La “democracia de los caudillos y de las masas” y la “democracia de elite”. Por Elio Noé Salcedo

Juan Bautista Alberdi -ya despojado de su ideología liberal extranjerizante de su juventud- realiza uno de los primeros estudios sobre la democracia y la representatividad de las mayorías en nuestro país.

Es a través de una obra conocida como “Grandes y pequeños hombres del Plata” que el pensador provinciano -“Hombre de Paraná” y de la Confederación Argentina, crítico sagaz de la historia mitrista, polemista nacional contra el Sarmiento elitista y cosmopolita, denunciante de la criminal guerra del Paraguay y precursor del revisionismo histórico– nos permite revisar categorías históricas y sociales; entrever las consecuencias de ese relato ideológico contrario a los intereses nacionales y populares de ayer, de hoy y de siempre; descubrir la ligazón que ese relato tiene con el presente; y en última instancia, saber también cómo se ha escrito la historia.

El desconocimiento de ese pensamiento seguramente tiene que ver con todo lo que hemos venido dejando de lado, como es no saber quiénes somos: desconocimiento de nuestra verdadera identidad como Nación inconclusa; no conocer suficientemente nuestra realidad pasada, sin lo cual es difícil entender el presente; y mantener, muchas veces inconscientemente, prejuicios anti populares y antinacionales que hemos heredado de nuestra cultura oligárquica europeísta, extranjerizante y porteño-céntrica, que Abelardo Ramos, Arturo Jauretche y otros pensadores nacionales definieran como el resultado de nuestra “colonización pedagógica”.

Pues bien, siguiendo al Alberdi nacional en su razonamiento, la historia argentina registra desde un principio dos tipos de democracia: la democracia de los caudillos y de las masas y la democracia de las elites.

He aquí los fundamentos que de la primera expone Juan Bautista Alberdi, dando cuenta de esos prejuicios anti populares y anti nacionales a los que hacíamos referencia.

En el capítulo XXX del libro citado, Alberdi plantea esta tesis: “Los caudillos son la democracia”, pero “como el producto no es agradable, los demócratas lo atribuyen a la democracia bárbara”. Esa es la razón, fundamentaba el tucumano, por la que “ellos admiten dos democracias, una bárbara, es decir, popular, indisciplinada, tumultuosa, como la condición del pueblo en todas partes; otra inteligente, es decir, anti popular, reglada, disciplinada”. Para un amplio espectro social, formado en las zonceras argentinas de las que hablaba Jauretche y, sobre todo, en la madre de ellas: “civilización y barbarie”, al parecer, la única “democracia” posible es esa democracia de elites.

Pero, ¿es que acaso puede existir una democracia de elites? (¡Un auténtico oxímoron!). En mis tiempos de secundario eso se llamaba “aristocracia”.

De alguna manera, el concepto expresado se puede extrapolar a la realidad actual, cuando cobra “validez” en forma “absolutista” y excluyente el pensamiento de esa misma elite señalada por Alberdi, como se deduce de las coincidencias entre el presidente libertario y anarco-capitalista y el tradicional sector oligárquico o de elite representado en la Sociedad Rural Argentina, aparte de las amistades con magnates internacionales de las que el presidente hace gala, igualmente elitistas.

¿Ese resulta ser el pensamiento del pueblo argentino, teniendo en cuenta el resultado de las elecciones pasadas que eligió este presidente y este pensamiento elitista?  

Es curiosa la repetición de la historia, en el siglo XIX, en el siglo XX y en el siglo XXI, pero, por una razón u otra, a esa clase de “demócratas de elite” les desagradan los intereses nacionales y la voluntad popular, que estuviera expresada en nuestro país detrás de caudillos realmente populares y nacionales como Hipólito Yrigoyen y Juan Perón, luego representados buena o malamente por sus seguidores en el tiempo (ese es otro tema).

Hemos escuchado las críticas e incluso agravios a esas figuras, a sus expresiones políticas y a sus Políticas de Estado históricas. Todo lo que suena a popular y nacional, que ellos llaman “populista”, merece su desaprobación. No hay duda que estamos ante la misma disyuntiva planteada por Alberdi, aunque con mayores dificultades, porque los enemigos de lademocracia de los caudillos y de las masasse han adueñado de la “democracia” en su expresión más formal: el voto universal, no sin artilugios, que hay que poner en la balanza.

¿Una democracia consiste solamente en votar cada dos o cuatro años, o exige otros requisitos y condiciones más importantes que ése?

Democracia vs. dictadura de los medios

Dada la influencia que los medios de comunicación masiva ejercen en la población -en realidad una verdadera dictadura en tiempos de monopolios y hegemonía imperialista (y éstos no son datos menores)- una elección en estas épocas, ¿no resulta acaso la expresión de un voto ideológicamente calificado? ¿O no es lo que sucede cuando esa clase social que ejercía físicamente el voto calificado en otras épocas, ha logrado manipular la mente de los votantes a través de los medios de comunicación masiva y las redes sociales que hegemonizan y monopolizan autocráticamente la “opinión pública” (fenómeno a considerar muy seriamente)? ¿No resulta ese voto, un voto inconsciente a favor de las clases dominantes o minorías económicas y sociales? ¿Puede una auténtica democracia ser la representación de las minorías anti democráticas a nivel civil, social, económico y cultural e incluso humano? ¿Cómo saberlo? A través de la constatación empírica de lo que viene sucediendo en toda América Latina.

