El poeta maldito convertido en momia resplandeciente de Tolosa. Por Julian Axat

Había despertado los elogios de Sarmiento y por su notable inteligencia en las letras, estaba destinado a la gloria. Lo compararon con Rimbaud.

Pero errante en su adicción al alcohol, deambuló pobre, solo y abandonado en sus últimos meses en la ciudad de las diagonales, donde se convirtió en leyenda no justamente por sus letras.

Su cadáver, que había sido inhumado en una fosa común, fue reconocido por un amigo cuando, al ser trasladado, los sepultureros notaron con estupor que parecía momificado. Incluso se dice que de él emanaba una especie de luz: un cadáver resplandeciente, que fue exhibido al asombro del público durante varios días.

PROMESA DE SU GENERACIÓN

Matías Behety nació en 1849; Jules Laforgue en 1860; Isidore Ducasse en 1846. Si bien los tres escritores comparten un mismo origen: la ciudad de Montevideo, a diferencia de estos dos últimos, el destino del primero no será Paris, sino Buenos Aires, y -luego- La Plata, ciudad recientemente creada que prometía a los intelectuales y políticos de la época un lugar cuyo destino podía emular a la ciudad de las luces.

Pero no nos adelantemos. Cuando la familia Behety cruzó el charco para instalarse en el barrio de La Boca, ni se imaginaban que el pequeño Matías se convertiría, tarde o temprano, en una de las promesas de su generación; todo sin imaginar que, en algún momento, la vida de excesos iba a terminar sepultando esas ilusiones.

El testimonio de su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires, lo cuenta Miguel Cané, en su libro Juvenilia (1884), para quien la fascinación por ese personaje lo lleva describir: “Delgaducho, linfático, de estatura más baja de la normal, de piel trasluciente color nardo y marfil, que se sonroja o empalidece a la menor emoción… tiene veinte años y el tamaño de un niño…”.

En otro tramo, Cané dirá: “Posee inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada de una palabra de indecible encanto y un estilo elegante y armonioso”.

Con sólo 19 años, Behety se recibe de procurador, y trabaja en el estudio del prestigioso Manuel Quintana, quien –más tarde– será ungido presidente de la República (1904-1906). En paralelo, y como muchos de sus pares, comenzará a ejercer el periodismo prestando su primera colaboración en el diario La Patria.

Por su pluma algo entreverada pero con algo de incisión sarcástica, cosechará todo tipo de elogios. El mismísimo Domingo Faustino Sarmiento, desde las páginas de El Inválido Argentino, retratará a Behety como una suerte de “niño de oro”, con “capacidad versátil de pasar de la ley a las letras en solo un santiamén, sin perder por ello la claridad y el tono”.

Las andanzas de Matías Behety se cruzarán con la crema y la nata de los jóvenes promesa, que ya, desde entonces, estaría llamada a construir los cimientos de una nueva Nación en el siglo XX. Claro que eso podía salir bien o podía salir mal; en el laboratorio de las promesas de aquella generación del 80´, aparecía una tentación que podía echarlo todo a perder: la bohemia. Aquello que Charles Baudelaire tan bien llamará el spleen, ese estado existencial de melancolía sin causa definida, el virus oscuro que atrapaba el alma de los poetas, no los soltaba y les deparaba un final trágico.

EL TEMULENTO

Como ya dijimos, a Matías Behety, parecía aguardarle un futuro brillante, pero dos aspectos se cruzaron en su vida: la bebida y el azar.

En cuanto a lo primero, fue pública su creciente afición por el alcohol; en particular, el ajenjo, que consumía en exceso. En cuanto al segundo, su estado deplorable no dejaba de depararle todo tipo de escándalos. Se enrolaba en reyertas y duelos nocturnos; alguna vez fue arrestado por la policía y tuvo que pasar la noche en un calabozo. Se recuerda una foto suya publicada por la prensa de la época donde se lo puede ver dormido sobre la mesa en la que se celebraba la cena homenaje al actor italiano Ernesto Rossi, de gira por nuestro país.

