Punto de partida de las Ciencias Sociales Nacionales. Por Elio Noé Salcedo

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Historia de la Universidad Latinoamericana (Séptima Parte)

La ciencia tiene razones que la razón desconoce

La ciencia no es un fin en sí misma. Tampoco es un campo neutro de la realidad. La política, las ideologías, la historia y la filosofía la atraviesan profundamente, por lo que suele ser también un instrumento de dominación y/o subyugación, o, en caso contrario, de liberación.

Sin duda, el objeto y los criterios de las ciencias sociales están atravesados en parte por la ideología dominante y la cultura de la época, en parte por la ideología y/o la condición de clase del sujeto investigador, salvo que se trate de un “contestatario” o “retobao”, que, en ciertas épocas, o en países coloniales o semicoloniales, resulta sí una verdadera originalidad o excepción contra corriente, absolutamente necesaria para fundar, refundar o replantar un pensamiento original y/o con personalidad propia, siempre y cuando responda a la originalidad e identidad del propio país, del propio pueblo y de su propia historia.

De esas originalidades -en un contexto de invasión cultural (permítaseme la metáfora “eternáutica”)- se nutre el pensamiento nacional y se debería nutrir la Ciencia Nacional o Epistemología de la Periferia, como la bautizara Fermín Chávez.

En ese sentido, como manifiesta el Prof. Blas Alberti en el prólogo de “Crítica a la Sociología Académica”, si de un objeto concreto y verificable se trata, el punto de partida fundamental de una ciencia social que aspire a poseer una personalidad diferenciada -es decir nacional y latinoamericana en todos los sentidos-, debe enfocar sus luces al lugar que la historia le ha asignado a nuestra geografía, es decir a la Argentina y América Latina, a su realidad concreta y -trágica o no-  a su historia verdadera.

Hasta las ciencias duras -dice un reputado analista político- sufren el impacto de la visión del mundo del investigador y de su época”. Por ello, un investigador serio de la realidad está obligado a comenzar explicando su posición ideológica -no existe neutralidad en las ciencias, sobre todo en las ciencias sociales- y debe “acudir a todas las fuentes que estén a su alcance, sin omitir aquellas que le son adversas”, y buscar “la objetividad, aun a costa de contradecir las hipótesis que fueron para él (o ella) un punto de partida”.

Sucede que, y por eso se entiende la autocensura a la que ha sido sometido el pensamiento académico en la mayoría de las universidades latinoamericanas, “en el terreno histórico, la tiranía del presente -los intereses y las ideas a las que tributa un autor, le pese o no- es impiadosa, sobre todo en países como la Argentina, donde el pasado y el presente se entrelazan inextricablemente, en tanto el ayer permanece vivo por encarnar problemas aún irresueltos” (Aurelio Argañaraz. El General Roca. Historia y Prejuicio. Publicaciones del Sur, 2022).

Por definición, función y/o misión, la ciencia es un instrumento necesario para dominar la naturaleza. Esta sencilla e inobjetable afirmación se contrapone con la tesis y las teorías “naturalistas”, que promueven una vuelta a la naturaleza o la preeminencia de la naturaleza sobre el ser humano, teorías que inexplicablemente son asumidas livianamente como propias en nuestras Universidades por docentes, investigadores, y estudiantes, en la bibliografía, en la currícula o entre los paradigmas contemporáneos de las Ciencias Sociales, mientras al otro extremo del espectro ideológico -en un mundo circular los extremos se juntan- se propone la ley natural de la selva para todo un colectivo humano integrado por niños, trabajadores en blanco, amas de casa, trabajadores en negro, informales, pequeños y medianos empresarios, autónomos, desocupados, jubilados, pensionados, discapacitados e inquilinos, entre otros.

“Laboratorios de ideas”

El problema es precisamente el punto de partida de esos paradigmas que, bajo la apariencia de originales, omiten -tal vez inconsciente e involuntariamente- el origen o la raíz de su construcción epistemológica

Sucede que muchas de esas teorías no son originarias de nuestras universidades y organismos científicos sino de los “laboratorios de ideas” de los países hegemónicos, que renuevan sus maneras e intentonas de dominarnos, por derecha o por izquierda, a través de la ideopolítica (como ellos mismos la denominan), de las teorías cientificistas dominantes, de las modas científicas y del apoyo de los centros científicos de poder mundial (becas, viajes, congresos, publicaciones, etc.) a esos paradigmas de dominación política, económica, ideológica, epistemológica y cultural.

Así ha sucedido siempre y todavía sucede -porque nada de eso ha cambiado, sino que ha empeorado- en un mundo dividido entre países dominantes y países dominados, o lo que es lo mismo, entre países fuertes y países débiles, no por casualidad sino por causalidad: desarrollados y ricos unos y subdesarrollados, atrasados y/o pobres otros, sobre la base de la dominación (sutil o salvaje) de unos sobre otros.

En uno de los documentos ahora desclasificados de la CIA, conocido como la Carta de Santa Fe, el Comité Especial de ese organismo declaraba en 1980: “La ideopolítica se ordena por medio de programas de educación diseñados para ganar las mentes de los hombres. Las ideas que se hallan detrás de la política son esenciales para la victoria”. A confesión de parte, relevo de pruebas.

A través de la “ciencia”, de las instituciones académicas, de las modas científicas, de las nuevas “teorías científicas”, se impone la ideopolítica, que bajo la apariencia de “universal”, “global” o acorde a la “diversidad” de las culturas, esconde las intenciones verdaderas de dominación ideológica, política y, por lo tanto, económica y cultural.

