La importancia de la Educación en una Nación inconclusa. Por Elio Noé Salcedo

Desde antes de la conquista española, la educación resultaba esencial aun en una sociedad sin escritura como la Azteca e Inca, que cifraba sus posibilidades en establecer y difundir su cultura entre propios y extraños y materializar en forma oral “la memoria social, es decir el conjunto de leyes, normas y valores que deben transmitirse de una generación a otra para asegurar la identidad misma de la colectividad”, según apuntan Salvador Canals Frau y Tzvetan Todorov en sendos tratados sobre la sociedad prehispánica. Sin duda, la Educación Pública cumple un papel fundamental en la identidad y desarrollo de una sociedad, pues, para empezar, tiene que ver con la posibilidad efectiva de crear a través de ella una conciencia de comunidad nacional y consecuentemente organizar la comunidad misma, en tanto la educación nos forma como ciudadanos de una sociedad determinada y nos ayuda -o debería ayudarnos- a “adquirir conciencia de nuestra singularidad”, como bien ha señalado el escritor Octavio Paz en uno de sus textos antológicos.

La educación cumple, además, un fin comunicacional básico: poner en común valores, costumbres, principiosune a la comunidad en objetivos nacionales y sociales comunes y solidarios, conformando una unidad y un todo nacional, cuya cohesión la fortalece como sociedad (como lo demuestran las sociedades desarrolladas); y es la encargada de conservar la tradición nacional, entendiendo por tal la memoria cultural de un pueblo, de su pasado y de su génesis. En esa medida, la Educación Pública no puede dejar de formar parte del proyecto de Nación.

De allí la importancia que tiene la intervención del Estado Nacional –instrumento político-institucional de una Nación para organizarse, desempeñarse y realizarse como tal– con el fin de impulsar y hacer efectivos los objetivos de la Nación entre todos sus habitantes, tarea que excede a los particulares, que tienen sus propios fines individuales, y que excede los fines lucrativos de cualquier empresa.  Si un país no se hiciera cargo de la educación de todos sus hijos, quedaría a expensas de la voluntad, posibilidades y fines privados, destruyendo en la cuna el propósito de formar ciudadanos en un espíritu nacional solidario como fundamento de la propia identidad nacional. Esa tarea de formar a los ciudadanos de un país excede a los particulares, cuyos fines individuales no siempre coinciden con los del país y la sociedad toda, por lo que necesariamente resulta una tarea que compete al Estadoque debe velar por los intereses y derechos comunes de todos sus habitantes, a quienes debe procurar, sin privilegios, igualdad de condiciones y oportunidades, pero también e imprescindiblemente la formación de una conciencia nacional soberana colectiva. Mas, cuando esa conciencia se ha ideo deteriorando -con los resultados a la vista- después de muchos avatares de la vida política argentina desde 1955 en adelante, y particularmente desde 1976 hasta nuestros días, en la que no ha jugado un papel menor la “desmalvinización” impulsada por los que con argumentos de todo tipo defienden nuestra condición semicolonial: independiente a nivel político y subordinada a nivel económico y cultural, sin descartar la posibilidad -tal como están las cosas- de volver a ser colonia de otros imperios.

Breve historia de la Educación Pública

Tan estrecha es la relación entre Educación, Nación y Sociedad, que ya Manuel Belgrano, secretario del Consulado de Buenos Aires en 1796, y a la vez hombre comprometido con la sociedad y comunidad de su tiempo, en un país de raíz agropecuaria, entendía que no había método más eficaz para promover la agricultura que la educación de los agricultores. De acuerdo a dicho propósito, proponía fundar una Escuela de Agricultura. De igual manera, dependiendo de la riqueza producida por el agro, debía desarrollarse a la par la Industria y el Comercio, para lo cual preveía igualmente la creación de escuelas especializadas en esos otros rubros multiplicadores de la riqueza.

