Martín Fierro y “los días felices del campo”. Por Elio Noé Salcedo

Durante el siglo XIX, prácticamente desde 1810 y antes, hasta 1880, transcurre el drama real de Martín Fierro, que José Hernández pinta en su poema inmortal y que ahora el discurso oficial pretende desmentir en su profunda verdad social e histórica y los discursos en la Sociedad Rural desmentir y revertir con falacias.

No hay duda de que el Martín Fierro retrata en términos poéticos un drama histórico argentino: el de la expropiación, marginación y abandono a su suerte del verdadero hombre de campo argentino, entendiendo por tal el hombre de la tierra, el gaucho argentino, de sangre mezclada entre su abuela india y su padre español o criollo, socialmente antecesor del peón de campo y del trabajador rural y también urbano del siglo XX y XXI.

Como bien dice José Hernández, “Yo he conocido esta tierra / en que el paisano vivía / y su ranchito tenía / y sus hijos y mujer… / Era una delicia ver / cómo pasaba sus días. / ¡Ah tiempos!… ¡Si era un orgullo / ver jinetear un paisano! / cuando era gaucho baquiano, / aunque el potro se boliase, / no había uno que no parase / con el cabestro en la mano”.

En aquellos tiempos iniciales, “el gaucho más infeliz / tenía tropilla de un pelo, / no le faltaba un consuelo / y andaba la gente lista… / Tendiendo al campo la vista / no vía sino hacienda y cielo. / Ricuerdo ¡qué maravilla! / cómo andaba la gauchada / siempre alegre y bien montada / y dispuesta pa el trabajo; / pero hoy en día… ¡barajo! / no se la ve de aporriada”.

El despojo del gaucho

Algo había cambiado en aquel país de las vacas y los caballos salvajes. En efecto, como apunta el Dr. José María Rosa, las tierras ganadas a los indios estaban desiertas, pero “no ocurría igual con las localizadas dentro de la primera línea de fronteras”. Por el contrario, “eran “baldíos” ocupados por criollos sin más títulos que una larga posesión, un rancho y algún rodeo de vacas”. “Muchos de ellos -subraya Rosa- eran propietarios por posesión larga y pacífica, pero no habían gestionado su título”.

Cabe preguntarse: Era aquella condición del gaucho original un anticipo de la “Argentina del Centenario” que reivindica la Sociedad Rural, ¿o se trataba más bien de un arquetipo de la “Sociedad de Bienestar” que la Sociedad Rural y sus representados repudian? Ya veremos cuál era y sigue siendo la diferencia entre esos dos tipos de sociedades, reivindicadas aún hoy desde posturas lógicamente opuestas, incompatibles y excluyentes, ante las cuales la Patria todavía se debate dramáticamente en nuestros días.

En coincidencia con la descripción del poeta, periodista y político federal, evidentemente algo sucedió al comienzo de nuestra historia para que todo eso cambiara, mucho antes de que Hernández representara ese drama en verso.

José María Rosa lo explica así: “El 23 de septiembre de 1825 -hace casi dos siglos atrás, en plena era rivadaviana, liberal extranjerizante y entreguista- el gobierno de Las Heras dispuso que quienes sin previo aviso se hallasen ocupando terrenos del Estado, gestionasen dentro de seis meses su concesión en enfiteusis bajo amenaza de desalojo”. Por supuesto, ninguno lo hizo, “posiblemente -infiere Rosa- se creerían (ya) propietarios o no leerían el Registro Oficial, o no tendrían la extensión mínima de una ‘suerte de estancia’ para pedir la enfiteusis, o carecerían de padrinos hábiles (ni hablar de un Estado Nacional, inexistente por entonces, ni una Justicia proba) para sacarles adelante el expediente”.  

Lo cierto es que el 15 de abril de 1826, “Rivadavia, ya presidente de la República y dueño de Buenos Aires por la ley de capitalización, ‘en vista de no haberse ejecutado con todo rigor’ el decreto del 23 de septiembre pasado, dispuso “desalojar irremisiblemente’ por la fuerza pública a los intrusos, y entregar sus tierras a ‘quienes las habían solicitado en enfiteusis”.

