La pieza secreta de mi abuela. Por Pablo Sartirana

Y así vamos adelante, botes contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.

F.S. Fitzgerald

A mi abuela le gustaban las hortensias y los jazmines. Tenía su propio almácigo que cultivaba con amor. Y una habitación de huéspedes donde a veces dormía su hermana menor “La Ñata” cuando venía de Dock Sud y se quedaba por unos días. Mi abuela se llamaba Tihana, un nombre hermoso, que en el idioma original se pronuncia Tijana. Solo sus hermanos la llamaban así. Mi abuela Tihana fue mesera y costurera, de joven la coronaron reina de los conscriptos en un pueblo olvidado al norte de la Provincia. Pisciana y simpatizante de Independiente, porque le causaba gracia el apodo “Los Diablos”.

Su pieza de huéspedes en la ochava de Helguera y Lacarra tenía la particularidad de que expulsaba a la gente. Siempre estaba cerrada con llave, a oscuras y había en ella cosas demasiado valiosas para que mi abuela dejara entrar a cualquiera. Una chimenea a gas apagada y un espejo con ribetes de madera, un juego de sillones y sofá de cuerina envueltos en su plástico original, una biblioteca (mi abuela jamás dio importancia a la literatura) y una araña que no se podía prender porque gastaba luz. También, en un armario, tenía guardada vajilla de porcelana inmaculada y copas que nunca se usaban salvo en festividades importantes.

Recuerdo el frío, la soledad, la oscuridad y el nailon incómodo de los sillones de la pieza secreta de mi abuela como si fuera hoy. Todo lo que había en ese lugar era susceptible de contaminarse, romperse o arruinarse con nuestra sola presencia. Era su santuario de una vida burguesa que nunca vivió, pero llegaría el día en que valdría la pena prender los candelabros, sacar la vajilla de porcelana con arreglos florales, se estrenarían los sillones y la chimenea calentaría esos leños de adorno. Tal vez algún día…

Su pieza secreta eran los sueños de una mujer que nadie podía escrutar. Una vez me contó que recordaba los bombardeos del 55. Me hablaba de sus amigas costureras con las que se reían de la patrona en algún taller del centro. De la cantina del puerto que atendía con sus hermanos. Hasta me relató una obra de teatro en donde un soldado que mataba a otro enemigo, finalmente terminaba siendo adoptado por los padres del difunto. Una trama digna de Sófocles. “No sabía que ibas al teatro, abuela”, le dije sorprendido.

―Nunca fui al teatro ―me contestó―. La vi por televisión.  

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