No es casual que, en un país no definido todavía por su desarrollo económico autónomo, “la enseñanza de las ciencias estuviera prohibida para nosotros, y sólo se nos concediera la gramática latina, la filosofía antigua, la teología y la jurisprudencia civil y canónica”, según denunciaba el Manifiesto que daba a conocer la Declaración de la Independencia de 1816 ante todos los países del mundo. Tampoco resulta contingente, que el Movimiento Reformista de 1918, un siglo después, protestara vehementemente en el ámbito de la educación superior por la misma razón. Durante todo el siglo XIX hasta la promulgación de la ley de Educación Común de 1884, diversas circunstancias, entre ellas la guerra civil entre Buenos Aires y las Provincias desde 1810 a 1880, y el triunfo, e definitiva, de un modelo de país relacionado con intereses particulares y minoritarios de nativos asociados al extranjero, que hasta hoy se ha impuesto al Modelo Nacional, impidieron la conformación de un sistema educativo con una fuerte impronta nacional en todo el sentido de la palabra.

Para empezar, la prioridad para una educación pública, gratuita y común para todos los habitantes recién tendría lugar con la creación del Estado Moderno en 1880 y la promulgación de la Ley de Educación Común en 1884. No había sido casual que, durante el Gobierno del Gral. San Martín en Cuyo (1814 – 1817), y de su Teniente Gobernador José Ignacio De la Roza en San Juan (1815 – 1820), detrás de un proyecto de Patria Grande, se fundara la Escuela de la Patria a nivel local -escuela a la que durante nueve años asistió Domingo Faustino Sarmiento-, y que, por el contrario, la iniciativa del gobierno porteño de Rivadavia en 1825, de becar jóvenes del Interior para que estudiaran en Buenos Aires sin un verdadero objetivo nacional, terminara en un fracaso. En ese país, siendo Domingo Faustino Sarmiento desde muy joven el gran propagandista de la educación pública, no llegó durante su presidencia a sancionar una norma nacional sobre ella, aunque su ministro de Educación, Nicolás Avellaneda, hizo escuelas en toda la república con recursos del Tesoro, hasta ese momento usufructuado por porteños y bonaerenses (unidad jurisdiccional por entonces). Tampoco lo hizo su sucesor en la presidencia, el mismo Nicolás Avellaneda. Tal vez ello no se deba a otra cosa –he aquí la importancia del Estado– que a la inexistencia de un Estado Nacional hasta 1880.

La tarea de fundación del Estado Nacional le cabría a otro provinciano –dato no menor en la geopolítica argentina de entonces, no siempre justipreciada-, lo que traería aparejado consecuentemente la creación del sistema educativo nacional primario, tal cual lo hemos conocido, en tiempos del Gral. Julio Argentino Roca.

La ley de educación común, laica, gratuita y obligatoria

Es necesario afirmar y reafirmar que fue gracias al Estado Argentino que nació la Educación Pública, tal como lo confirma la historia de nuestro país. En efecto, la Ley 1420, promulgada el 8 de julio de 1884, creadora de la Educación Pública en la Argentina, fue a su vez una de las leyes fundacionales del Estado Argentino Moderno, junto con la Ley de Federalización o de Capitalización de Buenos Aires –resistida por Buenos Aires-, que convertía a esa Ciudad en Capital de la República (hasta entonces, los Presidentes y los habitantes de otras provincias del inmenso territorio argentino solo habían podido ser huéspedes de aquella ciudad o, en su defecto, considerados extranjeros), la efectivización de la nacionalización de la Aduana de Buenos Aires (dicha  provincia había usufructuado sus beneficios con exclusividad, casi sin solución de continuidad entre 1810 y 1880); la creación de la Moneda Nacional (1881), que unificó el sistema monetario argentino y permitió la emisión de una sola moneda al Banco Nacional; la consolidación de un solo Ejército Nacional (el mismo ejército de donde surgirían, ya en pleno siglo XX las generaciones militares del general Mosconi, el general Savio y el general Perón), y tampoco propiedad de alguna provincia con recursos para sostenerlo (aunque esos recursos eran sustraídos a las demás provincias), como sucedió con el ejército de Buenos Aires prácticamente durante todo el siglo XIX hasta 1880.

La Ley 1420 estableció la instrucción primaria obligatoria, gratuita y gradual, lo que suponía la existencia de una escuela al alcance de todos los niños del país y de cualquier sector social, con acceso a un conjunto mínimo de conocimientos también estipulados por ley. Al momento de la sanción de la ley, el porcentaje de personas alfabetizadas en Argentina era muy bajo. Sabía leer y escribir menos de uno de cada cinco habitantes. Treinta años después, al conmemorarse el Centenario de 1910, ya dos de cada tres argentinos sabían leer y escribir.