Sucede hoy con la “internacionalización de la educación superior”, nuevo instrumento de recolonización de los países hegemónicos y de los organismos internacionales a su servicio y como consecuencia o derivación de ella, de todas las modas doctrinales, ideológicas o académicas que, curiosamente, no provienen del propio pueblo sino de los centros mundiales de poder dominante (como es el caso del “wokismo”, importado de universidades norteamericanas) y son adoptadas por algunas clases y/o sectores sociales del país receptor, sin haber pasado por el tamiz popular.

A propósito, dice el autor de “Crítica de la Sociología Académica”: “Las ciencias sociales modernas sirvieron en sus inicios para enunciar y anunciar el fin de una era en la historia de la humanidad; luego fueron, en una segunda etapa, una de las más poderosas armas de justificación de las potencias dominantes sobre los pueblos oprimidos. Ese proceso en lugar de atenuarse se ha acrecentado, a caballo del retroceso ideopolítico de los países semicoloniales.

En la Argentina -y paralelamente en América Latina- desde la segunda mitad de los ’70, en los ’80, los ’90, e incluso a partir del nuevo siglo, el hecho de no estar unidos y seguir divididos nos mantiene dominados; y los 40 años de democracia -“desmalvinización” mediante-, a pesar de lo que muchos creen o quieren entender, no ha constituido (seguramente porque es insuficiente) una valla de contención o barricada contra ese retroceso ideopolítico a nivel global, al menos en el mundo occidental, que nos ha llevado a tener que elegir (al menos hasta ahora, aunque puede empeorar) entre un liso y llano neocolonialismo económico (sobre todo financiero) y una modesta autonomía política, que nos mantiene en una condición semicolonial, en el marco de un bloque polar hegemonizado por la potencia imperial nacida después de la segunda guerra mundial y consolidada a partir de la caída del Muro de Berlín en 1989 y la instalación del Consenso de Washington y del Pensamiento Único como alternativa, que ahora pretende terminar de imponerse.

Sin embargo, la emergencia o resurgimiento de nuevas potencias mundiales fuera del mundo occidental: China, Rusia, India, Brasil, Sudáfrica, y del mundo árabe en particular -Irán, Arabia Saudita, Emiratos Árabes, Egipto- e incluso de África -Etiopía-, acompañan el proyecto de un Mundo Multipolar en su propósito de realizarse como países soberanos, o como debería ser en nuestro caso latinoamricano, constituir una unión de naciones o repúblicas soberanas, desarrolladas y realizadas. Esa es la razón colonial por la que los nuevos funcionarios del poder dominante niegan o impiden nuestro ingreso a los BRICS y nos retacean las relaciones políticas, económicas, comerciales y culturales con los países latinoamericanos o en proceso de liberación de la otra parte del mundo.

Unidos o dominados

La Universidad y el mundo académico no parecen reparar tampoco en que seguimos dominados porque estamos desunidos y separados, como advertía con muchos años de anticipación el general Juan Perón, y que otro gran pensador nacional como Jorge Abelardo Ramos fundamentara con esta aguda observación: “No estamos divididos y desunidos por ser subdesarrollados, sino que somos subdesarrollados porque estamos desunidos y divididos”. Los propios Estados Unidos de Norteamérica han sido un claro ejemplo de lo que genera la Unión.  

No es casual que allí donde el progresismo político ha hecho pata ancha -universidades, organismos científicos, movimientos políticos, órganos de formación política y hasta algún medio de comunicación- esas ideas contradictorias y/o paradójicas entre cientificidad naturalismo, historicidad y progresismoverdad

histórica e ideologismo, tengan gran consenso en la medida en que esa contradicción sin resolver impide desarrollar un pensamiento profundamente nacional, de acuerdo a la tradición histórica reivindicada por el pensamiento nacional clásico, hoy omitido, ignorado o rechazado en las propias universidades por considerarlo obsoleto y hasta retrógrado o en su defecto superado, lo que implica todavía otra gran batalla intelectual, que hasta no saldar nos debilita como Nación y como sociedad frente a nuestros verdaderos enemigos históricos.

El problema no está en la existencia de un verdadero ecologismo o naturalismo ni de un genuino progresismo, sino en el uso de sus paradigmas posmodernos para mantenernos divididos y dominados, es decir subyugados a nivel político, económico, educativo, científico, tecnológico y cultural, para lo cual sirven en particular las ciencias humanas y sociales, cuyos paradigmas funcionan, hoy por hoy, al servicio de intereses no precisamente nacionales.

¿Qué es si no reivindicar o formar rancho aparte a nivel político con RUNASUR, mientras el enemigo cuestiona organismos fundamentales latinoamericanos como UNASUR y el MERCOSUR? ¿O reivindicar Estados Plurinacionales -débiles por naturaleza en su fragmentación-, cuando el enemigo se propone desarticular y destruir el Estado Nacional, garantía en su unidad monolítica de un desarrollo sostenido y beneficioso para las mayorías nacionales? Basta reparar en las características y fortaleza de los Estados de los grandes países emergentes (China, India, Rusia, etc.), que a grandes pasos van superando a los Estados de los propios países imperialistas y de los países periféricos dependientes y atrasados del mundo occidental.