“Estaba el gaucho en su pago / con toda seguridá, / pero aura… ¡barbaridá!, / la cosa anda tan fruncida, / que gasta el pobre la vida / en juir de la autoridá… / Ansí empezaron mis males / lo mesmo que los de tantos; / si gustan … en otros cantos / les diré lo que he sufrido. / Después que uno está perdido / no lo salvan ni los santos”.

A propósito, señala Jorge A. Ramos en su primer tomo de “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina” (“Las masas y las lanzas”): “La Ley de Enfiteusis amplió el asalto de la tierra pública (que pertenecía a todos los argentinos) y marcó en realidad el nacimiento de nuestra oligarquía terrateniente. La distribución a voleo de la tierra encontró una causa accesoria en la pobreza fiscal (¡No hay plata!), incapaz de sufragar los abultados presupuestos de sueldos militares creados por la guerra de la Independencia y los conflictos civiles. A falta de dinero -como sucedería también después de la Campaña del Desierto-, los militares obtuvieron tierras, casi inmediatamente enajenadas en manos de especuladores”.

En 1840, continúa Ramos, “cincuenta familias bonaerenses poseían 160 estancias con un total de 2.093 leguas. La Sociedad Rural Argentina (la predecesora histórica y política de la actual, acerca de cuya existencia ésta última guarda un decoroso silencio), fue una de las más activas participantes en esa operación de saqueo sin precedentes a una tierra que la ley destinaba a la colonización”.

La alternativa y posibilidad de crear una economía agropecuaria capitalista de pequeños y medianos colonos productores se desvaneció con la explotación extensiva de la tierra, permitiendo, como bien dice Roberto A. Ferrero en su libro sobre el General Roca y la Campaña del Desierto, “que esa producción no se organizara al modo democrático de la pequeña y mediana propiedad (la “vía norteamericana” de los Farmer), sino al modo latifundista, extensivo y parasitario (la “vía prusiana)”, que después de su campaña, “no dependió de Roca, sino de la totalidad del proceso histórico argentino precedente y de las acciones subsiguientes de la clase dominante”, es decir de los socios de la Sociedad Rural que mantuvieron siempre el poder real, aunque no gobernaran.

De haber existido una política estatal y nacional para los pequeños y medianos productores agropecuarios, y no la política oligárquica de la gran extensión y el desalojo, expropiación y despojo del verdadero hombre de campo, habríamos podido conformar un país más democrático a nivel social y económico.

Fue en la época de Rivadavia que se produjo la primera entrega de las tierras a la oligarquía terrateniente y vacuna, que deparó el despojo del gaucho, el nacimiento de la marginación social del verdadero hombre de campo argentino y una economía agraria extensiva asociada principalmente a las necesidades del extranjero y de solo una minoría nativa, como pretende el gobierno y la Sociedad Rural que siga siendo en la actualidad.

Desafortunadamente para los intereses argentinos y de las clases populares, la producción extensiva que comenzó en la época de Rivadavia, continuó en la época de Rosas y se consolidó después de terminada la campaña del desierto, otra vez con la venta de tierras a los especuladores. Esas tierras fueron una vez más el pago que cientos de milicos (“La guerra al malón”), sin otros recursos, habían recibido por sus sacrificados y valientes servicios militares y se vieron obligados a vender.

Pero, antes de proseguir, conozcamos el perfil social de los que se beneficiaron con la Ley de Enfiteusis o primera entrega de tierras públicas a particulares amigos del poder.

El abuelo porteño de la corrupción

Como han señalado distintos historiadores y, tal como consigna Félix Luna en “Buenos Aires y el país”, algo ha funcionado mal en la historia argentina “desde que la prosperidad de Buenos Aires ha significado la decadencia del interior y viceversa”. Pero, volvamos un poco atrás para encontrar la punta del ovillo.

Antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, que erigiría a Buenos Aires como su capital, las zonas más desarrolladas en lo que hoy es la Argentina eran, paradójicamente, las del Noroeste, con cabecera en Santiago del Estero –primera ciudad argentina y madre de ciudades-, y la zona de Cuyo, ligada por estrechos lazos históricos culturales y comerciales a la Capitanía de Chile y el interior sudamericano. Aquellas provincias estaban ya constituidas cuando Buenos Aires era apenas un potrero, incendiada por los indios pampas, no dominados aún por el conquistador.