Adolfo Prieto, provinciano, investigador de reconocimiento internacional, doctorado en la Universidad Pública de Buenos Aires en 1953, es contundente en ese sentido: “Bastará informarnos –señala- sobre la formidable producción de material impreso que empezó a circular desde comienzos de la década del 80, para entender que la capacidad de lectura creada por la escuela pública era ya, por entonces, un dato de la propia realidad. Para el investigador, “la escuela, entonces, con todos los altibajos atribuibles y verificables, fue el primero de los instrumentos de modernización puestos en práctica en la Argentina, y el primero en demostrar que, en ese arduo proceso, cada instrumento vendría a desdoblarse en diferentes roles y distintas vías de acción. El primero también en visualizar los logros del objetivo oficialmente asignado”.

Una reseña de 1887 sobre las Bibliotecas Populares en Buenos Aires señala: “Nada más interesante que el espectáculo que presenta el vastísimo salón de la biblioteca del municipio en las horas de mayor concurrencia… todos con la vista clavada sobre las páginas abiertas de un libro, y con la frente iluminada por los resplandores intelectuales que él proyecta, reconociéndose iguales delante de este gran nivelador por excelencia. Digamos de paso, que las Bibliotecas Populares fueron también resultado de una política de Estado, que comenzó a ser sistemática en la presidencia provinciana y a la vez nacional de Sarmiento, siguió en la de Avellaneda y se consolidó con la del tucumano Roca, con la promulgación de la Ley de Educación Común, que en menos de 30 años logró la alfabetización de todo el territorio argentino (desde 1880 a 1910 el porcentaje de analfabetismo bajó al 4% (alrededor de 5 millones 700 mil alfabetizados), en una población aproximada de 6 millones de habitantes).

La conformación de un mercado de producción, circulación y consumo de bienes culturales y las campañas de alfabetización y de escolarización implementadas por el Estado, como la Ley de Educación Común de 1884 y la Ley Láinez de 1905 –confirma Beatriz Cecilia Valinoti (FF y LL – UBA / INIBI – UBA), permitieron la ampliación del público lector”.

No hay duda: sin la intervención del Estado –y fundamentalmente de un Estado definitivamente federalizado y de todo su territorio integrado (aunque algunos hoy lo desconozcan por razones ideológicas y políticas por derecha y por izquierda)- no hubiera sido posible la inmensa tarea de alfabetización que éste llevó a cabo en todo el ámbito nacional, dándole a nuestro país el nivel educativo y cultural que le fuera y le es reconocido en todo el mundo.

Consecuentemente, el acompañamiento de la política estatal de alfabetización impulsó a su vez la creación, ampliación y consolidación del mercado privado editorial. Por eso cabe reafirmar que la decidida intervención del Estado, en lugar de neutralizar la actividad privada siempre la ha potenciado y es una constante en la realidad argentina, derribando una y otra vez un mito que el neoliberalismo ha intentado implantar y que, paradójicamente, los sectores empresariales y las clases medias -beneficiarias y usufructuarias de esas políticas intervencionistas- desprecian y a veces combaten, perjudicándose cuando el Estado se retira de su esencial función motora en un país en desarrollo. Confirmando esa verdad, en 1898, consignaba un informe del diario La Nación: “La rama más importante del comercio de libros en la República Argentina es la de la enseñanza, sobre todo primaria, que abarca más del cincuenta por ciento de los negocios”.

A 140 años de su fundación, la Educación Pública vuelve a estar en discusión junto al modelo de país que la hace posible… Es que no hay Educación Pública sin Nación, ni Patria sin educación nacional y/o patriótica. Por el contrario,tampoco tendremos Educación Pública si nos conformamos con ser colonia o semicolonia, es decir,sin la imprescindible independencia espiritual que asegure nuestro destino independiente y nuestra grandeza nacional junto a nuestros hermanos latinoamericanos.