La necesidad de un verdadero pensamiento original

En verdad, y a pesar de su acrecentado progresismo, o tal vez por ello mismo (fungiendo como una ideología de contención o neutralización de lo nacional), “el ámbito de las universidades de América Latina, salvo honrosas excepciones -como dice el Prof. Blas Alberti en el prólogo a su emblemático y olvidado manual crítico de la sociología académica-, se encuentra dominado por un cientificismo ahistórico y carente de aquello que teóricamente constituye su función: propender a la comprensión del mundo real al que dice servir y dotar de fundamentos científicos a las legiones de jóvenes que acuden a sus claustros”.

Cabe recordar aquí la máxima de la Universidad de Charcas, donde se formaron revolucionarios de su época como Moreno, Castelli, Tupac Amarú II y Monteagudo, entre otros: La filosofía para la vida, no la vida para la filosofía.

Llama la atención por su actualidad y porque viene al caso, la advertencia de Saúl Taborda en sus “Investigaciones Pedagógicas” de 1934: “Mientras la Universidad no consiga organizarse, o reorganizarse como contenido de cultura en conexión con un orden o un sistema de ideas de los que confieren estilo a una época, un electoralismo mero y simple solo podrá proponerse como objetivo un mejoramiento relativo y momentáneo del profesorado… cuyo objetivo consiste en suplantar hombres (autoridades o profesores) y no sistemas y orientaciones en las casas de estudios”.

Estas falencias, nos ayuda a reflexionar el Prof. Blas Alberti, “no se deben por cierto a ningún fatalismo ni malformación congénitason la consecuencia de la situación de dependencia semicolonial a que está sometida la estructura socioeconómica en su conjunto”.

Por el contrario, “nuestra ciencia social está lejos de constituir una estructura coherente” -señala Alberti-, debido al reinado de una ideología impuesta por los poderes hegemónicos como verdad absoluta a través de la “globalización” y el dominio en la cultura de Occidente del “pensamiento único” imperialista, disfrazado de “pluralismo”, “cientificismo”, “multiculturalismo”, etc.

A la hasta no hace mucho escasa producción literaria, ensayística o de difusión científica pública y masiva de nuestros científicos e investigadores, se sucede y superpone hoy la producción de publicaciones, libros y ensayos científicos o pseudocientíficos que reproducen el pensamiento “universal”, globalista -clásico o “moderno”- de cuño europeo o norteamericano, sin intentar desarrollar, profundizar o actualizar el pensamiento propio, es decir, de nuestros pensadores y académicos nacionales, totalmente olvidados y marginados en su pensamiento esencial.

Llama la atención -sino comporta un verdadero escándalo- que en las ciencias sociales y humanas argentinas (historia, política, sociología, antropología, filosofía, ciencias de la educación) no haya verdaderos tratados de autores académicos que rescaten el pensamiento nacional fundamental en esos campos, que, lógicamente, no es ese pensamiento devenido en latinoamericano nada más que, por repetir las consignas “para latinoamericanos” que nacen en los centros ideológicos de poder mundial.

Autores como el mismo Simón Bolívar (sus cartas, discursos y proclamas), el general San Martín (cuya rica correspondencia todavía es desconocida) y el pensamiento nacional del “otro” Alberdi; un sinfín de autores provincianos argentinos del siglo XIX, recientemente rescatados por el revisionismo histórico federal y latinoamericano; y los argentinos Manuel Ugarte, Alejandro Korn, Saúl Taborda, Manuel Ortiz Pereyra, Coroliano Alberini, José Ingenieros, Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Juan Domingo Perón, Jorge Abelardo Ramos, Enrique Rivera, Alfredo Terzaga, Jorge Eneas Spilimbergo, José Juan Hernández Arregui, Blas Alberti, José María Rosa, Fermín Chávez, Eduardo Astesano, Norberto Galasso, Roberto Ferrero, no son frecuentes y ni siquiera conocidos en la bibliografía académica de las ciencias sociales.

A falta de estudios y difusión de esos autores fundamentales de la Nación Latinoamericana, en cambio, figuran en la bibliografía académica una gran cantidad de autores clásicos y no tan clásicos extranjeros, en muchos casos con exclusividad y/o preeminencia, y autores nacionales de segunda generación o comentaristas de un nuevo pensamiento latinoamericano que no responde a las verdaderas raíces del pensamiento nacional fundamental, prescindiendo de ese pensamiento verdaderamente nacional y revolucionario elaborado en nuestros jóvenes doscientos años de existencia como argentinos y a la vez latinoamericanos.