Joaquín Castellanos, poeta que llegaría a ser diputado nacional, sin haber conocido personalmente a Behety, le dedicó un extenso poema al que llamó Temulento, palabra que según el diccionario español significa “borracho”, “embriagado”. Aunque el mismo autor, tiempo después, aclaró que no quiso ser ofensivo con quien consideraba quizá la más brillante inteligencia de su generación.

El Temulento, de ciento treinta y cuatro estrofas, todas evocadoras de la voz de Matías Behety; es el vestigio de nuestra literatura que precede a las sagas: “El que tiene sed” de Abelardo Castillo, “Black out” de María Moreno; donde lo etílico juega un lugar central en la inspiración. Paraísos artificiales que desarreglan todos los sentidos.

(…) ¡Soy un fermento de los fangos cósmicos, /Soy un intoxicado por la vida/ Que llevo la impresión de la caída/ Sin fin, en desolada inmensidad! Grita Behety mamado, en la voz de Castellanos.

El decadentismo, la bohemia y el ajenjo son elementos que forman parte de un episteme de poetas marcados por la desesperación romántica. La oscuridad del alma. La muerte de la musa. Un sol negro en el pecho. ¿

Acaso, en estas lides, ¿el precoz Behety no era ya una suerte de sosías local del joven Arthur Rimbaud?

¿ESPECTRO SIN ESTROFAS?

Se ha establecido un lugar común sobre la poesía de Matías Behety: “poeta sin estrofas”. Es cierto que no publicó libros, pero no hay duda que sí escribía. Hay constancias que dan cuenta de su escritura, como el archivo del diario La Nación. Telmo Manacorda reproduce parte de aquel material, así el siguiente poema de amor:

“… Hacia tu hogar encaminé mi paso/ Y me detuve trémulo en su puerta! /El sol se sepultaba en el ocaso, /Y al abrazarme me dijiste: ¡muerta! (…)”.

El 12 de marzo de 1870, La Nación anuncia que va a publicarse un semanario literario a cargo de “veinte escritores de fama” que se titulará El Fénix. Las plumas de la fama, el mismísimo general Mitre, José Mármol, Juan Carlos Gómez, Juan María Gutiérrez, Francisco Uzal y Matías Behety, entre otros. Será en dicha publicación que encontramos los poemas bajo el anagrama “Tebeth”.

Desde los primeros ejemplares de El Fénix, “Tebeth” cierra sus “Hojas sueltas” con “pensamientos”, especie de “greguerías” del estilo Ramón Gómez de la Serna, y sonetos, quebrados al final en repentina ironía. Así, por ejemplo:

AL LUCERO DE MIS NOCHES: Perla entre mil de la argentada zona/ Quisiera de los ángeles el vuelo/ Para escalar el infinito cielo/ Y ceñirme a la luz de tu corona. / Mi delirio fantástico perdona./ Que el alma joven con febril desvelo /Siempre fabrica en deleznable suelo/ Alcázares que el viento desmorona./ Perdona, si mi pequeñez humana/ No es digna de besar la etérea cumbre/ Por donde van tus fulgurosas huellas;/ Y sigue tu carrera soberana/ Globo de nieve y sede perenne lumbre/ Por ese mundo azul de las estrellas.

¿Se trata –entonces– de un poeta sin estrofas? De todos estos poemas sonetos, pensamientos, frases, entre los que están escritos en El Fénix, y los que han recogido sus amigos, he contado más de 20 poemas, por lo que hay material suficiente que podría haberse reunido –post mortem– para confeccionar un libro de Matías Behety. Sin embargo, pese al mito, nadie ha reparado en semejante injusticia, quedando sin obra para la posteridad.

SPLEEN EN LA PLATA

En un intento desesperado por arrancarse del ambiente que parecía alimentar su tendencia autodestructiva, Behety se mudó a La Plata en 1885 donde fue muy bien recibido por sus primeros hacedores. Recién fundada por Dardo Rocha, la ciudad capital bonaerense necesitaba importar intelectuales con una mirada que incluso pudiera generar –a la larga– una nueva identidad de progreso, que comenzara a distinguirse de la porteña.