Investigaciones pedagógicas

Al finalizar el capítulo primero de sus investigaciones pedagógicas bajo el título de “La mala prensa”, Saúl Taborda repara en la “letra” -hoy agregaríamos la voz y la imagen- que forma la opinión pública y que construye la realidad, sin que un mal advertido lector (oyente y audividente) repare a su vez que, a través de la “letra”, la voz o la imagen, lo que se impone es el “espíritu” (ideología) de esos medios: “Parece ser que es la letra quien dicta las leyes a la conciencia y no la conciencia a la letra”, señala el pedagogo, reconviniendo a los docentes, pedagogos y a los propios estudiantes que no lo advierten. Acto seguido, reconoce que la Reforma Universitaria había tenido “mala prensa”, si bien descartaba que la culpa del extravío de la Reforma Universitaria después de sus primeros años, hubiera sido culpa de esa mala prensa. “La culpa, si hay que discernirla -recapacitaba Taborda- está en la propia psicología del argentino que no se decide a meditar por su propia cuenta los hondos problemas de los cuales depende su porvenir”. ¡Llamada para los que son responsables de la Educación en un país a mitad de camino de su realización: funcionarios, políticos, autoridades educacionales, comunicadores, intelectuales, docentes, estudiantes, ¡etc.!

Un extraño temor a enfrentarse con su conciencia, a denunciarse sinceramente en el espejo que le ofrece la gimnasia ruda y fuerte del pensamiento -prosigue el pensador, pedagogo y filósofo nacional de Córdoba-, lo fuerza siempre a formar sus ideas y juicios conforme a las sugestiones extrañas, a abdicar lamentablemente en esos órganos que nutren la “opinión pública” a costa de la inteligencia y de la verdad”. ¡Poderosa verdad también esa, que todavía corroe la conciencia nacional!

En la línea de Saúl Taborda, en “Crítica a la Sociología Académica”, título que, aunque haya sido escrito en la década del ’70 del siglo pasado, conserva total vigencia y bien puede extrapolarse a todas las ciencias sociales, el Prof. Blas Alberti actualizaba aquella crítica tabordiana a los estudios universitarios en la Argentina y América Latina. “El ámbito de las universidades de América Latina, salvo honrosas excepciones -sostiene Blas Alberti-, se encuentra dominado por un cientificismo ahistórico y carente de aquello que teóricamente constituye su función: propender a la comprensión del mundo real al que dice servir, y dotar de fundamentos científicos a las legiones de jóvenes que acuden a sus claustros”. Líneas más adelante, el gran sociólogo nos descubre otra indubitable verdad, que se deriva de la primera: “Las más importantes contribuciones a la comprensión de América Latina se han realizado al margen de las universidades y sus círculos áulicos…”.

En el prólogo a la obra de Alberti, Jorge Abelardo Ramos hace alusión a la presión social que sufre en ese sentido la cultura universitaria, manifestada básicamente en dos planos: 1) Bajo la forma de un cientificismo apolítico que persigue únicamente los hechos “computables” y sospecha de las “teorías” inverificables por criterios matemáticos; y 2) Bajo la forma de un marxismo semántico de proyección universal, influido por los criterios “científicos” del apartado 1, que desdeña las particularidades nacionales y contempla una polarización de fuerzas en escala planetaria: o socialismo o capitalismo”. Ambas premisas continúan vigentes en nuestras universidades.

Dicho fenómeno tiene sus razones de ser. Y es nuevamente Ramos -desde afuera de la Universidad- quien nos acerca sus fundamentos.

La fuerza y el poder de la colonización pedagógica

Si como aseguraba el imperialista francés Fernand Brunetiere en “Historie et Literature (1884), las palabras y la enseñanza son “legítimos instrumentos de dominación de las inteligencias y de las almas” (“a confesión de parte, relevo de pruebas”)”, por la misma razón, la palabra y la enseñanza son y/o deberían ser legítimos instrumentos de formación de las inteligencias y de las almas del pueblo y de los jóvenes para liberarse de esa dominación.

Pues bien, aunque uno de los grandes problemas de la educación argentina ha sido desde un principio la falta de una “rigurosa sujeción al principio de la unidad sistemática de la formación” (unidad espiritual de enseñanza primaria, secundaria y superior), como lo planteaba Saúl Taborda en sus Investigaciones Pedagógicas, fue Jorge Abelardo Ramos quien, a comienzos de la segunda mitad del siglo XX, planteó el problema en sus precisos términos, según lo reconociera explícitamente Arturo Jauretche en “Los Profetas del Odio y la Yapa (La Colonización Pedagógica)”, de 1957. En efecto, en “Crisis y Resurrección de la Literatura Argentina” (1954), Ramos plantea el problema en estos términos:

En las naciones coloniales, despojadas de poder político directo y sometidas a la jurisdicción de las fuerzas de ocupación extranjeras (como fue el caso de la India hasta su Independencia del Imperio Británico en 1947 o de los países africanos hasta su Independencia nacional en la segunda mitad del siglo XX), los problemas de la penetración cultural –“dominación de las inteligencias y de las almas”- pueden revestir menor importancia para el imperialismo, puesto que sus privilegios económicos están asegurados por la persuasión de su artillería. La formación de una conciencia nacional en este tipo de países no encuentra obstáculos, sino que, por el contrario, es estimulada por la simple presencia de la potencia extranjera en el suelo natal”. En esos países, “en la medida que la “colonización pedagógica” no se ha realizado (según la feliz expresión de Spranger, un imperialista alemán), solo predomina en la colonia el interés económico fundado en la garantía de las armas”.

He allí la razón por la cual, en los países coloniales, el imperialismo no otorga mayor importancia a “la enseñanza y la palabra” como “instrumentos de dominación de las inteligencias y de las almas”. Por eso, la “autonomía espiritual” o “soberanía intelectual” de los pueblos dominados, le resulta indiferente al imperialismo colonial. El desarrollo en la actualidad de la India independiente después de sacarse de encima el yugo inglés no hace más que confirmar esa gran verdad.

Pero, “en las semicolonias, que gozan de un “status” político independiente decorado por la ficción jurídica–que es nuestro caso y el de toda América Latina-, aquella “colonización pedagógica” –la dominación cultural, espiritual o intelectual- se revela esencial, pues (el imperialismo) no dispone de otra fuerza para asegurar la perpetuación del dominio imperialista –y ya es sabido que las ideas, en cierto grado de su evolución, se truecan en fuerza material-. De este hecho nace la tremenda importancia de un estudio circunstanciado del conjunto de la cultura argentina o seudoargentina (y latinoamericana), forjada por un siglo de dictadura espiritual oligárquica”. 

Y no se crea ni por un momento –acordamos con Ramos-, que desorbitamos un problema, nada más ni nada menos que el “problema más grande y difícil que pueda ser propuesto al hombre(Kant), en aras de exigencias políticas. Por el contrario, “la cuestión está planteada en los hechos mismos, en la europeización, extranjerización globalización, “internacionalización” y alienación escandalosa de nuestra cultura; trasciende a todos los dominios del pensamiento y su expansión es tan general, que rechaza la idea de una tendencia efímera”, como que trasciende el tiempo y hasta los gobiernos nacionales y populares, hasta llegar a ser cuestionada hoy incluso en su mera existencia.

Es fácil comprender –argumenta el gran pensador de la Izquierda Nacional– que la ideología implícita de la “intelligentsia” formada en la sociedad semicolonial ha sido siempre la expresión del conformismo espiritual y de sus valores establecidos. Los rebeldes han sido excluidos de ella… La gran mayoría ha podido sobrevivir en los cargos públicos, la enseñanza, el desierto sepia de los suplementos dominicales en los grandes diarios, y, los más privilegiados, hasta en los escalones inferiores de la diplomacia”.

¿Y cuáles han sido históricamente los valores en los que se ha formado esa sociedad? “Una desproporcionada devoción por la cultura; propensión al culto de la forma y al bizantinismo literario; exagerada y a veces aberrante obsesión por el lenguaje y sus mecanismos y un no disimulado desprecio por cuanto el lenguaje debe expresar; defensa del intelectual como casta sacerdotal intangible; una oculta pero férrea adhesión al democratismo formal de los partidos pequeños burgueses, partidarios del “status quo”, contestaba Ramos. “Y más allá, en el fondo, bien en el fondo, una cobardía extrema hacia la sociedad que los obliga a ser así. Cuanto digo rige genéricamente para la “intelligentsia”, sea de izquierda o de derecha. Hay excepciones en ambos casos…” Dado que “el intelectual latinoamericano ya ha sufrido todas las influencias posibles –advertía finalmente Ramos-, “ahora le corresponde dejarse influir por América latina, que tiene mucho que enseñar a todo aquel que quiera oír”.

Podríamos concluir volviendo a Brunetiere, que nuestras inteligencias y nuestras almas han sido dominadas al máximo nivel de la palabra y la enseñanza por el espejismo del “cientificismo”, el “apoliticismo”, el “internacionalismo”, la “globalización” y ahora el individualismo, el liberalismo decimonónico y el anarco capitalismo libertario, a contramano del espíritu nacional y latinoamericano de una Reforma Educativa que quedó inconclusa y que sigue pendiente de realización. Ha llegado la hora de esa Universidad Nacional y Latinoamericana al servicio del Pueblo y de la Patria.  

