Carta al presente del general Simón Bolívar. Por Elio Salcedo
Como señala el historiador y pensador nacional Roberto A. Ferrero, el ideal de la unidad política de América Latina -la base del pensamiento nacional continental- “se formuló a lo largo del primer siglo independiente en opiniones doctrinarias, planes de confederación, tratados bi y multilaterales”, etc. En tal sentido, coincide el Dr. Claudio Maiz (otro gran intelectual latinoamericanista del Interior), “las tesis de Bolívar son de referencia obligada, en razón de constituir elementos fundamentales del derecho público americano”, que constituyen a su vez “la espina dorsal de una doctrina radicalmente distinta del panamericanismo”, pues “ambos términos son antagónicos”. La Carta de Jamaica constituye ciertamente uno de los documentos básicos del pensamiento nacional latinoamericano.
Efectivamente, en la Carta de Jamaica (1815), su carta más conocida, Bolívar habla de “los objetos más importantes de la política americana” y despliega sus vastos conocimientos -no tan limitados como él decía- sobre “un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo”, pues conocía “los verdaderos proyectos de los americanos”, “el grande hemisferio de Colón”, “los muy oprimidos americanos meridionales” y “el destino de la América”.
En esta carta -con gran conocimiento de su Patria Grande-, se refiere al virreinato del Perú como “aquella porción de América”; a Venezuela, como “el orgullo de la América”; a Nueva Granada (la que hoy conocemos como Colombia) como “el corazón de América”; sobre Puerto Rico y Cuba se pregunta: “¿no son americanos estos insulares?”; mientras que, después de advertir sobre las “divisiones internas y guerras externas” en el Río de la Plata, se solidariza con sus habitantes, “acreedores a la más espléndida gloria” …. “Este cuadro –sostiene Bolívar al visualizar aquella América hasta entonces española- representa una escala militar de 2.000 leguas de longitud y 900 de latitud en su mayor extensión, en que 16 millones de americanos (hoy más de 600 millones) defienden sus derechos o están oprimidos por la nación española”.
Si echamos una ojeada, escribe Bolívar en esa carta, “observaremos una lucha simultánea en la inmensa extensión de este hemisferio”, porque “la América es una máquina eléctrica que se conmueve toda ella, cuando recibe una impresión alguno de sus puntos”. La Guerra de Malvinas confirmó esa certera afirmación 167 años después, a vistas de la solidaridad de toda Nuestra América por el conflicto de la Argentina con Gran Bretaña y el socio consuetudinario de la pérfida Albión: Estados Unidos y su brazo armado, la OTAN.
En pleno proceso de la Independencia, y con ese estado profundo de conocimiento que tienen de su Patria los grandes conductores, tampoco le es ajena a Bolívar la indiferencia de Europa y de la América anglosajona respecto a ese proceso emancipatorio: “No solo los europeos, hasta nuestros hermanos del norte (que luego acusará de usurpadores de nuestra libertad) se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos, porque ¿hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad del hemisferio de Colón?“.
Pero a pesar de todas las dificultades, y de tener como prioridad “la libertad del hemisferio de Colón“, como gran estadista que es, se interesa además por “los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores y otros accidentes (que) alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la población…“. Así también, el criterio de enfocarse en los problemas de su gente trasciende el pasado y se encarna en los luchadores del presente.
Aunque es consciente de las divisiones y distancias entre los Estados nacientes y sobre todo de sus clases dirigentes con el pueblo (que ha podido experimentar en carne propia hasta enmendarlo), desea “más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria”. “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo Gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse…”.
Contrariando y desmintiendo a los que piensan que durante cinco siglos hasta hoy no pasó nada, ni se intentó nada (“cinco siglos igual“), el 4 de julio de 1825, emulando a San Martín, el ahora Libertador de la República del Perú y Encargado del Supremo Mando proclama en el Cuzco los Derechos del indio como ciudadano, y prohíbe las prácticas de explotación a las que se lo tenía sometido desde los siglos anteriores. El famoso Decreto tenía vital importancia y magnitud, si entendemos que en muchos casos la población indígena se hallaba sujeta a servidumbre en las minas por parte de las clases parasitarias del Alto y Bajo Perú. Sin embargo, como el propio plan de unidad y federación, aquel decreto socialmente revolucionario no se efectivizaría y la liberación del campesinado, las reformas agrarias y la revolución industrial deberían esperar dos siglos: hoy siguen en parte pendientes de su consecución definitiva por la resistencia al cambio de esas mismas “clases parasitarias”.
Y ya casi al finalizar su carta más conocida, que parece dirigirnos a nosotros, Bolívar reafirmaba su convicción de que “la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración”, aunque advierte: “Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles (la grieta en el Río de la Plata) formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros, la masa ha seguido la inteligencia”.
A dos siglos de aquella reflexión, no hay dudas de que la contienda se prolonga en el presente, que las fuerzas aparentemente se han emparejado por distintas razones y que, en medio de una gran confusión por las mentiras y falsedades del enemigo y los propios errores, limitaciones y debilidades, no hay otra solución que reunir la fuerza del número con la idea (la masa con la inteligencia), para triunfar definitivamente sobre las fuerzas conservadoras que aparecen como propiciadoras del “cambio” o de la “libertad”, cuando son todo lo contrario.
Por ello es fundamental adquirir una conciencia histórica colectiva, permanente y trascendente, requisito de una profunda conciencia política nacional y latinoamericana.