Transcribamos someramente una larga lista (a completar) de autores continentales que nos depara el pensamiento nacional latinoamericano, tales como Eugenio María de Hostos, Juan Antonio Coregter, Manuel Maldonado Denis (de Puerto Rico); Aimé Cesaire (de Martinica); Eric Williams (de Trinidad-Tobago); José Martí, Enrique José Varona (de Cuba); Pedro Henríquez Ureña (de República Dominicana); Antonio Caso, José Vasconcelos, Leopoldo Zea, José Gaos (exiliado español) (de México); Juan José Arévalo, Manuel Galich, Guillermo Toriello (de Guatemala); Alberto Sáenz (Costa Rica); Ricaurte Soler, Justo Arosemena (de Panamá); José Rafael Pocaterra, Rufino Blanco Fombona, Alberto Adriani, Mariano Picón Salas, César Zumeta, Arturo Uslar Pietri (de Venezuela); Germán Arciniegas, Antonio García Nossa, J.A. Osorio Lizarazo (de Colombia); Juan María Montalvo, Jorge Icaza (de Ecuador); Víctor Andrés Belaúnde, Francisco García Calderón, González Prada, Rául Haya de la Torre, José Carlos Mariátegui, Augusto Zalazar Bondy, Miró Quesada, Ciro Alegría, José Santos Chocano (de Perú); Joaquín Nabuco, Ruy Barboza, Gilberto Freyre, Caio Prado Juniors, Sergio Huarque de Holanda, Raimundo de Farías Brito, A. Carneiro Leao, Arthur Ramos, Oliveira Viana, Eduardo Paulo Prado, Alcántara Machado, Gilberto Freyre, Helio Jaguaribe, Paulo Freyre, Celso Furtado, Darcy Ribeiro (de Brasil); J. Natalicio González (de Paraguay); Augusto Céspedes, Carlos Montenegro, Zabaleta Mercado, Sergio Almaraz Paz, Tristan Maroff, Franz Tamayo, Andrés Solís Rada (de Bolivia); Joaquín Edwards Bello, Rubén Zorrilla, Pedro Godoy Perrín (de Chile); Enrique Rodó, Vivian Trías, Reyes Abadie, Alberto Methol Ferré, Luis Alberto de Herrera, Roberto Ares Pons, Carlos Real de Azúa y Eduardo Galeano (de Uruguay); Manuel Ortiz Pereyra, Coroliano Alberini, Saúl Taborda, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Jorge Abelardo Ramos, Juan D. Perón, Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Puiggrós, Eduardo Astesano, Fermín Chávez, Jorge E. Spilimbergo, Alfredo Terzaga, Roberto Ferrero, Enrique Lacolla (de la Argentina).

Así también existen obras básicas sobre nuestra historia y pensamiento latinoamericanos poco consultadas y recomendadas, tales como: A América Latina: males de origem (1905), del brasileño Manuel Bomfim; La Patria Grande (1908), El porvenir de América Latina (1910), del argentino Manuel Ugarte; América latina, un país (1949), Revolución y Contrarrevolución en la Argentina (1957), Historia de la Nación Latinoamericana (1968), del argentino Jorge Abelardo Ramos; Nacionalismo latinoamericano (1969), del chileno Felipe Herrera; Las venas abiertas de América Latina (1971), del uruguayo Eduardo Galeano; Historia de América Latina (1978), del uruguayo Carlos Rama; Historia económica de América Latina (1979), del costarricense Héctor Pérez Brignoli y el brasileño Ciro Santana Cardozo; Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano (1981), El pensamiento latinoamericano y su aventura (1994), Caminos de la filosofía latinoamericana (2001), La literatura en el proceso de integración latinoamericana (2011), del argentino Arturo Roig; Gestación de Latinoamérica (1984), del chileno Enrique Zorrilla; Felipe Varela y la lucha por la unión latinoamericana (2010) y Manuel Ugarte y la unidad latinoamericana (2012), del argentino Norberto Galasso; Enajenación y Nacionalización del Socialismo Latinoamericano (2010), Apuntes latinoamericanos (2014), De Murillo al rapto de Panamá. Las luchas por la unidad y la independencia de Latinoamérica (2014), Acerca de la Cuestión Nacional y Latinoamericana (2017), del argentino Roberto Ferrero, y tantos otros.

Bases Nacionales para Ciencias Políticas y Sociales

Tras arduas luchas del pueblo argentino durante el siglo XIX y en las primeras tres cuartas partes del siglo XX, sobrevino el plan político, económico, social y cultural de la dictadura oligárquica de 1976, que concluyó en 1983 con la derrota en las urnas del peronismo y la verificación de la desaparición del pensamiento nacional mayoritario (predominante), que había nacido como una nueva síntesis histórica junto a las mayorías nacionales el 17 de octubre de 1945.

Dicha desaparición se debía objetivamente a la disminución numérica de la clase trabajadora industrial, la disminución de la participación de los trabajadores en la renta nacional desde el 49% al 32% y al debilitamiento del movimiento obrero organizado -otrora columna vertebral del movimiento nacional- y el paso a las filas del enemigo oligárquico de las fuerzas armadas, que habían sido en la década del 40 y 50 la otra columna fundamental del desarrollo industrial del país.

Con el paso del tiempo -salvo contadísimas excepciones- también se verificaría la desaparición y/o desvanecimiento progresivo de las diversas vertientes y manifestaciones políticas, intelectuales, historiográficas y bibliográficas de raíces nacionales, que eran de vital importancia para revisar el pasado, entender el presente y avizorar un futuro mejor.

Y junto a todo ello, desapareció casi desapercibidamente la idea de que debían existir en las casas de estudios superiores unas ciencias sociales que fueran el fundamento de una Política Nacional y Social a favor del bienestar y la felicidad del pueblo argentino y, a su vez, una ciencia política nacional en el campo de las ciencias sociales.

Algo tenía que ver en la desaparición de ese pensamiento nacional histórico la muerte de Perón, la desaparición de las condiciones objetivas que habían dado nacimiento al movimiento nacional del ‘45 y la pérdida de la conciencia histórica subjetiva que lo había sostenido durante los primeros diez años del peronismo y también durante la larga resistencia peronista conducida por el Movimiento Obrero Organizado (la CGT), e incluso hasta la muerte de Perón y el gobierno de su viuda, combatida por derecha y por izquierda por una oposición desenfrenada que allanó el golpe oligárquico de 1976.

