Una cinematográfica fuga de la ESMA
El 19 de julio de 1978, Jaime Dri escapó de sus captores de la ESMA, desde el puesto fronterizo Río Pilcomayo. Esta es su historia.
Por Aldo Duzdevich
¿Quién carajo me va a creer? Cuarenta años después, la voz de Jaime suena en el teléfono, con ese tono de paisano chaqueño que nunca lo abandonó: “Después de fugarme, ya en frío, guardado en el Seminario Mayor de Paraguay, protegido por el Arzobispo de Asunción, empezaba a recorrer lo que hice… me preguntaba ¿quién carajo me va a creer esto?, esto es medio infantil… parece la invención de un estúpido… habría que contar algo más de cowboy, más interesante, pero después dije, no, yo voy a contar la verdad tal cual fue”.
Previo a 1976 se produjeron varias fugas de grupos de guerrilleros. En todos los casos, con meses de planificación y preparación e importante apoyo externo. Pero, también hubo varias fugas individuales que podríamos llamar de modalidad “descuidista”; militantes que aprovecharon el minuto fatal de distracción de sus guardias para evadirse. Pero, en los CCD (Centros Clandestinos de Detención) fueron muy pocas las fugas registradas en relación a los miles de militantes que pasaron por ellos. Y en todos los casos los evadidos debieron enfrentar la desconfianza de sus compañeros que no sabían si habían obtenido su libertad escapando o por acuerdo con las fuerzas de represión.
A fines de 1977, la organización Montoneros estaba prácticamente destruida. La represión ilegal se había cobrado ya miles de vidas. La sensación de derrota que embargaba a quienes estaban en el país, chocaba con el ficticio triunfalismo de una conducción que emitía órdenes desde México o La Habana. La doctrina francesa aplicada a rajatabla por la represión rendía sus frutos. El círculo captura-tortura-información-nueva captura, aplicado hasta el infinito, se devoraba a miles de jóvenes militantes.
Quien mejor explica el sistema represivo es la ex militante montonera y sobreviviente de la ESMA Pilar Calveiro en su libro Poder y Desaparición: “El tormento fue la ceremonia iniciática en cada uno de los campos de concentración y exterminio. La llegada a ellos implicaba automáticamente el inicio de la tortura, instrumento para ‘arrancar’ la confesión, y para producir el quiebre del sujeto (…) Una variante era la picana automática; esta se ponía a funcionar sin que hubiera ningún interrogador, ninguna pregunta. Una vez que el prisionero pasaba por semejante tratamiento prefería literalmente morir que regresar a esa situación; la muerte podía aparecer como una liberación. Y sin embargo, decidir la propia muerte era una de las cosas que estaba vedada para el desaparecido. Se le ofrecía al prisionero la promesa de respetar su vida en caso de que colaborara. Para dar credibilidad a la oferta de vida, antes de torturarlo se exhibían ante el preso otros secuestrados, preferentemente militantes conocidos, que en el exterior se daban por muertos (…) Mediante el tormento se arrancaba al hombre información y su misma humanidad, hasta dejarlo vacío.”
Calveiro relata que hubo algunos que resistieron; otros que pudieron simular colaborar y quienes, desintegrada su humanidad, colaboraron abiertamente con los represores.
Jaime Dri había sido diputado provincial en Chaco en 1973, era un personaje relativamente conocido. Fue secuestrado a fines del 77 en Montevideo. Tal vez esa visibilidad pública le jugó a favor para que lo mantuvieran con vida.
Aquí Calveiro señala: “El sobreviviente nunca sabe con certeza por qué subsistió (…) El campo de concentración y las razones para entrar y salir de él pertenecen por entero a la lógica concentracionaria de la que el sobreviviente es ajeno. Sin embargo, explicar esta cuestión se convierte en una auténtica pesadilla”.