Verdaderamente, la civilización palpitaba en las entrañas de Hispanoamérica mucho antes de que Buenos Aires y la “pandilla del barranco” dirigiera los destinos de esta parte del Nuevo Mundo. La creación del Virreinato del Río de la Plata vino a romper el equilibrio político alcanzado hasta entones, producto de la no preponderancia en especial de una zona sobre otra, beneficiando directamente al sector que dominaba las relaciones comerciales en aquel momento. A propósito, afirmaba en 1854 Mariquita Sánchez (citada por Félix Luna): “Yo he conocido a estas pobres provincias, ricas, más industriosas que Buenos Aires…”.

En cambio, el sector dirigente de Buenos Aires –apunta Félix Luna en el libro citado, se había formado “sobre bases que ignoraban las pautas sociales prevalecientes en el interior del Virreinato… Bolicheros, y contrabandistas aparecen en el primer ramaje de cualquier árbol genealógico… en perfecta afinidad con la actitud libre y suelta del poblador rural”, que a fines del siglo XVIII había producido una depredación irracional de recursos a través de “las vaquerías”, aparejando una alarmante disminución del ganado vacuno. De acuerdo al historiador, “este ejercicio dilapidador dejó su sello en los ancestros porteños”. Dilapidación, improductividad y desinversión terminarían emparentándose. Pero, claro, Buenos Aires no había tenido una fácil niñez, cuando ya el Noroeste y Cuyo eran mozas en edad de merecer.

Dada la pobreza existente, dice Luna, “los habitantes de Buenos Aires vivieron sus primeras décadas mirando hacia el río, como náufragos, esperando que de allí llegara la salvación”. Esa actitud marcó su personalidad para siempre.

Por el contrario, en lo que respecta al gaucho, “mientras domaban unos, / otros al campo salían, / y la hacienda recogían, / las manadas repuntaban, / y ansí sin sentir pasaban / entretenidos el día”.

Una situación fortuita –la anexión de Portugal a la Corona española- le permitió a Buenos Aires establecer vinculaciones comerciales con Brasil y así no perecer de necesidad. Pero el peligro de verla convertida en “una ciudad portuguesa”, produjo la Real Cédula de 1595 que prohibió la introducción de mercaderías procedentes de las colonias portuguesas. En esas circunstancias, para sostenerse, sin otra riqueza que el ganado salvaje y las tierras incultas, “entonces Buenos Aires empieza a ejercer un contrabando casi institucionalizado”. El resultado de esa situación fue la instalación en los primeros años del siglo XVIII de una mafia de contrabandistas que sobreviviría lucrando con el tráfico ilegal. Así y todo, “Buenos Aires seguía siendo pobrísima, pero algunos pocos vecinos vivían suntuosamente, hacían alarde de sus concubinas, organizaban formidables timbas y coimeaban prolijamente a los funcionarios”, más fieles a sus bolsillos que al Rey. Está claro que no se trataba del gaucho sino de los sectores ligados al comercio, que con el tiempo se convertiría en la burguesía comercial exportadora e importadora portuaria, a la que se integró la oligarquía terrateniente y vacuna que fue beneficiada con la entrega de tierras públicas o la compra de ellas a sus tenedores por precio vil.

Fiel a su personalidad improductiva y “parasitaria” con la que la naturaleza la había castigado y terminaría “premiándola”, “Buenos Aires (y con ella su clase dominante) sobrevivió en el primer siglo de su vida gracias a una burla permanente a la ley”, que 200 años después, un representante de esos mismos intereses ha consagrado como muestra de “heroísmo”. “No hay cosa en aquel puerto tan deseada –decía el ex gobernador Dávila en 1638- como quebrantar las órdenes y cédulas reales”. Era, según Félix Luna, una forma de cumplir “el destino intermediador de la ciudad de Garay, imposible de realizar mediante vías legales…”.