Peronismo y democratización universitaria

El primer gobierno del general Perón avanzó en la democratizacón de la universidad pública, aunque retrocedió en una de las conquistas reformistas: la autonomía universitaria, que, como sabemos, tampoco es un valor absoluto, sobre todo si no responde a intereses y necesidades nacionales. Durante el decenio peronista (1946-1955) –señala Layla Pis Diez, investigadora de la UNLP-CONICET- “se llevaron adelante una serie de políticas que permitieron avanzar en la democratización social de la educación pública en todos sus niveles y de la universidad en particular”. De tal modo, “medidas como el otorgamiento de becas (1947), creación de la Universidad Obrera Nacional (1948) –base de la UTN-, eliminación de los aranceles, disposición de la gratuidad de los estudios universitarios (1949) y supresión del examen de ingreso (1953), nos hablan de una verdadera democratización del acceso a la universidad. No pueden quedar dudas sobre la progresividad histórica de estas medidas.

Pero al mismo tiempo –advierte la investigadora-, fueron suprimidas las conquistas más importantes del movimiento estudiantil reformista en lo que hace a la democratización política de la universidad, es decir a la ampliación de la participación en el gobierno (universitario)”. Dado el sentir de las clases medias más acomodadas y con tradición “universitaria”, cuyos derechos de clase e individuales -aunque también “democráticos”- muchas veces han resultado prioritarios a los derechos colectivos y mayoritarios, las medidas aparecían simplemente contradictorias y no las apoyaron, más allá de que las favoreciera y los disfrutaran.

A propósito, señala Bernardo Kleiner (autor no peronista), la institución se presentó como promotora y gestora de la supresión de los aranceles y de los exámenes de ingreso, como así también de la producción de apuntes baratos o gratuitos, todas ellas reivindicaciones estudiantiles que el peronismo había vuelto reales y que la FUA y las organizaciones reformistas desdeñaban a pesar de haber estado en su programa histórico. Resultaba igual que el voto femenino: las feministas y sufragistas de entonces se opondrían a la sanción de la ley que otorgaba a la mujer el derecho a elegir y ser elegida, sencillamente porque venía del peronismo. El odio a la igualdad social, que ilustra la conducta de la clase media argentina con argumentos de derecha e izquierda, tiene una larga historia.

Dato curioso, el apelativo de “empleados públicos” que cosechaban muchos integrantes de la Confederación General Universitaria (creación oficial del peronismo en las universidades), en realidad, se debía a que muchos de los jóvenes de condición humilde o que venían de las provincias interiores eran nombrados en cargos de baja jerarquía en la administración nacional, provincial o municipal, en las cátedras o en otros niveles, lo que constituía una beca sui géneris que les permitía estudiar y completar sus carreras. De alguna manera, ese salario de “empleados” (efectivamente desempeñados) equivalía al giro mensual paterno que les permitía a tantos estudiantes de clase media acomodada estudiar y hacer política universitaria a la vez sin que se auto cuestionaran. Era la vieja doble vara o “doble moral” de la que hablaba también Saúl Taborda en sus “Reflexiones sobre el ideal político de América Latina” de 1918.

Carlos Torre y Elisa Pastoriza afirman sin confusiones que fue en el terreno de la educación en el que la “democratización del bienestar” tuvo un alcance más amplio, expresado por ejemplo en el gran aumento de presupuesto, la reducción del analfabetismo y la expansión del acceso a la educación primaria (que en nuestro país era una tendencia desde principios de siglo) y centralmente de la media y universitaria en esta época. Entre 1947 y 1955 el ingreso universitario llegó casi a triplicarse: de 51.272 alumnos en 1947, se pasó a 143.542 en 1955.

Agrega Carlos Ceballos: “El gobierno peronista no tuvo una política acertada en la universidad. No se permitió la actividad estudiantil disidente y se reprimió a los estudiantes”. No obstante, advierte: “no existieron, por otra parte, expresiones estudiantiles que lograran diferenciar los contenidos ideológicos reaccionarios que se sustentaban en la universidad en la cátedra oficial, con los contenidos democráticos que permitieron el acceso irrestricto en la universidad, la anulación de los aranceles, la creación de comedores universitarios y las facilidades para el estudiante, que el peronismo estableció para siempre.

