla a niveles más tolerables de convivencia urbana, permite mantener las plazas abiertas y un flujo incesante de consumidores. Es en este sentido que la figura del transa se acomoda mejor al nuevo mundo, mientras que el chorro se convirtió en el transa de los años noventa.

* Periodista, corresponsal de Mundo Villa. Autor de Un ángel de Barracas.

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