Libertad sin defensa ni presupuestos previos

Si bien el Virreinato del Río de la Plata había sido creado para fortalecer el dominio hispanoamericano en el Sur e “impedir que otras naciones extranjeras como la Inglaterra tomasen posesión de algunos parajes en las desiertas costas patagónicas”, en realidad ocurrió todo lo contrario, como lo demostró la usurpación de nuestras Islas Malvinas en 1933.

Como nos confirman los historiadores provincianos Dargoltz, Gerés y Cao, “al contrario de lo que sucede en la actualidad, Buenos Aires y la región pampeana estaban dentro de lo que era el área más retrasada de lo que sería el territorio argentino… Asimismo, desde Lima -capital del vireynato del Perú del que dependía todo lo que hoy es el territorio argentino- se habían impuesto disposiciones que prohibían casi todo el comercio  por el puerto de Buenos Aires, hecho que además de frenar su desarrollo había servido como protección de las industrias del interior contra los productos europeos”.

Por el contrario, la fundación del nuevo virreinato y las medidas económicas adoptadas por el rey Borbón favorecerían a los intereses de los antiguos y experimentados contrabandistas ingleses asociados a la pandilla del barranco, debilitándose sobremanera la economía americana, hasta el día anterior protegida de hecho por el sistema monopólico de los Austrias. Además del traspaso virreinal, que ya de por sí era desequilibrante, la promulgación del Reglamento de Comercio Libre de 1778 por parte de Carlos III vino a romper indefinidamente el equilibrio económico y comercial alcanzado.

El nuevo Reglamento terminaría por favorecer solamente a los comerciantes porteños (exportadores-importadores), más amigos de los contrabandistas ingleses que de los industriosos cuyanos, norteños, alto peruanos, orientales o paraguayos. No había duda –ayer como hoy- que a la burguesía comercial de Buenos Aires -la vieja Pandilla del Barranco, fundadores y socios de la Sociedad Rural- le importaba más el mercado externo y sus ganancias que el mercado interior y el bien común de los argentinos.

Coincidimos con el historiador Horacio Videla: “La recesión industrial de los últimos años hispanos no reconoce su origen en la política restrictiva del sistema monopólico; por el contrario, fue el resultado de la posición adoptada por el citado Reglamento con su libertad económica sin defensa ni presupuestos previos”, que a nivel social y económico tuvo las consecuencias señaladas.

Ya a partir de entonces (1776), Buenos Aires y la oligarquía porteña y bonaerense crecerían rápida y desmesuradamente en comparación con las demás clases sociales y las provincias interiores, absorbiendo para sí las ganancias del puerto y de la aduana… sin compartir, derramar ni distribuir nada… y ni siquiera pagaba impuestos.

Opuestamente, “lo miran al pobre gaucho / como carne de cogote; / lo tratan al estricote, / y si ansí las cosas andan / porque quieren los que mandan / aguantemos los azotes… / Bala el tierno corderito / al lao de la blanca oveja / y a la vaca que se aleja / llama el ternero amarrao; / pero el gaucho desgraciao / no tiene a quien dar su queja. / Para él son los calabozos, / para él las duras prisiones; / en su boca no hay razones / aunque la razón le sobre; / que son campanas de palo / las razones de los pobres”.

La primera “Revolución Libertadora”

Hay un perfil del Buenos Aires actual –insistía Félix Luna- “que se recorta en el oportunismo, el dinero fácil, la violación de la ley sin sanciones judiciales ni morales. Probablemente ese perfil empezó a esbozarse en la más rancia tradición porteña: al menos es de suponerlo dado su persistencia en otras épocas”.

Si Buenos Aires se había criado –según el santiagueño Ricardo Rojas- en una “pacífica esclavitud a lo extranjero”, no era de extrañar esa “superstición por los nombres exóticos” que caracterizaría a Borges y a su generación, haciéndoles sentir como los denunciaba Arturo Jauretche, “exiliados en su propia patria”.

Por otro lado, si la vigencia del célebre Reglamento de Comercio Libre de 1778 “significó la ruina del comercio monopolista de Lima” y la destrucción de las economías regionales del Interior, por el contrario, legalizó a espaldas de las provincias el modelo exportador de materias primas e importador de manufacturas extranjeras (que el país podía producir), y “deparó la vida y la opulencia de Buenos Aires” y su burguesía exportadora e importadora. En definitiva, la beneficiaria de semejante beneficio, directa o indirectamente, no fue otra que la oligarquía nativa -propietaria de tierras y de los suelos más económicos y feraces del mundo para criar vacas, plantar cereales o vivir de rentas-, fundadora de la Sociedad Rural.