Por su parte, el Reformismo, en vez de elevar la política a la crítica y superación de las falencias y debilidades del oficialismo, retrocedía a las viejas antinomias improductivas y reaccionarias de la casta oligárquica. En el mes de mayo de 1951 comenzaba en Buenos Aires una incipiente reactivación del movimiento estudiantil reformista, respondiendo a dos razones fundamentalmente: 1) El lanzamiento de la reelección a la Presidencia del Gral. Perón; y 2) El secuestro del estudiante Ernesto Mario Bravo, que lograría ser rescatado por las movilizaciones organizadas por la FUBA. La celebración en junio de 1951 del 33º aniversario de la Reforma Universitaria en Córdoba, terminó con la clausura del acto y la detención de casi todos los intervinientes. La “Casa del Pueblo” socialista fue allanada y detenidos sus ocupantes. En el estudio de un conocido profesional fueron apresados y llevados detenidos varios profesionales y estudiantes reformistas. La policía justificaría su accionar explicando que intentaba “desbaratar un plan de perturbación». Los encarcelados explicaban a su vez el accionar gubernamental en la “extraordinaria e incansable campaña de esclarecimiento cívico” que venía realizando la oposición. En realidad se trataba de la antesala de un golpe, sin advertir las consecuencias que ese ciego accionar estudiantil traería.

Nuevamente, el estudiantado reformista se acercaba peligrosamente a la misma disyuntiva de 1930 cuando era presidente Hipólito Yrigoyen. Lo cierto es que, más allá de los discursos, la oposición ya estaba conspirando con el Gral. Benjamín Menéndez, preparando el golpe militar que fracasó el 28 de septiembre de ese año. “El propio Centro de Estudiantes de Ingeniería –consigna Bernardo Kleiner- tuvo que reconocer este hecho, agravado por la lamentable actitud de sus dirigentes que abandonaron toda actividad gremial, pedagógica y cultural en aras de crear condiciones favorables al golpismo». En septiembre de 1951 quedaron integradas las Comisiones Directivas de los Centros. En todos triunfó el Partido Reformista. Reunidos por fin todos los delegados el 24 de octubre de 1951, finalmente la FUA designó su Mesa Directiva. Apenas unos días después, el 11 de noviembre de 1951, en elecciones impecables, el General Perón fue reelegido presidente de la Nación, iniciando su segundo período de gobierno constitucional el 7 de marzo de 1952. La distancia entre la Universidad y la Vida Pública, entre la cultura oligárquica y el sentir del pueblo era infinita.

Como un sino trágico en la historia del siglo XX, en lugar de menguar, el enfrentamiento entre el reformismo y el gobierno de los trabajadores, recrudeció, hasta desembocar, como en 1930, en un golpe de Estado contra el gobierno nacional y popular. La memoria política no había tomado en cuenta las enseñanzas de una controvertida y contradictoria historia desde nuestros orígenes. Esa omisión se repetiría trágicamente en los años siguientes, hasta nuestros días.  

Gratuidad, Igualdad y contenidos nacionales

Tal vez haya llegado el momento de preguntarse -no para cuestionar la gratuidad sino para completarla con la nacionalización y/o argentinización de las conciencias– si es suficiente con la gratuidad de la enseñanza en un país en el que no hay igualdad de oportunidades ni conciencia cabal de los intereses nacionales, como se desprende de las últimas elecciones nacionales. ¿Es suficiente con que la universidad pública sea gratuita, en un país donde las mayorías carecen del derecho al trabajo, al buen salario, a la alimentación y a la salud, entre otros, y existen minorías sociales todavía marginadas? ¿Es suficiente que tengamos una educación pública y gratuita, si sus programas de enseñanza carecen de un verdadero y profundo espíritu y contenido nacional que le dé sentido a nuestra vida como integrantes de una Patria Común? ¿Es suficiente tener educación en todos los niveles que no nos eduque en la comprensión estricta de nuestra realidad pasada y presente y que nos instruya convenientemente en la construcción y defensa de nuestro país, de sus recursos y de sus posibilidades?

