Patiño, el barón del estaño, desciende a la mina
Por Augusto Céspedes
En el momento en que se procedía a empujar a Patiño a la catacumba resonó agudísimo, largo hasta penetrar en las quebradas de la montaña, el toque de la trompeta soplada por el querubín de mármol. Un cantarino torbellino de pájaros se zambulló en la copa de los sauces llorones y calló. En el surco del silencio que dejó la trompeta del ángel callaron todos; y aun los bostezos de los leones de bronce se solidificaron.
Terminó la clarinada del arcángel y entonces el monarca fue empujado sin el menor miramiento, ya sin ningún poder humano, a la antesala del Averno. Fue cerrada la puerta de bronce y el último homenaje de los vivos consistió en bloquearla con una guirnalda de hojas metálicas de dos metros de díametro y cien kilos de peso, con banderines de los colores del Commonwealth y un tarjetón de la International Tin Inc. Consolidated. Adentro su Presidente, cerrado en el recinto sin más luz que una lamparilla de minero en el fondo de la mina.
En el parque las damas de negros trajes blanqueados por el polvo, los miembros de la familia real, el Presidente y algunos ministros privilegiados caminaron hacia la mansión a tomar unas cocacolas, tibias porque no había hielo. Los altos empleados no sabían como desalojar a la gente que se instaló en el parque. Los serenos y mayordomos del feudo y los gendarmes fueron expulsados a patadas por los intrusos que ya vinieron borrachos bebiendo en el camino. Antenor aconsejó la retirada. No obstante su amor a la propiedad tuvo que irse saliendo con la comitiva por un portón lateral hacia los automóviles.
Quedó en los jardines la muchedumbre de cholas, artesanos, labradores y los vecinos venidos de la ciudad. Se tendieron en el pasto, vaciaron de sus atados y canastas los chicharrones y choclos, las jarras de chicha y las botellas de cerveza y pisco y templaron sus charangos. Voluptuosamente echados entre margaritas y begonias, bajo las magnolias y los achaparrados robles y los plátanos de Indias o embracetados en aro se brindaron mutuamente vasos de cerveza y chicha, improvisando un mágico día de campo criollo en el coto del Rey, orinándose sobre las rosas de Francia y las violetas imperiales, vomitándose en la piscina. Los gendarmes bebían fraternizando con sus compadres. Unos chicos descubrieron las jaulas de la pollería, las abrieron y persiguieron a las gallinas blancas y a los gallos de raza. Mugían asustadas las vacas Hereford y los caballos árabes relinchaban espantados ante las provocaciones de los audaces que querían montarlos. Ya al atardecer, por el polvo del camino que filtraba un sol avergonzado, en carretas, camiones, caballos, burros o a pie los romeros, tocando sus charangos y cantando canciones obscenas, abandonaron el parque señorial, dejando a Simón Patiño solo, solitario en su envoltura faraónica.
“Por fin terminó el ajetreo” se diría éste. Pero entonces emanaron de la bóveda de la cripta en un parto múltiple numerosas formas de muñecos formados de escorias chispeantes amasadas con lama negra, que tenían pupilas de estaño del 99,99 por ciento: los duendes, los “tíos” de las minas que venían también a rendir su homenaje. Abrieron la caja, cortaron fácilmente la cápsula metálica y levantaron a Patiño, obligándole a pasar más adentro, más adentro. En la cripta se abrió una galeria llena de vapores sulfurosos y una temperatura de 2.000 grados centígrados que no parecía molestar a un enorme danzarín de la Diablada, con su gran máscara de dientes de caimán, sus cuernos, entrelazados con serpientes verdes, ojos de vidrio con pupilas de metal y una corta capa bordada de perlas, zafiros, huayruros y espejitos. La cola colorada se enredaba en una pierna asomando el aguijón.
“Entra, compadre. Vamos a experimentar un nuevo procedinmiento de volatilización electrolítica. Seguirás ganando.”
(De: Metal del diablo. Narradores de América, 1976, Buenos Aires, Ed. El Mangrullo.)