Así fue cómo la prosperidad de Buenos Aires y el encumbramiento de la oligarquía ligada exclusivamente al comercio exterior, sin ningún tipo de condicionamientos, resultó ser pariente de la pobreza del interior…

Desde entonces, y sin solución de continuidad –salvo breves períodos de gobiernos nacionales- Buenos Aires -dominada por la Pandilla de Barranco– asumiría su papel histórico de “puerta de la tierra”, haciendo padecer a sus hermanas mayores y menores cada vez que esa puerta se abría, para solamente ella disfrutar de los buenos aires importados que le llegaban de ultramar y que paradójicamente ahogaban hasta la asfixia a sus hermanas del Plata, desterradas en su propia tierra.  Ese era todo el secreto de su librecambismo y su vocación libertaria.

Un largo camino a casa

A partir de 1776, obligadamente, el Interior se puso de frente a la pampa contra sus propios intereses, para ponerse a las órdenes de su nueva metrópolis “de acuerdo a los términos de la cédula ereccional”. Pero si en los papeles resultaba fácil trasladar el centro económico del sur de América a Buenos Aires, no nos debe extrañar que Sarmiento escribiera unos años después: “El mal que aqueja a la Argentina es la extensión”, aunque la culpable no era la geografía sino la política oligárquica.

El largo camino del comercio español por el Puerto de Lima y las excepcionales importaciones desde la península en épocas del monopolio español había deparado en cierta manera la autonomía industrial a todo el territorio hispanoamericano, constituyendo una suerte de barrera aduanera para los productos de afuera y de protección consiguiente para las producciones locales. Pero el sistema de libre comercio inaugurado por el famoso Reglamento, “hizo ciertamente la prosperidad de Buenos Aires y alivió económicamente a España, aunque para el interior del virreinato significó la ruina de sus industrias y comercios, al no poder competir con la mayor baratura de los fletes marítimos, con la producción similar procedente de España” y de otras naciones. Ni qué hablar de los productos del contrabando que inundaban cada vez con más fuerza las costas porteñas y de cuyas olas no podría sustraerse tampoco el interior provinciano. De allí su lucha en el siglo XIX.

Incluso “en los periodos de guerras, como la sostenida (por España) con Inglaterra entre 1796 y 1802, ese comercio marítimo se interrumpía y el comercio provinciano se recobraba”. La primera y segunda guerras mundiales confirmarían esta hipótesis. Serían las épocas de sustitución de importaciones, con sus positivas consecuencias de trabajo, alto consumo y buenos salarios, coincidentes con la de los máximos líderes populares del siglo XX: el doctor Hipólito Yrigoyen y el general Juan Perón.

La Argentina del Centenario, que el actual gobernante y la Sociedad Rural reivindican como “los tiempos felices del campo”, en realidad comenzaba a detenerse. El ingeniero Alejandro Bunge observaba que “después de 1908 la Argentina es un país estático desde el punto de vista de su organización económica”.

En verdad, para ese entonces, aunque la oligarquía latifundista disfrutaba de su época de oro, “el país de la abundancia de que se hacían lenguas los dueños de la situación, donde solo bastaba extender la mano para hallar sustento -en el decir de Ernesto Palacio-, conocía la vergüenza del trabajo de las mujeres y los niños menores con salarios inferiores a $1 cuando el pan costaba treinta centavos el kilo (seguramente después de lograr el “déficit cero”)… conoció el hacinamiento de los conventillos… con una pieza a lo sumo para cada familia cuando no para dos (¿alguna ley de alquileres libertaria de la época, tal vez?), conoció la plaga de la mendicidad por hambre y los sin trabajo y sin hogar durmiendo en los umbrales y alimentándose con los residuos de los tachos de basura”.

