“Necesidad emergente: Una política cultural de nuevo signo”, por Wilson Javier Cardozo

En nombre de mis colegas de abrelabios, celebro esta oportunidad de exponer y dialogar asuntos que debiéramos debatir con más detenimiento y profundidad y procurando resultados pasibles de verificación. Abrelabios, nuestro grupo de gestión cultural, acumula más de un cuarto de siglo realizando actividades no solo en Uruguay sino también en otros países de la región. Eso nos ha permitido disponer de una lectura propia, desde nuestra experiencia en territorio y –en mayor o menor grado– en las tres áreas en que se propuso centrar este panel (cultura, educación y comunicación).
La exposición de algunos aspectos que nos preocupan, a los que refieren nuestras críticas, pretende (evitando la facilidad de la queja) advertir, para futuras decisiones, sobre equívocos cuya revisión podría habilitar una política cultural de nuevo signo. A nivel de los Estados, tenemos la impresión de que la distribución de los recursos económicos (siempre finitos) se realiza con la centralización como lógica predominante.
Así, cuando debe elegirse dónde, se prefiere la ciudad capital macrocefálica, antes que el resto del país; en lo hace a lo departamental, se procede mediante un calco de decisiones más o menos similares. E, incluso, dentro de las propias ciudades, también se practica la centralización y concentración de los recursos en áreas muy delimitadas.

Los resultados de esta tendencia y, en los hechos, de las políticas de Estado predominantes en la región, determinan realidades como las que probablemente cualquiera de mis colegas de panel podrían atestiguar. Los “efectos positivos” que se logran son más o menos previsibles. En visibilidad ante
los medios masivos tradicionales de comunicación, con repercusiones inmediatas, porque suceden en un espacio donde tienen congelada su atención.

En repercusión de público, diríamos que de relativo resultado, porque llegan a grupos de personas que ya disponen de un variado menú de oferta cultural. Es decir, generalmente deben competir con otras muchas opciones preexistentes. En capacidad logística de ejecución, sin demasiados inconvenientes u
obstáculos, porque operan en medio de ambientes burocráticos habituales, cuyos tiempos y comportamientos más o menos dominan. En cuanto a los “efectos negativos”, ese centralismo reduccionista reproduce (más que exclusión) una incapacidad de visualizar todo lo que se ubique fuera del centro desde el cual
se decide, además de profundizar distancias entre áreas físicas complementarias: capital-resto del país, ciudad-periferia, centro de una ciudad – demás barrios.¿Casos concretos? Hace once años participé (en la Intendencia departamental de Montevideo, junto a colegas de la Unidad Temática por los Derechos de los
Afrodescendientes) en un trabajo de relevamiento, reivindicación y visibilización de los aportes afro a la identidad nacional. Expusimos, en abril de 2012, los avances de “Identidad oculta”, como se denominó ese material, en un Encuentro de Ciudades Educadoras que se hizo en Montevideo. (Me detengo brevemente en este detalle de mi experiencia personal, más que del grupo abrelabios, porque considero que también nos aportó evidencia de la desproporcionada concentración de recursos culturales en un área urbana específica; o de cómo la priorización, en los hechos, de dos o tres municipios, sin necesidad de leerse como una actuación en detrimento de los demás, se comprende como desfavorecedora del resto de la ciudad.)
Ese trabajo nos permitió comprender que casi toda la estatuaria de Montevideo está ubicada en la zona céntrica y, de manera aislada, en zonas más o menos residenciales. Salvo excepciones, como podría ser el parque de esculturas al costado del edificio Libertad.
Ayer mismo, mientras dialogábamos con los demás colegas de abrelabios sobre los contenidos de esta exposición, el profesor José Luis Machado me recordaba lo siguiente: En el cerro de Montevideo residen aproximadamente doscientas mil personas y el único teatro instalado cuenta con doscientas sillas de plástico. Se carece de cine y, aunque existen bibliotecas, siquiera existe una librería adonde adquirir libros. Entonces, si ubicáramos (como les comenté en el caso de la estatuaria para el trabajo de “Identidad oculta”) los teatros, cines y librerías en el plano montevideano, ese tipo de instituciones y comercios culturales quedaría confinado a una pequeña, reducida y selecta zona de la capital uruguaya.

A riesgo de caer en lugares comunes, corresponde advertir que cuando se trata de forma igualitaria situaciones de notoria desigualdad solo se perpetúan las desigualdades. Si sabemos, por ejemplo, que las zonas fronterizas de Uruguay y Brasil registran muy bajos niveles de desarrollo humano, en contraposición con la realidad de las capitales estaduales próximas, los recursos económicos debieran privilegiar ese territorio para la acción cultural.
Si es que, de verdad, se pretende usar el potencial disponible del MerCoSur para mejorar la realidad desde la cual surgió ese mercado común. A partir de estas constataciones, no pareciera forzado advertir que existe una clara emergencia: la necesidad de una política cultural de nuevo signo. Que surja y evidencie una
mirada distinta del territorio, que decida (sobre los recursos disponibles) de otra manera, que articule el peso relativo de sus intervenciones en favor de políticas de incorporación –o reincorporación– social de los grupos excluídos, que no esté condicionada a las afinidades político-partidarias de los gobernantes de turno.
Aunque no nos corresponda delimitar con precisión cómo debiera ser esa política cultural de nuevo signo, es claro que debiera encaminarse a corregir errores y consecuencias sobre los que estamos advirtiendo. Y es muy probable que sus resultados inmediatos no satisfagan las evaluaciones que se realicen bajo los mismos parámetros con que se evalúan las actuales políticas culturales.
La cultura, la educación, la comunicación, son –en definitiva– productos de mercado. Su acrecentamiento, su potencial económico y de desarrollo y su distribución también merecen la atención y el cuidado que se le asigna a otros productos del mercado. Solo que, hay políticas que no favorecen ni el acceso ni la democratización de esos productos. En definitiva, una política cultural de nuevo signo también tiene que dar muestras del cambio de rumbo en cuanto a cómo se articulan y distribuyen socialmente productos tales como la cultura, la educación y la comunicación en las comunidades mercosureñas.

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