Un amanecer de la letra castellana: César Vallejo y la lengua desterrada.
Por Guillermo David
César Vallejo había dado a luz su “Trilce” en 1922, año de aparición del “Ulysses”. Si este reformuló para siempre nuestra idea de la literatura, aquel fue un amanecer de las letras castellanas que no cesa. Se abría un universo nuevo en sus versos herméticos, tartajeados, que rehacen la lengua bajo el signo del enigma poético. Desde su monasterio trapense, Thomas Merton lo llamó “el mayor poeta católico, es decir, universal, desde el Dante”; cuando hubo de desprenderse de su biblioteca, James Joyce conservó sus pequeños, modestos volúmenes. “El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, más que nunca quizá, siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sagradísima, de hombre y de artista. ¡La de ser Libre!” le escribía Vallejo a su maestro, el filósofo Antenor Orrego, agradeciéndole el prólogo a la primera edición de “Trilce”.
Todo empezó en Trujillo, al norte el Perú, ciudad que concentraba uno de las mayores nudos de la industria azucarera, con un potente movimiento obrero organizado. Allí surgió hacia 1914 el grupo “Norte” de la bohemia trujillana, en el que militaban en torno a Orrego figuras como el propio Vallejo, Ciro Alegría, Alcides Spelucín Vega y Víctor Raúl Haya de la Torre, que con el tiempo fundaron el APRA, la Alianza Popular Revolucionaria Americana. Comandado por Haya, inspirado en la Reforma Universitaria de Córdoba, que fue un huracán modernizador que sacudió el continente, el APRA fue el primer y único movimiento popular de alcance continental. Desde su epicentro en Perú, a raíz de los exilios producidos por los gobiernos autoritarios de la época conformó una red en toda América con partidos y organizaciones locales animados fundamentalmente por intelectuales. A la Argentina vinieron, radicándose sobre todo en La Plata y Buenos Aires, figuras como Luis Heyssen, Luis Alberto Sánchez y Manuel Seoane; su inspiración ideológica, centrada en el antiimperialismo y el latinoamericanismo, alcanzó al grupo FORJA, al peronismo y a la izquierda nacional. El movimiento motorizó la insurrección del 32 contra Sánchez Cerro; reprimida salvajemente, fue el momento trágico e inaugural del APRA, que radicalizó sus posiciones conformando una versión original de las formas emancipatorias que hoy llamaríamos populismo de izquierda. Perseguidos, censurados, expatriados, no pocos de sus integrantes viraron hacia los socialismos disponibles; por décadas sus militantes, con Haya de la Torre a la cabeza, no cejaron en su prédica continental tanto literaria como política.
Orrego tuvo una vasta actuación política e intelectual: llegó a ser diputado y senador, dirigió periódicos de combate, conoció largamente la cárcel y marchó a la diáspora con sus compañeros, entre los cuales estaba Alberto Hidalgo, que en su Buenos Aires adoptiva animará la Revista Oral con Borges, Scalabrini Ortiz y Macedonio Fernández.
Su “Pueblo Continente”, libro del 39, censurado en Perú, tuvo una edición argentina dos décadas más tarde durante la estadía de Orrego en Bahía Blanca, adonde había llegado por invitación de su cuñado y amigo Spelucín Vega, radicado en la ciudad. Concebido en la cárcel (“Este libro tiene la agrura violenta del hombre que se ve forzado a mirar la calle por el ojo clandestino del tragaluz”) recoge algunos ensayos publicados en “Amauta”, la revista señera de José Carlos Mariátegui. Cincelado con prosa encendida, es un fuerte alegato en el que llama a los pueblos a conformar una gran Nación Indoamericana. En él recorre todos los temas del continente: el mestizaje, al que ve como condición de un nuevo tipo de humanidad, la apropiación soberana de las culturas y la construcción de sociedades democráticas autárquicas, emancipadas del dominio colonial. Crítico del europeísmo y del modo de vida norteamericano, lo es también del fascismo y de los socialismos reales; transido de hálito vitalista, de estilo modernista, es un llamado a la asunción de un destino de libertad mediante la insurgencia colectiva. “Obra de creación y no copia regresiva, tarea epigenética y no de mimetismo automático”, convoca a un humanismo redentor cifrado en una nueva gramática cultural, una mística popular revolucionaria.