Había otro dato objetivo: la retención del monopolio histórico del aparato cultural por parte de un sector minoritario, que construiría su poder político y económico en lo que hoy es la Argentina -que hemos llamado el “poder instituido”- a partir del usufructo exclusivo de las rentas del puerto de Buenos Aires, en el marco de un modelo agroexportador-importador, a gusto y beneficio de Gran Bretaña primero y luego de su heredero imperial, Estados Unidos de Norteamérica.

Podríamos decir con Arturo Jauretche, a 50 años de su paso a la inmortalidad que, en lo que atañe al siglo XX y lo que va del siglo XXI, el sistema superestructural que impuso la contrarrevolución del 1955, ratificado por la de 1976 (sin solución de continuidad hasta hoy), “retiene en su poder todos los instrumentos de cultura y difusión de las ideas en su desesperado esfuerzo para mantener la inteligibilidad de la mentira”. Ese hecho ha sido una de las mayores omisiones del campo nacional en la recuperación y transformación de la Argentina.

A propósito escribía don Arturo: “La historia falsificada -en tanto la conciencia histórica determina la conciencia política (JAR)- fue iniciada por combatientes que, en el mejor de los casos, no expresaron el pensamiento profundo del país; por minorías que la realidad de su momento rechazaba de su seno y que precisamente las rechazaba por su afán de imponer instituciones, modos y esquemas de importación (“poder instituido”), hijos de una concepción teórica de la sociedad en la que pesaba más el brillo deslumbrante de las ideas que los datos de la realidad; combatientes a quienes posiblemente la pasión y las reacciones personales terminaron por hacer olvidar los límites impuestos por el patriotismo, para subordinarlos a los intereses y apoyos foráneos que, éstos sí, tenían conciencia plena de los fines concretos que perseguían entre la ofuscación intelectual de sus aliados nativos”.

Esa conceptualización del fenómeno político-cultural descripto, permite entrever la importancia y urgencia de construir desde la Universidad un pensamiento nacional basado en el análisis político del presente, cuya base no puede ser sino una memoria histórica profundamente nacional, tal cual lo ha entendido el pensamiento nacional y el revisionismo histórico a lo largo de nuestra historia, y que se ha expresado a través de los movimientos y gobiernos nacionales y populares (que por contrapartida hemos llamado “poder instituyente”), sin que su objetivo máximo se haya cumplido hasta el momento.

Ya, Juan Bautista Alberdi -un proto revisionista de nuestra historia- sostenía: “Entre el pasado y el presente hay una filiación tan estrecha que juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente. Si así no fuese, la historia no tendría interés ni objeto

Precisamente, a partir de establecer la estrecha relación entre la historia (la política del pasado) y la política del presente (historia del futuro) -reivindicando consecuentemente al revisionismo histórico como fundamento esencial de una Ciencia Política nacional y de las Ciencias Sociales latinoamericanas en general, es que llegamos a la conclusión de que sólo la conciencia de nuestro pasado inmediato y mediato nos puede brindar las claves para la comprensión política y social del presente y la inteligibilidad política y social del futuro, que -dada la situación descripta- nos parece que deberían plasmarse en los fines, propósitos u objetivos de esas Ciencias Sociales Nacionales y esa Ciencia Política Nacional,valorada no solo en la academia sino en la calle, la plaza, el café y la cosa pública.

No deberían quedar dudas de que la realidad política como tal -no las ideas abstractas y menos las ideas ajenas o no estrictamente aplicables a nuestra realidad nacional, ni solo sus consecuencias administrativas- deberían ser el objeto principal de la Ciencia Política en particular, que sirva para nuestro presente y nuestro futuro y que tenga verdadero “interés y objeto” para nosotros, los habitantes de un país y compatriotas de una Nación, más si se trata de una Nación disgregada e inconclusa.

La Historia, un problema político, no historiográfico

Al fundamentar la estrecha relación entre Historia y Política y referir la versión de la historia que hemos heredado y que preside nuestros actos escolares, nuestra enseñanza primaria, secundaria y superior y nuestras teorías políticas, económicas y sociales, y aún el nombre de nuestras calles, Jauretche nos advertía en “Política Nacional y Revisionismo Histórico” (1959): “No es pues un problema de historiografía sino de política”. “Aquí ha habido una sistematización sin contradicciones, perfectamente dirigida. Ha habido una sistemática de la historia… que no puede explicarse por la simple coincidencia de historiadores y difusores…”.

Tampoco basta decir que la desfiguración de la historia “es el producto de la simple continuidad de una escuela histórica (la de Mitre y Vicente Fidel López). No. “Una escuela histórica no puede organizar todo un mecanismo de la prensa, del libro, de la cátedra, de la escuela, de todos los medios de formación del pensamiento, simplemente obedeciendo al capricho del fundador. Tampoco puede reprimir y silenciar las contradicciones que se originan en su seno, y menos las versiones opuestas que surgen de los que demandan revisión. Sería pueril creerlo y sobre todo antihistórico”.

En realidad, concluía Jauretche, “lo que se nos ha presentado como historia es una Política de la Historia, en que ésta (la historia falsificada, deformada o desfigurada) es sólo un instrumento de planes más vastos destinados precisamente a impedir que la historia, la historia verdadera, contribuya a la formación de una conciencia histórica nacional que es la base necesaria de toda política de la Nación”.

Así pues, “de la necesidad de un pensamiento político nacional ha surgido la necesidad del revisionismo histórico”, para contrarrestar esa manera en que “fue posible constituir y divulgar una historia para los fines antinacionales propuestos como política de Estado”. 