Al ser presentado el trazado del plano de la ciudad La Plata en la exposición universal de Paris de 1889, Glade y Benoit hablaban de una ciudad soñada por los poetas. Poetas que cumplen una función romántica de cantarle a sus lugares: monumentos, estatuas, edificaciones, plazas, árboles y edificios.

En vez de cumplir con ese destino, Behety cumplió un rol inverso, el sueño de las nuevas catacumbas y tugurios de mala muerte de la recién creada ciudad.

Su primer alojamiento fue en el hotel “19 de noviembre”, ubicado en diagonal 80 entre 4 y 5 (cerca del diario El Día). Quería construir una nueva épica personal, cambiar su vida cuidando delicadamente cada detalle de la atmósfera en que transcurrirían aquellos días. Pero el alcohol seguiría minando su salud, no pudo con su genio, y ya pronto estaba de nuevo frecuentando por las noches los bares platenses, gastándose el poco dinero.

Por eso, al poco tiempo debió irse del hotel, por no poder pagarlo. Fue entonces que aguien le ofreció una pieza en el fondo de una vivienda de Tolosa.

Según cuenta Rafael Barreda, en un artículo publicado en Caras y Caretas (septiembre/1885): “Matías era pobre y vivió pobre, casi en la miseria”. Y agrega: “En el último período de su vida, se alejó de sus amigos que estaban en auge y sólo se lo encontraba en los fondines, tabernas o bodegones… Allí se hallaba en su centro, a sus anchas, como él decía, usando de su lenguaje persuasivo, salpicado de figuras bellísimas, compartiendo con los pobres lo pobre de su bolsa. Y, cosa rara, los que escuchaban sus frases, siempre originales –aquella gente ruda e ignorante–, sentían por él el mayor respeto”.

Este hombre brillante admirado por presidentes e intelectuales, y vinculado familiarmente con una de las familias más ricas de la Argentina de entonces, los Menéndez Behety, murió de tuberculosis, solo, pobre y olvidado en el hospital de Melchor Romero, el 24 de agosto de 1885. El hecho fue noticia en los diarios más importantes del país que hicieron referencia a su vida y linaje.

Cuenta el escritor platense Ramón Tarruella (Mitos y Leyendas de La Plata, La Comuna, 2006) que Ricardo Rojas declaró como conclusión a su vida y muerte: “Matías Behety es un nombre, un fantasma, una leyenda…”.

A pesar de todas las referencias, su cuerpo terminó siendo enterrado en una fosa común del cementerio de Tolosa. Pero a partir de allí el espectro de su nombre comenzó a circular a toda velocidad, y se convirtió en un mito de la ciudad de las diagonales.

UN CUERPO LUMÍNICO


Con la clausura del cementerio de Tolosa en 1902, la mayoría de los cuerpos NN. que allí estaban enterrados fueron trasladados al nuevo cementerio sobre calle 131 y 72, inaugurado poco tiempo atrás. Cuando se hicieron las primeras exhumaciones, apareció un ataúd que “contenía una momia de cuerpo entero” (así dejaban constancia los diarios de la época), y “que expedía una extraña luz”.

El santo popular, cuyo cadáver nadie quería identificar para no perder una de las mayores atracciones del nuevo cementerio, se trataba –a ni más ni menos–a que, el de Matías Behety. Sin embargo, los médicos buscaron una explicación más acorde con el positivismo de la época. Y encontraron una respuesta: la luz del cuerpo y ese estado incólume se debía a la cantidad de alcohol que en vida el poeta había consumido.

Antonino Lamberti reconoció el cuerpo de su amigo por “su máscara intacta, ojos semi-cerrados, su dentadura superior al descubierto de una mueca risueña; atada la cabeza con pañuelo cuyas puntas simulaban la mariposa de una corbata de moño, la cabellera larga y descolorida, las ropas interiores y exteriores en perfecto estado” (Telmo Manacorda, Biografía de Matías Behety; Emecé, 1988).

Recién en 1925, gracias a gestiones de su familia, se le asignó una parcela y se construyó un mausoleo con pirámide y busto de su rostro en el cementerio de La Plata. Allí, hace unos años, se montó la obra de teatro Pequeño Gran Muerto del dramaturgo local Nelson Mallach, en homenaje a su figura.

Fuente: Begum

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