Una de las acciones de la represión era sacar secuestrados a “marcar” militantes. Algunas víctimas sometidas al terror y distintas presiones sobre familiares o allegados actuaban ese papel de señalar por la calle o en puestos fronterizos a militantes que reconocían. También había quienes eran sometidos a esta tarea y respondían de modo pasivo, sin señalar a nadie; pero, en ocasiones, su sola presencia podía ser fatal para aquellos que se sorprendían al reconocerlos, y actuaban de manera sospechosa o directamente mordían la pastilla de cianuro al creerse descubiertos.
Jaime algunas veces había sido expuesto en ese papel de señuelo. A mediados del 78, se enteró de que la ESMA estaba mandando secuestrados a puestos fronterizos. Su firme decisión de fugarse avizoraba una oportunidad. Pero, como no era muy confiable para los marinos, tuvo que insistir en su interés por participar. El 9 de julio fue destinado al puesto Puerto Pilcomayo, ubicado frente a la población Itá Enramada de Paraguay.
Durante diez días, se dedicó a estudiar cada detalle del lugar, las posibles vías de escape, y las debilidades de su guardián individual, que se mostraba impenetrable. Hasta que, el día 18, llegó el relevo, el cambio de guardia, que sabía era el momento de mayor debilidad de la custodia. Su nuevo custodio se llamaba Alberto, tenía 20 años, y pocas luces. El Pelado Dri tenía 36 años, y un aspecto provinciano bonachón, mezcla de cura con profesor de geografía.
“¿Y si vamos a comprar puchos a la otra orilla?
Al día siguiente, mientras ambos se aburrían mirando el agua, el custodio dice con aire juvenil: “Che, nos quedamos sin puchos,¿ por qué no vamos a comprar importados al otro lado?”
A Jaime se le paraliza el alma de la sorpresa, pero reacciona con calma: “¿Vos decís … que vayamos al Paraguay?” “Sí, claro”, responde Alberto. Jaime, asumiendo el papel de adulto responsable, repregunta: “¿Te parece que dejemos el control? ¿No habrá problemas?” “Es un ratito, vamos y venimos”, responde el custodio como insistiendo en cometer una travesura.
“Vamos en la lancha”, dice el joven. “Mejor en la balsa, es más lindo”, plantea Jaime haciendo cálculos de que así serían menos visibles por los otros miembros de la subprefectura.
El Pelado, mientras caminan hacia la balsa, le pregunta con naturalidad: “¿Vas armado?”. “Sí, claro”, responde el otro. Retomando su pose de adulto, le dice: “Mirá, no sé si es lo mejor. Vos sabes que a cada rato los gendarmes y los policías paraguayos se agarran a tiros…” El Alberto duda, pero ya había escuchado esas historias. “Sí, mejor se la dejo al prefecto de guardia”. Va y deja su pistola en la guardia, para cruzar desarmado.
A esta altura del relato, uno se pregunta, ¿puede haber sido tan ingenuo este muchachito? . Pero, volvamos al contexto, eran las épocas del “deme dos”, y la pulsión de cruzar una frontera para comprar cosas importadas baratas del otro lado no estaba sólo en los que iban a Miami, sino que también nublaba la visión de ese joven marino porteño, que estaba conduciendo plácidamente su preso hacia la libertad. Al llegar a Paraguay, Jaime ya ejercía un control total sobre el comprador impulsivo. Y redobló la apuesta.”Acá en este pueblito te joden con los precios, vamos hasta Asunción que está a 15 minutos de viaje”. Al rato como dos amigos de fiesta, ambos caminaban por el centro de Asunción. Alguna duda tenía el muchacho porque cuidaba que Jaime caminase del lado de la pared.
“Soy peronista, los gorilas me tienen secuestrado.”