El voto calificado de una clase social ha sido reemplazado por el voto masivo de un elector al que no le han sacado su documento de identidad para obligarlo a votar lo que su patrón quiere, como sucedía en el pasado, sino que, al actuar sobre su discernimiento, lo han privado lisa y llanamente de su propia identidad existencial, que lo lleva a votar en contra de sus propios intereses, necesidades y sus más íntimos deseos, apabullado, desconcertado, confundido y alienado como está, más allá de su legítima bronca contra los que tampoco hicieron mucho para cambiar su situación de marginación social ni procuraron una educación que, además de pública y gratuita, debe argentinizar a los argentinos en lugar de desargentinizarlos (como bien lo planteaba Saúl Taborda).

En verdad, no han hecho mucho en ese sentido los que dicen defender “la democracia” (sin reparar ni profundizar mucho en lo que defienden), renegando de su verdadera misión en favor del pueblo y de la Patria integralmente. No es solo por el avance del enemigo que se pierden las batallas sino también por no conocer el campo de batalla ni con quién estás batallando, y por no saber defenderte y/o no saber contraatacar cuando es oportuno y necesario. También, cuando en lugar de seguir batallando y profundizar la lucha, te rindes.

Los caudillos y la democracia

Para Alberdi, “el caudillo supone la democracia, es decir, que no hay caudillo popular sino donde el pueblo es soberano”. “Es el jefe de las masas, elegido directamente por ellas, sin injerencia del poder oficial (judicial, administrativo o mediático), como sucedía en la época de “Martín Fierro” y sucede fuertemente en la época actual, en virtud de la soberanía de que la revolución ha investido al pueblo todo, culto e inculto”. Cabe aquí el juicio de David Peña en su obra reivindicativa de Juan Facundo Quiroga: “Nuestro país tuvo caudillos apenas se diseñó su sociabilidad (que Fregeiro llama “el rasgo más prominente de nuestra sociabilidad”), con vigorosos e interesantes contornos propios, no apreciados por los elegantes observadores de ‘ciudad’, que… no conocen otro factor engendrador de fenómenos sociales que la elite”.

Según Alberdi, el caudillo “es el órgano y brazo inmediato del pueblo, en una palabra, el favorito de la democracia”. En ese sentido, puede haber caudillos de derecha o de izquierda. Sin embargo, no está de más aclarar y advertir que el parámetro, en definitiva y en última instancia, la primera condición para saber si el caudillo “es el órgano y brazo del pueblo”, es lisa y llanamente su accionar: a favor del pueblo o en contra de él, de sus necesidades e intereses concretos del aquí y ahora. Pero no es la única condición ni fundamento.

Existe otra condición necesaria para detentar la representación de una democracia verdadera: requiere de la condición de ser a la vez nacional, o sea, defensor de los intereses nacionales.

En efecto, “los primeros que dieron este título (de caudillo) a los Bolívar, Carrera, Güemes, Aráoz, etc.”, continúa Alberdi, fueron los españoles. Para ellos, “el caudillaje americano era el patriotismo, el americanismo, la revolución de la independencia”. Por eso resulta un torpe contrasentido que “los que se dicen partidarios de la democracia” denigren “el caudillaje que apareció en América con la democracia”, como denigran a Yrigoyen o Perón y a los que defienden fundamentalmente ese pensamiento nacional.

Si el caudillaje era el patriotismo, el americanismo y la revolución de la independencia, quede claro quiénes eran la antipatria, el antiamericanismo, la contrarrevolución y la dependencia, en el pasado como en el presente. Por eso, sentencia el tucumano con razón, “llamar democracia bárbara a la del pueblo de las campañas de América rica, es calificar de bárbaro al pueblo americano”.

Puede ser paradójico, pero esa es la realidad de los hechos y de la historia de los pueblos: “El caudillaje aparece en América en la democracia, se desenvuelve y marcha con ella”. En efecto, los caudillos -tan denostados por la “Historia Oficial”, el “Mitrismo” y la “Política de la Historia”, aparecen con la revolución americana.

Artigas, López, Güemes, Quiroga, Rosas, Peñaloza (y podríamos agregar a esa lista también a Roca, Yrigoyen y Perón), como jefes, como cabeza y autoridades, son obra del pueblo su personificación más espontánea y genuina”. ¿O acaso esa democracia popular y nacional fue válida en el pasado y en la actualidad no es más válida?

He aquí otra gran definición de Alberdi: es el pueblo el que crea a sus caudillos y a sus líderes y les transmite su programa (necesidades, intereses, objetivos) y no, como cree el “pensamiento de elite”, que los caudillos y los líderes populares lo han sido porque usufructuaban la soberanía del pueblo o lo manipulaban demagógicamente. Es al revés.