Por su parte, los representantes legislativos de aquella Argentina opulenta, que la generación del 80 había logrado poner de pie con la creación del Estado Nacional, paradójicamente hoy tan denostado, rechazaba en su segundo mandato la ley de trabajo del presidente Roca, el fundador del Estado Argentino Moderno.

Si reparamos en el rechazo del Código de Trabajo que el general Roca intentaría infructuosamente imponer en el Congreso (votado en contra por muchos roquistas, los mitristas, los socialistas, los industriales y los terratenientes) y leemos atentamente el Informe de la Condición de la Clase Obrera de Bialet Massé de 1909, podemos entender cómo era aquella Argentina del Centenario: muy abundante para una minoría de ricos y exageradamente escasa para la mayoría de los argentinos. Tanto era así, como señalaba en tiempo presente el escritor Rafael Barret, que “los hombres, desalojados por las vacas y las ovejas y paralizados por el aislamiento, no consiguen organizar y poner de pie su derecho a la vida”.

No hay paradoja en el rescate del creador del Estado Moderno argentino, mientras se denosta y se pretende destruir al mismo Estado Nacional creado por Roca. Son las piruetas de la política de la historia, que rescata los aspectos adjetivos del supuesto “padre de la oligarquía” (con lo que mantiene la confusión sobre el pasado y el presente argentino), para omitir lo sustantivo de quien nacionalizó Buenos Aires, integró todo el territorio argentino (incluida la Pampa y la Patagonia), creó el Estado Moderno e instituyó la Educación Pública y Gratuita en la Argentina. Es la misma pirueta que realiza el discurso “radical”, que ataca todos los pormenores de la ley Bases -fundamento para la destrucción de la Argentina que conocimos-, para luego dar quórum y levantar la mano para aprobarla.    

El doctor Manuel Belgrano, que antes de ser general de nuestra independencia sería secretario del Consulado de Buenos Aires antes de 1810, escribía páginas esclarecedoras al respecto, desmintiendo a los que pretenden convertirlo en un liberal extranjerizante: “Conocí –dice en su autobiografía- que nada se haría a favor de las provincias por unos hombres que por sus intereses particulares posponían el común”. En tanto, en sus Escritos Económicos reflexionaba: “Es verdad que la natural libertad del hombre le da derecho a emprender el método de vida que más acomode a su genio, pero no le da para envolver en sus ruinas a quienes se fíen de él… Así es que a la malicia e imprudencia se ha intentado atajos para que el alma del comercio, su espíritu vivificante, la buena fe, se conserve como el punto de apoyo del giro, y no lleve tras su ruina a todos los ramos de la riqueza pública… Las restricciones que el interés público trae al comercio no pueden llamarse dañosas. Esta libertad tan continuamente citada y tan raramente entendida, consiste sólo en hacer fácilmente el comercio que permita el interés general de la sociedad bien entendida. Lo demás es una licencia destructiva del mismo comercio”.

Va de suyo que reconstruir la Patria Grande implicará devolverle al interior argentino y latinoamericano su perdida grandeza, y ello supone necesariamente  adherir al modelo industrialista contra el modelo agroexportador que se empoderó con la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776) y el  usufructo exclusivo de las rentas aduaneras y la instauración de la política de “comercio libre” por parte de Buenos Aires y de su casta agropecuaria, pues como hemos visto, ese modelo de país arruinaría la incipiente industria y las promisorias condiciones económicas de las provincias argentinas, que le auguraban al hombre y la mujer del Interior la propiedad y el usufructo de una vida feliz ocupada en hacer felices a los suyos.

Ante semejante retroceso, en 1913, Leopoldo Lugones decidía rescatar del olvido aquel libro poético, doctrinal e iluminador del pasado argentino, que había estado sepultado por muchos años, como hoy están sepultadas las verdades argentinas. Y Martín Fierro regresaba del destierro y volvía a cantar:

Es el pobre en su orfandá / de la fortuna el deshecho, / porque naides toma a pecho / el defender a su raza; / debe el gaucho tener casa, escuela, iglesia y derechos…

Y dejo correr la bola / que algún día se ha de parar; / tiene el gaucho que aguantar / hasta que lo trague el hoyo / o hasta que venga algún criollo / en esta tierra a mandar”.

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