Pero el “deme dos” pudo más, y el joven se detuvo en una vidriera, a ver una cartera para llevarle a su novia. Jaime tomó aire y como en aquellas clases de ejercicios físicos del secundario, salió disparado a toda velocidad, con el sorprendido carcelero detrás. A doblar la esquina se topa de frente con dos policías, entonces ríe y simula que son dos amigotes bromeando. Y sigue la carrera hasta que se tira de cabeza adentro de un taxi, pero el perseguidor logra subir también. Puteadas, tironeos, arañazos. El taxista enojado y desconfiado dice “los llevo a la policía” y arranca. Entonces Jaime recurre a la palabra mágica: “Soy peronista, los gorilas me tienen secuestrado”. “Soy peronista, diputado peronista”, insiste, conocedor del especial afecto que los paraguayos tienen por Perón, y surte el efecto deseado, el taxista comienza a frenar, Jaime se arroja a la calle y emprende loca carrera. Mira hacia atrás y ve al pibe discutiendo con el taxista. Sigue corriendo….
Sin dinero, ni documentos, deambula varias horas por Asunción buscando la casa de un conocido lejano, cuya dirección había memorizado de la guía telefónica en Puerto Pilcomayo. El hombre, un político demócrata cristiano, se sorprende, se asusta, pero lo cobija. Luego lo presenta ante el Arzobispo de Asunción, Ismael Rolón, quien lo esconde en el Seminario Mayor. La panameña Olimpia Díaz, su compañera en ese momento, habla con el general Omar Torrijos y éste instruye a su embajador en Paraguay para que se ocupe de trasladar a Jaime hasta Panamá.
A partir de allí, comienza su nuevo calvario: explicar ante la conducción de Montoneros cómo había huido. El Gringo, responsable de la “Orga” en Panamá, le dice a Olimpia: “La Organización no debe meterse con el Pelado. No sabemos si es un traidor y será sometido a juicio y hasta podemos tener que llegar a fusilarlo”. Ese era el asunto que atormentaba a Dri: “¿Cómo me iban a creer esta historia?”. ¿Cómo explicarlo ante la rígida conducción montonera, que meses antes había enjuiciado a Tucho Valenzuela, otro fugado, que fue degradado y reenviado al país, donde lo capturaron y asesinaron ni bien cruzó la frontera?
Además los mismos marinos hicieron correr la versión de que a Jaime lo habían liberado ellos para que se infiltrara.
Por suerte apareció un militante que fue testigo imprevisto de su búsqueda en Asunción y, luego de extensos interrogatorios, Jaime fue liberado de culpa y cargo. El 20 de septiembre de 1978, en conferencia de prensa en París acompañado por los dirigentes del partido socialista francés Lionel Jospin (años más tarde primer ministro) y François Mitterrand (que dos años después sería electo presidente de Francia), Flora Castro de Habegger, esposa de un desaparecido, y Fernando Vaca Narvaja, miembro de la conducción de Montoneros, Jaime Dri denunció ante el mundo la existencia de los campos de concentración de la ESMA y Funes, una quinta en las cercanías de Rosario, presentando un escrito de ocho páginas en el que narraba todo lo sucedido.
En abril de 1980, junto a un grupo de cuadros, Dri abandonó la organización Montoneros, por disidencias políticas. El subprefecto apodado el Tarta, que le guardó la pistola al marino, fue sancionado con varios meses de prisión. El joven marino Alberto (cuyo apellido Jaime desconoce) fue dado de baja de la fuerza, y tal vez eso lo salvó de estar entre los condenados de la Mega Causa ESMA.
Entre los documentos hallados en Paraguay, en los 90, referidos al Plan Cóndor, apareció la orden de captura de Jaime, que desmiente la versión de los marinos que a Dri le facilitaron escapar.
Dri no volvió al país. La patota de la ESMA, se la tenía jurada: matarlo donde lo encontrase. Vive de su sueldo de profesor universitario con su nueva familia en Panamá. Conserva el mismo espíritu militante de antaño. Varios de sus ex compañeros aún pueden tener dudas y no creer la veracidad de su relato. Con setenta y siete años a cuestas, él reflexiona: “Algunos todavía buscan la culpa de la derrota en un puñado de traidores, pero la derrota viene cuando uno se equivoca de política; traidores van a existir siempre, pero un movimiento pierde cuando se equivoca de política.”
(*) El columnista es autor de “La Lealtad. Los montoneros que se quedaron con Perón” y “Salvados por Francisco”
Fuente: lmneuquen.com