La recién fundada Universidad del Sur era un polo magnético para intelectuales en disponibilidad. Allí recalaron durante un tiempo figuras de la filosofía como Carlos Astrada, ya en su etapa marxista, Vicente Fatone -su primer Rector-, el mayor especialista en Oriente, el panameño Vicente Quintero, como Astrada, formado en Alemania con Heidegger, o Miguel Ángel Virasoro, el introductor de Sartre en castellano; sus obras y enseñanzas constituyen uno de los momentos álgidos de la disciplina en el país. La presencia de Ezequiel Martínez Estrada en Bahía Blanca no era un dato menor; grandes profesores de letras, como el republicano español Antonio Camarero Benito, traductor de La República de Platón, Héctor Ciocchini, poeta y crítico cultural vinculado al Instituto Warburg, o Jaime Rest, especialista en literatura inglesa, traductor, editor, y adjunto de la cátedra de Borges, ejercían su magisterio y animaban la vida cultural de la ciudad. Entre ellos se encontraba Alcides Spelucín Vega, el poeta que fuera saludado por Mariátegui como un par (“nuestros destinos tienen una esencial analogía”(…) “partimos al extranjero no en busca del secreto de los otros sino en busca del secreto de nosotros mismos”, escribió en los Siete Ensayos), que llegó a ser diputado hasta su exilio en la Argentina en 1948 tras la insurrección fallida del APRA reprimida por Odría.
Orrego, en el prólogo a la Antología Poética de Spelucin que publicó la Universidad del Sur en 1971, lo compara con “el indio de Trilce” y agradece haber vivido cerca de “esos dos milagros melodiosos”. La hermandad espiritual surgida en Trujillo, a la que llama “tribunal ético” que presidió sus vidas, se mostraba como la matriz del hálito estremecido con que asumieron no solo la escritura sino, y sobre todo, la historia presente. En su juventud Spelucin había vivido una vida errante con numerosas estaciones: Ecuador, Panamá, el infierno neoyorkino de la Gran Depresión, donde trabajó como obrero, los trópicos cubanos y el Perú trágico e irredento, fueron experiencias cruciales que le inspiraron una amplia obra poética y ensayística. Sus largos años en Bahía Blanca (desde 1952 hasta su muerte en 1976), fueron la estación final. Allí llegó a ser Vicerrector de la Universidad Nacional del Sur y ejerció la cátedra con maestría ejemplar. Desde “El libro de la Nave Dorada” (1926), pasando por “El proceso de Haya de la Torre” (1933), y su temprana “La poesía de César Vallejo” (1930), desplegó una saga literaria donde no cejó en su magisterio poético, crítico y político. La antología bahiense incluye, además de un prólogo de Orrego, una carta inédita de Vallejo: “Tu libro La Nave Dorada me ha llenado el corazón de recuerdos y esperanzas, no solo por lo que contiene de circunstancial en torno a nuestra juventud, sino también por la grandeza de canción eterna que respira. (…) Con Víctor Raúl lo hemos leído con el amor de toda nuestra fraternidad y se nos han llenado los ojos de lágrimas. Es un libro maestro que servirá de guía espiritual a los mozos de América. Creo que no hay precedente en el continente de una obra primigenia de tanto dominio en la técnica y de tan acabada maestría verbal. Es una obra clásica en el sentido de perfección de la palabra”.
Invitado por Spelucin, por esos años arribó a la ciudad, donde profesó su magisterio, el poeta, crítico y ensayista limeño Xavier Abril, quien se abocó a la exégesis vallejiana durante casi toda su vida. En 1959 se editó en Bahía Blanca su “Breve Antología de la Poesía Moderna Hispanoamericana”, a la que siguieron sus “Dos Estudios: Vallejo y Mallarmé” y “Vigencia de Vallejo”. En ellos demuestra el trabajo de inspiración -hoy diríamos de intertextualidad- que el “Golpe de Dados” tuvo sobre “Trilce”, reformulando un debate que aún persiste.
Colaborador de “Amauta”, Xavier Abril es considerado el introductor del surrealismo en Perú. Había vivido diez años en París junto a las figuras centrales del movimiento: André Breton, Paul Eluard y Louis Aragon; de esa experiencia surgió “Difícil trabajo” (1935), habitado por ensoñaciones y experimentos de escritura automática. En España fundó con Rafael Alberti la revista “Octubre”, de perfil socialista, y colaboró en la prensa de izquierdas. Durante la insurrección del 34 fue detenido, sus libros y manuscritos quemados, y deportado a su tierra natal, de donde salió tras el golpe del 48 para no volver. Tras su paso por la Universidad del sur, Abril recaló en Uruguay invitado por el historiador de la literatura latinoamericana Alberto Zum Felde -bahiense-, radicado allí. Por esos años escribió junto a Ernesto Sábato “La pintura de Bob Gesinus” (1949), y recogió una somera retahila de poemarios juveniles entre los que se destacan “Hollywood” -de impronta trilceana- y “Descubrimiento del Alba”.
Antenor Orrego, Alcides Spelucín Vega y Xavier Abril, los principales difusores de la obra de su viejo amigo César Vallejo, tienen un acaso no del todo inesperado homenaje en la poesía escrita en Bahía Blanca, ciudad que atravesó un largo período de sombras y que hoy refulge en la voz de sus poetas contemporáneos.
Fuente: Página 12