Por eso, sostenía Jauretche, abonando nuestra propuesta:

La política de la Nación es incompatible con esa política de la historia. Hay que rehacer la historia, para poner al descubierto cuáles son los factores que han jugado en ella. Los que han jugado hacia el cumplimiento de nuestro destino natural y lógico, y los que han jugado en contra. Descubrir el pasado es descubrir el presente”.

Estudiar la historia es estudiar su consecuencia lógica: la realidad política y social de nuestros días.

Verdad histórica, Ciencia Política y conciencia nacional

Marc Bloch (1886-1944), importante historiógrafo francés proponía una Nueva historia fundamentada en lo social y lo económico, con una nueva forma de acercarse a las fuentes, manifestando que “si la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”, por lo mismo, “inversamente el pasado puede comprenderse por el presente”.

En el mismo sentido señalado, si identificamos “la historia como la política del pasado y la política como la historia del presente” (George Winter, citado por Jauretche), podemos inducir con Bloch y con Winter, no solo la estrecha relación entre historia (pasado) y política (presente), y de lo histórico con lo político, económico y social, sino valorar hasta qué punto y en qué medida, como decía el Dr. Manuel Belgrano -uno de los principales protagonistas de nuestra historia-, “lo pasado enseña cómo debe manejarse el hombre en lo presente y provenir”, o lo que es lo mismo, cómo debe manejarse el hombre en lo político, entendiendo lo político tanto en su dimensión teórica y científica como práctica y transformadora de la sociedad.

Justamente, citando a Chesterton, Jauretche sostenía que es frecuente el error de oponer la política realista a la política idealista (teórica o especulativa) como una alternativa. El error proviene –razonaba Chesterton- de confundir al político practicón (“pragmático”) con el realista, lo que es un absurdo, cuando, en verdad, “el realismo consiste en la correcta interpretación de la realidad, y la realidad es un complejo que se compone de ideal y de cosas prácticas”.

Por eso mismo, Arturo Jauretche, indiscutible investigador de la verdad histórica y política en nuestro país y adelantado politólogo, sociólogo y pensador nacional, llegaba a la siguiente conclusión:

Sólo el conocimiento de la historia verdadera me ha permitido articular piezas que andaban dispersas y no formaban un todo. De tal manera (¿no deberían hacer esto los estudiantes de Ciencia Política y de Ciencias Sociales de nuestro país y de Latinoamérica?), pensar una política nacional, sobre todo ejecutarla, requiere conocimiento de la historia verdadera que es objeto del revisionismo histórico por encima de las discrepancias ideológicas que dentro del panorama general puedan tener los historiadores”.

La falsificación de la historia ha perseguido precisamente esa finalidad, argumentaba Jauretche, relacionando una vez más lo histórico con lo político: “impedir, a través de la desfiguración del pasado, que los argentinos poseamos la técnica, la aptitud para concebir y realizar una política nacional… Se ha querido que ignoremos cómo se construye una nación, y cómo se dificulta su formación auténtica, para que ignoremos cómo se la conduce, cómo se construye una política nacional de fines nacionales”.

En efecto, se ha querido que ignoremos cómo se destruyó la posibilidad de una Nación para que ignoremos cómo se reconstruye.Se ha falsificado la historia, como se falsifica la diaria realidad a través de los medios de comunicación monopólicos al servicio de una política de partido o de intereses, “para que la inteligencia nacional estuviese en el Limbo mientras operaban las otras inteligencias al servicio de otra política planificada, desde luego, porque toda política nacional implica un plan”. Esa ha sido una omisión gravísima de los gobiernos populares después de 1983.

Esa política de la historia explicaría también la posición adoptada por los sectores defensores de un modelo económico en particular y la de los medios de comunicación a su servicio, como parte del aparato cultural de esos intereses en distintos momentos de nuestra historia, con el fin de falsear la conciencia y con ello la conducta de los ciudadanos.

Lo mismo ayer que hoy. Lo mismo a través de la historia que a través de los medios de comunicación, pues en tanto los medios monopólicos construyen la historia cotidiana, son así también la continuación de la política de la historia por otros medios.

En lugar de enseñar a pensar con la mente e ideas aparentemente “universales”, nuestros académicos deberían enseñar a pensar a sus estudiantes con la cabeza y las ideas propias, cuyos ricos antecedentes se encuentran en el pensamiento nacional histórico, dejando de estudiar, de entender o de entender mal lo que otros quieren que entendamos, o prefieren que no entendamos nunca de nuestra propia realidad histórica y política.

Sin estudio de la realidad no hay ciencia que valga

Hasta hoy, en las Universidades y en la mayoría de los centros educativos del país, tanto el pensamiento como los pensadores nacionales han resultado desconocidos, superficialmente conocidos o directamente marginales, y eso, simplemente por no pertenecer o no provenir de los centros del poder político, económico y también científico y cultural mundial, centros de irradiación científica y cultural, pero también ideológica, a los que la Ciencia Histórica y la Ciencia Política -que son o deberían ser ciencias vernáculas por naturaleza-, les prestan demasiada atención y le dedican demasiado tiempo, creando una brecha insalvable entre lo científico y lo real, entre realidades ya estudiadas por los cientistas de esos centros de poder mundial y la propia realidad que debería ser estudiada por nuestros cientistas locales.

Cae de maduro también que el objeto de estudio de la historia, de la política argentina y latinoamericana y de nuestras ciencias sociales no es de incumbencia de esos cientistas foráneos sino de nosotros, y que ellos seguramente no podrán estudiar como nosotros ni por nosotros.

Resulta también prácticamente indiscutible, que tampoco podremos estudiar, conocer y sobre todo entender nuestros propios fenómenos históricos, políticos y sociales con las categorías y conceptos científicos creados por aquellos para estudiar su propia realidad, en el marco de una realidad determinada por otras causales y circunstancias y, por lo tanto, con otro objeto de estudio distinto al nuestro.

Deberíamos tener en cuenta, sobre todo en las ciencias sociales, que si el sujeto de investigación inexorablemente forma parte del objeto de estudio, en el mismo sentido, el método y las categorías de estudio de una disciplina deben adecuarse y están determinados por la realidad estudiada. Es en ese sentido que teorías de gran valor universal, como señala el Dr. Roberto Ferrero, han resultado inútiles o estériles a la hora de tratar de interpretar nuestra realidad con sus métodos y presupuestos.

Verdad histórica y política nacional

En todo caso, y no es éste un detalle menor como criterio democrático de fondo, se trata de la verdad de las mayorías a través de generaciones sucesivas. Lo contrario sería pensar en la legitimidad de un “apartheid” académico, donde los que hacen la historia –las mayorías nacionales fundamentales (no coyunturales)- están excluidas de su interpretación, tal como intentó hacer el “mitrismo histórico” o la historia oficial. Y para entender la coyuntura solo podemos apelar a la historia.

Y deberíamos tener en cuenta con Jauretche, que “lo nacional está presente exclusivamente cuando está presente el pueblo, y la recíproca: sólo está presente el pueblo cuando está presente lo nacional”. De esa manera, esa “verdad históricadel Pueblo y de la nación “es el antecedente de cualquier política que se defina como nacional, y todas tendrán que coincidir en la necesaria destrucción de la falsificación que ha impedido que nuestra política existiera como cosa propia, como creación propia para un destino propio”. De allí la necesidad de recurrir al revisionismo histórico como base de los estudios políticos nacionales y de revisar la historia como método (“camino”) fundamental para encontrar los fundamentos y bases de una política y de una ciencia política y social nacional.

“Véase entonces –decía Jauretche en “Política Nacional y Revisionismo Histórico”- la importancia política del conocimiento de una historia auténtica; sin ella no es posible el conocimiento del presente, y el desconocimiento del presente lleva implícita la imposibilidad de calcular el futuro, porque el hecho cotidiano es un complejo amasado con el barro de lo que fue y el fluido de lo que será, que no por confuso es inaccesible e inaprensible”.

Haciendo cuentas, el resultado ha sido:  Falsificación de la Historia + Desconocimiento de la Verdadera Historia (Política de la Historia) = Impedimento de una Política de la Nación + Ciencia Política Abstracta = Nación Inconclusa.

Como diría Germán Arciniegas en “El estudiante de la Mesa Redonda”, cuando está en juego el modelo de Nación que queremos, no sería en vano discutir en nuestras cátedras de Ciencias Políticas y Sociales sobre nuestros políticos, pensadores y filósofos del pasado como Belgrano, Moreno, Rivadavia o Monteagudo; Artigas, San Martín y Bolívar; los caudillos del interior provinciano; Rosas, Urquiza, Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca; Yrigoyen, Uriburu, Justo, la “década infame”, la “revolución de 1943”, el 17 de octubre, Perón, la “revolución libertadora”; la resistencia peronista, el Cordobazo, el tercer gobierno de Perón, su muerte y la caída del tercer gobierno peronista, y no solo hablar de 1976 en adelante, como si la historia anterior no existiera y como si la política anterior no fuera la base de comprensión del período siguiente, incluida la “desmalvinización” y la democracia de “baja intensidad” sobreviviente.

Resulta imprescindible no omitir la historia y el pensamiento nacional desde nuestros orígenes, antes de entrar en la historia y la política contemporánea, para no dejar ese vacío histórico, político y científico que queda desde las ciencias políticas, sociales y humanas, al no conocer ni abordar como corresponde nuestra historia pasada mediata e inmediata.

Como preveía Alfredo Terzaga -pensador nacional, político e historiador de Córdoba-, adquirir, en principio, el conocimiento y el interés necesario para que nuestra verdad histórica asuma “el carácter de una preocupación científica”, en el sentido no solo de un conocimiento “especulativo” (teórico), sino ademásen el sentido de un conocimiento para la acción, de un acicate para la plenitud vivencial del presente, es decir como Ciencia Política en su dimensión tanto teórica como práctica, y no sujeta o limitada a una cuestión abstracta, solo especulativa o meramente administrativa.

Educación y Ciencia Política

Toda Ciencia Política que no parta del estudio de los conflictos de fuerzas, intereses, causas, medios, fines y consecuencias (al menos podemos inducir esa hipótesis) no puede ser la base de una Política Nacional. Y si la Ciencia Política no puede ser la base de una Política Nacional (con cualquier método que sea útil a tal fin) -tal como se preguntarían Alberdi, Jauretche y el pensamiento histórico nacional: ¿Para qué sirve la Ciencia Política?

Y para ello, no vale esconderse detrás de la pretendida objetividad de lo académico. “La objetividad no es neutral”, nos prevenía Denis Conles, a la sazón prologuista de uno de los libros de Alfredo Terzaga. “Lo neutral (“políticamente correcto”, imparcial, incontaminado) es ajeno a la realidad, no la comprende y, en última instancia, no le interesa. De la neutralidad es imposible explicar ningún hecho humano. La Objetividad, en cambio, observa a la realidad y busca en ella la verdad. Claro que esta búsqueda sólo puede ser fructífera a condición de no falsear la realidad que se observa. Pero esto exige, a su vez, no sólo la disciplina del mirar, sino también la disciplina del pensar”. Pues, “para encontrar la verdad –como dijo alguna vez Hegel- se requiere la audacia de equivocarse”. “Y esta audacia –concluía Conles- es la que le falta a los neutrales”.

Hasta aquí, el revisionismo histórico y la política se han abierto paso sin la Universidad y a pesar de la Universidad; o como decía don Arturo, “le ha permitido encarnarse en la conciencia pública y hacerse ya opinión del país sin necesidad de universidad, escuela, prensa y contra ellas”. Ahora bien, ¿para qué querría un país tener una Universidad que no responda a sus más caros intereses, necesidades y utilidades colectivas o nacionales?

Si reparamos en el papel que debe cumplir la Universidad Pública, financiada por el presupuesto nacional, es decir por la inversión y los ahorros del pueblo, uno de cuyos fines es “la formación de un hombre comprometido con el ser nacional y con su realidad local y regional”, no deberíamos dudar sobre la necesidad de darle un lugar a nuestra historia, y sobre todo al revisionismo histórico en el estudio de la realidad (se trate de la realidad pasada, presente o por venir), objeto de estudio que no puede estar ausente en el desarrollo de la Ciencia Política, cuyas incumbencias actuales no se contradicen con ello.

Si es verdad que la historia es “maestra de la vida“, como dijo Cicerón, o “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir“, como escribió Cervantes, entonces, vale la pena estudiar o investigar nuestro pasado político para no repetir los errores que llevaron a tantas frustraciones como Nación.

Sentar las bases de una Ciencia Política y Social basada en la Revisión de la Historia o, lo que es lo mismo, en el Conocimiento de la Historia Verdadera, debido precisamente a la íntima vinculación entre lo Histórico y lo Político, debe ser nuestro objetivo principal, no por mera especulación teórica, académica o intelectual, sino porque estamos obligados a entender el presente para poder realizarnos definitivamente como Nación.

¿Para qué podría o debería servir la Ciencia Política sino para permitirnos pensar y ejecutar una política nacional de manera óptima?, así como las ciencias naturales sirven para mejorar la vida del hombre en la tierra. Esa es la justificación del estudio profundo de nuestra historia. Así como no hay Política sin Historia, tampoco puede haber Ciencia Política sin Ciencia Histórica, ni Ciencias Sociales sin objeto de estudio nacional.

Cobra así sentido ese sencillo aforismo de Jauretche: “Lo de ahora no se puede resolver sin primero entender lo de antes”. Ello equivale a decir: la Conciencia Histórica es un prerrequisito de la Conciencia Política, así como la Conciencia Política resulta un requisito esencial de la Conciencia Nacional, definida ésta como la cosmovisión que, desde un lugar determinado tenemos del mundo y de nuestra propia Nación –esa que proyectaron los padres de la Patria-, por ahora irrealizada e inconclusa.

La Argentina –como la mayoría sino todos los países de América Latina (dividida)- hoy carece en conjunto de una visión nacional. Como carece de una visión nacional (de conjunto), no tiene una visión global (del mundo) desde su propia perspectiva. A falta de una visión del mundo propia, tiende a adoptar la visión global de las naciones que dominan el mundo. Y como la visión global de los países hegemónicos es una extensión o correlato de su visión nacional particular, ergo, la Argentina -y América Latina (gran parte de los argentinos y latinoamericanos)- adopta en definitiva la visión nacional de los países dominantes, lo que implica una aberrante y flagrante traición al espíritu de existencia nacional o, lo que es lo mismo, la negación de sí misma como país, como sociedad y como parte de una Nación continental inconclusa: la Patria Grande.

Para decirlo con palabras del Prof. Enrique Lacolla (“Reflexiones sobre la Identidad Nacional”, 1998), “nuestra situación dependiente y la peculiarísima mixtura de extrañamiento y pertenencia a Europa que presidió nuestros orígenes (e impide asumirnos como dueños de nuestro propio destino), se prolonga hasta hoy y requiere de una predisposición sintetizadora”. Eso supone la resolución, a favor de nosotros y de lo mejor de nosotros, de nuestro ya bicentenario dilema: ser o no ser nosotros mismos. Y ello exige la superación de nuestra crisis de identidad, como requisito de nuestro desarrollo y realización integral como Nación.

Para eso debemos formarnos y prepararnos en forma urgente dada la necesidad de comprender la realidad política para transformarla, entendiendo que estamos al final de una época y al comienzo de una nueva que deberemos construir con la sabiduría y las enseñanzas que nos dejó el pasado, esta vez, con una visión clara de lo que queremos, sin claudicaciones ni indecisiones que nos impidan alcanzar todas nuestras metas como Nación y como integrantes de una sociedad consciente de sus posibilidades.

Y la Universidad, como parte de esta sociedad en crisis, en tanto formadora de conciencia, superando sus propios déficits, limitaciones y omisiones, puede y debe ser clave en la consecución de ese objetivo planteado, en la medida que combata su propio colonialismo y asuma su misión nacional dejada de lado.

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