Ese concepto de igualdad, no hay duda, tiene sus raíces en la misma premisa que fundamentaba la instauración de la Educación Pública en 1884, como en aquella otra decisión gubernamental del 22 de noviembre de 1949 -el ingreso gratuito a la enseñanza universitaria- durante el primer gobierno del general Perón, pues a la vez que los hijos de la clase media podían estudiar sin tener que abonar un solo peso, a partir de entonces, en un país más igualitario y con derechos para los trabajadores y sus hijos, ellos también podían llegar a la universidad y “hasta ser presidentes del país”, como reconociera la ex presidenta Cristina Fernández en su libro “Sinceramente”.

Es que la gratuidad está íntimamente relacionada con la igualdad de oportunidades y ésta con la necesidad de un país justo, independiente y soberano, aunque no solo en sus aspectos materiales sino también espirituales y/o culturales, en el marco de una América Latina unida y consustanciada con su destino histórico. Dicha relación resulta estratégica, pues, sin una profunda política nacional, la política social y la política educacional quedan sin sustento material efectivo para poder hacerlas realidad permanentemente. Asimismo, no se puede contar con un adecuado presupuesto universitario en un país con un Estado débil, ausente o impotente. “La Universidad no se abre al pueblo -decía el ministro Jorge Taiana al inaugurar la UNSJ al comienzo de la tercera presidencia del Gral. Perón-,la Universidad está inserta en el pueblo, debe ser la expresión de ese pueblo, de ese accionar. Cuando eso se realiza, la Universidad es auténticamente popular”.

Tampoco basta con que la escuela y la universidad sean públicas y gratuitas para que la mayoría pueda estudiar. Es necesario insistir con aquel deseo de uno de nuestros máximos pensadores, escritores y poetas nacionales: “Hasta que un día el paisano / acabe con este infierno, / y haciendo suyo el gobierno, / con sólo esta ley se rija: / es pa’ todos la cobija, / o es pa’ todos el invierno”.

No quedan dudas sobre la raíz elitista y clasista del rechazo a la igualdad y a la promoción de los más rezagados, y del rechazo ya no solo a la igualdad de oportunidades en la educación sino a la existencia misma de la educación pública en todos sus niveles. Aunque no se trata solamente de la casta oligárquica (que es coherente con sus intereses de clase y a la vez antinacionales) sino de una amplia clase media que rechaza prejuiciosa, despectiva y autodestructivamente a los gobiernos llamados peyorativamente “populistas”.

¿Acaso es posible una democracia verdadera sin igualdad efectiva de oportunidades para todos y cada uno de los integrantes de una Nación y no solo de una minoría? Sin soberanía espiritual y cultural todo saber y toda ciencia continúa sujeta a los paradigmas y arbitrios de los dueños del poder internacional y de sus aliados domésticos. Nuestro mundo no termina en los claustros universitarios ni tampoco en los límites actuales de la Argentina, como nos enseñaban los reformistas de 1918: formamos parte de un territorio, un origen, una historia y una cultura común: Latinoamérica.

Abogamos por la realización de esa Escuela y de esa Universidad pública, gratuita, igualitaria, profundamente nacional y latinoamericana, de calidad, ocupada en las necesidades e intereses espirituales y materiales del Pueblo Argentino, pues no podrá subsistir un sistema educativo nacional en un país desnacionalizado material y espiritualmente, subordinado a intereses políticos, geopolíticos, económicos y culturales foráneos, y desconectado del sentir, las necesidades e intereses de la mayoría de sus habitantes y sus descendientes. Y no podremos realizarnos personalmente en una sociedad que no se realice y en un país perteneciente a un continente que no logre realizarse integralmente. Nos merecemos ese país y esa educación para ser sujetos -y no meros objetos- del mundo que viene, en absoluta igualdad de condiciones.

3 comentarios en «La importancia de la Educación en una Nación inconclusa. Por Elio Noé Salcedo»

  • el abril 11, 2024 a las 5:31 pm
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    Mb, comparto casi integramente su contenido, sentido y alcance. Salvo la gratuidad ” absoluta y universal” de la educación univesitaria, que puede ser equitativo pero no justo socialmente. Hijos o nietos de Paolo Roca podrían cursar estudios universitarios sin pagar una moneda. Por ello el Estado debe brindar al gobierno de las universidades el “quién es quién” desde lo económico, para q a partir de ciertos ingresos monetarios de los padres deban pagar un arancel.

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