El caudillismo fue y es la primera expresión del sistema de representatividad soberana de los pueblos, consagrado más tarde constitucionalmente. En cambio, el pensamiento elitista –que se “disgusta de ver ese movimiento democrático” y realiza una calificación del voto-, está emparentado con el pensamiento sarmientino de “civilización y barbarie”, cuestionador de la soberanía de las masas populares. Un gobierno que es votado por una mayoría, pero hace lo que quiere una minoría, es un fraude. He allí la disyuntiva de hierro de nuestras “democracias” actuales.

Pueblo vs. Anti pueblo

Recordemos que esa soberanía que ya disgustaba a Buenos Aires antes de que existiera el sufragio universal, obligatorio y secreto, tenía el siguiente fundamento: “una lanza, un voto” (según la expresión de Gabriel del Mazo). Lo cierto es que Buenos Aires calificaba a los que elegían a sus dirigentes en la campaña vestidos de chiripá, como parte de la democracia bárbara; y a los que los elegían en la ciudad, vestidos de frac, como pertenecientes a la democracia inteligente. Más que una disquisición filosófica se trataba de una discriminación de clase. De muchas maneras, sigue siendo así también ahora.

Digámoslo de una vez: la verdadera democracia se corporiza cuando el caudillo “hace lo que el pueblo quiere” y no lo que quieren las elites. El caudillo es solo la expresión cabal de esa voluntad popular, y si no, no es caudillo, no representa a las mayorías y, por lo tanto, no es democrático.  

Ahora bien, “que den ese título a la mayoría de un pueblo los que se dicen amigos del pueblo, republicanos o demócratas –coincidimos con Alberdi-, es propio de gentes sin cabeza, de monarquistas sin saberlo, de verdaderos enemigos de la democracia… Ellos quieren reemplazar los caudillos de poncho por los caudillos de frac; la democracia semibárbara, que despedaza las constituciones a latigazos, por la democracia semi-civilizada, que despedaza las constituciones con cañones rayados… para reconstruirlas más bonitas; la democracia de las multitudes de las campañas, por la democracia del pueblo notable y decente de las ciudades; es decir, las mayorías por las minorías populares; la democracia que es democracia, por la democracia que es oligarquía”. “Esta es toda la gran cuestión del gobierno en América”, concluye el tucumano. En ese punto estamos.

 Ciertamente, si la democracia representa el pensamiento de la mayoría, por culta o inculta que ella sea, ¿no debería -si es genuina- representar los intereses y las necesidades de esa mayoría? Si no, no se trata de una representación democrática, por más que haya obtenido la mayoría en las urnas.

¿Es acaso la democracia tan solo un modo de elección o, en cambio, implica sustancialmente una respuesta a las inquietudes, necesidades, intereses, deseos y aspiraciones de la mayoría de un país y/o una Nación, para más, en vías de realización?

Si esa “democracia” responde a los intereses de una minoría, por más que haya sido avalada en las urnas por una mayoría, ¿resulta lo mismo democrática?

Con criterio lógico y de sentido común, Alberdi advertía: “Pedir que la parte inculta del pueblo, que es tan soberana, como la culta, se dé por jefes hombres de un mérito que ella no comprende ni conoce, es una insensatez absoluta”, ya que “querer la libertad, desearla, buscarla hacer sacrificios para obtenerla, y obstinarse al mismo tiempo en buscarla por el camino que en cincuenta años no ha servido sino para alejarnos de ella (es decir, en contra de la Nación y de las necesidades mayoritarias), es hacer sospechoso el buen sentido o la sinceridad del pretendido amor a la libertad”.

Más allá del sentido común que sostiene este concepto, coincidimos también en la insensatez que resulta elegir a alguien cuyo verdadero “mérito” resulta engañar primero y después defraudar a esa parte del pueblo que vota una opción contraria a sus propios intereses mediatos e inmediatos sin saberlo cabalmente.  

Las experiencias del ’30, ’55, ’76, 2015 y 2023 sobre la “libertad” y el “carácter totalitario” y “no democrático” de los gobiernos más democráticos, nacionales y soberanos del siglo XX (el de Yrigoyen y el de Perón, sobre todo), son aleccionadoras respecto a esa insensatez de la que habla Alberdi.

No habría que olvidar, finalmente, que la revolución democrática de los países europeos más avanzados fue a consecuencia de revoluciones nacionales y sociales que permitieron el paso del feudalismo al capitalismo industrial, más allá de sus formas republicanas o monárquicas. Fue su desarrollo industrial lo que les permitió acceder a una democracia plena a nivel no solo representativo sino también económico y social (pleno empleo, alto consumo y bienestar).

De allí la diferencia entre un modelo primario agro-exportador importador de manufacturas y dependiente del mercado externo o lisa y llanamente de especulación financiera, y la de un modelo industrial, con plena ocupación, autonomía y desarrollo del mercado interno, ya que no puede haber revolución democrática verdadera y profunda en un país o una nación que no es dueña del propio destino nacional, si no tiene derecho a democratizar la economía, las relaciones sociales y la propia sociedad y ni siquiera el derecho a pensar por ella y para ella misma.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *