Galería de perejiles. Por Julian Axat
Presionada por el crimen de Morena Domínguez en Lanús, el municipio y la policía local salieron rápidamente a implicar a un menor de edad, echando mano a su prontuario de la galería de perejiles que cada departamental suele tener al alcance para estas ocasiones. A eso mismo le agregaron una supuesta “confesión” por parte del chico realizada ante un policía en la que se reconocía autor del hecho.
Esta fue la receta inmediata para no pagar el costo político en el que se involucraron los representantes municipales, de paso introducían en el cierre de campaña la necesidad de bajar la edad de imputabilidad y demás recetas mágicas al problema de la inseguridad, y tratar de capitalizar la situación.
Sin embargo, gracias a la inmediata preocupación del gobernador ante el caso, y la actuación eficaz de la Justicia, a las pocas horas, aquel relato del “menor” se fue evaporando; no sólo porque las confesiones auto-inculpatorias de niños son absolutamente nulas, sino porque las imágenes captadas por cámaras, más otros testimonios daban cuenta de otros autores; es decir que al niño le habían armado una causa.
De este modo, una vez más aparecen los mal llamados “menores” que son utilizados para tapar crímenes y ofrecer salidas rápidas para engañar a través de los medios y hacerle creer a la sociedad que el caso ya está resuelto.
M. A. es un pibe de 14 años, por quien la defensoría oficial de Lomas ha solicitado varias veces la intervención para su protección, pero los servicios de infancia del municipio nada han hecho para contenerlo a él y a su familia. De las más de 10 veces que el joven ha ingresado a una comisaría, la respuesta ha sido siempre la respuesta policial. Nunca su inclusión en un programa de asistencia o acompañamiento. Nunca un seguimiento social integral.
Por eso M. A. está librado a su suerte y encima su rostro forma parte de un prontuario que sirve a la policía para ofrecerlo —una y otra vez— como posible sospechoso en cuanto delito ocurre en la zona.
Voy a contar aquí mi experiencia como defensor con casos similares a través de una crónica para reflexionar sobre estos problemas con mayor profundidad.
*
La primera vez ocurrió en enero de 2009. El joven E. V. tenía 14 años y vivía en el barrio de Tolosa, en la adyacencia con La Plata. Cursaba sus estudios en el secundario nocturno que todos conocían como “La Legión”, la Escuela de Enseñanza Media N.º 2 “España”, famosa por contar con repetidores y picapleitos de todas layas. Estaba parado en la garita esperando para subir al micro y la Policía lo demoró. Le pidieron que subiera al patrullero. Allí le tomaron dos fotos, una de frente y otra de perfil. Luego lo dejaron seguir su camino.
La situación se volvió a repetir en otras ocasiones, pero con otros patrulleros, a los que les decía que ya le habían sacado una foto, que no lo siguieran molestando. Como E. V. no tenía antecedentes, pensaba que se trataba de un error.
Hasta que sus compañeros de colegio le contaron que le habían robado el alma. “Como a los indios, con esas fotos los ratis te robaron el alma”. Así le dijeron.
Y, efectivamente, le habían robado su imagen con la que —más tarde— le armaron una causa para joderle el alma.
*
Cuenta Walter Benjamin, en su libro Discursos interrumpidos, que la fotografía retiene por mucho tiempo claras huellas de una persona: “¿No es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo —descendiente del augur y del arúspice— descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?”
Primero fue un instrumento de lujo para la élite (la foto sustituyó al retrato pintado). La historia de los detectives surgió en el momento en que quedó asegurada la más decisiva de todas las conquistas sobre lo incógnito de una persona en medio de la gente: El hombre en la multitud, famosa nouvelle de Poe. Desde entonces, es imposible prever el final de estos esfuerzos por capturarla en lo que dice y en lo que hace, para fijarla en un lugar cierto, para conocer y controlar una identidad entre el gentío.
El nacimiento del carácter probatorio de la fotografía como tecnología de la vigilancia ligada al poder disciplinario surgió a finales del siglo XIX y remite a los orígenes de la institución policial moderna, a las clasificaciones de ese aleph que inventara el médico Cesare Lombroso. Si bien L´Uomo delinquente (1876) se trata de un conjunto de retratos dibujados, establece la matriz de una criminología basada en la observación de las características anatómicas, fisiológicas y psicológicas para tipificar desviaciones y anormalidades en series de delincuentes conocidos.
Sólo la técnica de la foto (el llamado “lápiz de la naturaleza”), utilizada de manera sistemática, podría dar cuenta de esas anomalías monstruosas y predecir en el futuro los comportamientos criminales que había clasificado Lombroso.
El mundo siguió su escuela. Por eso el sistema policial y penitenciario gestado a fines del siglo XIX en Europa, pero que heredó el siglo XX en todos los países, se dedicó a coleccionar esas galerías de ladrones, homicidas, estafadores, violadores, onanistas y un largo etcétera que cayó sobre parias, humillados, pobres, abandonados, anarquistas, discapacitados e inmigrantes.
La fotografía capturó esos rostros y cuerpos en cuanto tenían de patológicos como “deformes”, “exóticos”, “locos”, “salvajes”. Era el modo de conocerlos y —ex post— controlarlos para que no repitieran sus supuestas fechorías en el futuro, ya que en la creencia del determinismo positivista, todo aquel que figurara en esos registros, seguramente, ya era propenso a repetir su crimen.
*
El 14 de febrero de 2011, mientras estaba de turno como defensor de oficio, trajeron detenido a E.V.
El adolescente me explicó en la entrevista preliminar las que él consideraba como razones de su detención. Desde que fuera fotografiado en 2009, formaba parte de la galería de “menores delincuentes”. Este era el motivo por el cual a toda víctima de un crimen cuyo autor se desconocía en la zona, la Policía le exhibía el álbum de fotos donde —entre otros y desde hacía dos años— estaba su rostro. Tarde o temprano alguien lo iba a apuntar. Y así había pasado esa vez.
Se inició una causa ante la Justicia penal de La Plata caratulada “Robo agravado con uso de armas”, en la cual quedaba expuesta la tarea de inteligencia e identificación realizada por parte del personal policial de la Comisaría 4ª respecto del menor E.V. Por averiguaciones practicadas por un oficial de esa repartición, se vinculaba al joven con el robo a un comercio de la zona.
En la rueda de reconocimiento practicada en sede de la DDI La Plata, la víctima del hecho me refirió que, en la seccional 4ª, le habían exhibido fotografías del menor que debería reconocer. Formulé la denuncia de la situación y pedí la nulidad de la rueda, dado que estaba cantada de antemano. La jueza del caso, la doctora Inés Siro, hizo lugar al pedido y ordenó allanar la comisaría para secuestrar las fotos. En el allanamiento, se encontró un bibliorato con cientos de fotografías de menores de edad, entre las que se encontraba el rostro del adolescente sindicado.
A los pocos días, se decretó la nulidad de la causa y la destrucción de la foto de E.V., de modo que su persona —y su imagen y su alma— quedara exenta de futuras amenazas a su libertad.
*
En la Argentina, el lombrosianismo caló hondo desde el siglo XIX y tiene su genealogía a partir de José Ingenieros, José María Ramos Mejía y la galería de delincuentes (léase inmigrantes) de la Capital elaborado por el comisario de pesquisas y escritor Fray Mocho.
La foto del peligroso Petiso Orejudo, tomada a su ingreso en el penal de Ushuaia, podría haber figurado tranquilamente en el atlas de Lombroso. De hecho, es la foto de prontuario más conocida de la criminología vernácula, la que ilustra la tapa de cientos de libros.
Pero la sofisticación del positivismo criminológico que hizo de la imagen de los delincuentes su apoteosis demagógica (la vieja revista Caras y Caretas daba cuenta, literalmente, de la importancia de los rostros para la época) tiene continuidad en el Decreto 1019, dictado durante la dictadura de Onganía en 1967. Aquel llamado “Reglamento de Prontuarios Policiales” ordenaba la creación de fichas de prontuario a partir del universo de identificación policial-judicial-penitenciario, mediante fotografías y huella dactilar.
El decreto era clarísimo:
“Los prontuarios se confeccionarán en forma de legajo o carpetas que fijará la Jefatura de Policía, al cual se incorporarán todos los documentos necesarios para consignar los datos (…). Cada vez que deba formar prontuario por delito, se procederá a clasificar al delincuente, según las reglas del modus-operandi anotado, con la clasificación que se hubiere efectuado en el prontuario respectivo: ‘capitalista’, ‘pasador’, ‘coimero’, etc.”.
Con estas consignas clasificatorias, la excusa de la identificación se transformaba en una suerte de muestrario de la criminalidad política común para exhibir y coleccionar. Pero también en un dispositivo para combatir y mantener a raya a los enemigos de la dictadura: los obreros, los jóvenes en general, la militancia universitaria. La normativa sirvió para dar apariencia de legalidad y tergiversar las técnicas “menos estrafalarias”.
Seguramente, con el fin de hacer galerías por separado de subversivos y presos comunes, los legajos de las personas detenidas-presas conformaron, desde el dictado del Decreto 1019/67, los archivos del terror de los que —más tarde— echaría mano la dictadura de Videla y compañía para el secuestro, tortura y desaparición de personas. No es casual que los legajos de las personas detenidas-desaparecidas o presas políticas coincidan con las fichas fotográficas confeccionadas por la Policía en función del decreto de Onganía.
*
El uso tergiversado de las técnicas de la imagen e identificación policial continúa en la actualidad funcionando como práctica discriminatoria y de nulo nivel probatorio. Hoy, la selectividad “policializa” los territorios a partir del llamado profiling.
A contrapelo de esa historia de la tergiversación, las tecnologías de identificación fueron principalmente objeto de estudio de la propia institución policial. Estos trabajos “oficiales” se caracterizaron como parte del proceso de modernización de fuerzas policiales altamente profesionalizadas que buscaban mantenerse (al menos en apariencia) dentro del Estado de derecho.
Las enseñanzas de Alphonse Bertillón en Francia, recogidas por Juan Vucetich en la Argentina, crearon a fines del siglo XIX la técnica del dibujo del rostro y el cuerpo a partir de un lenguaje estandarizado para la descripción: el largo y ancho de la cabeza, el largo y ancho de la oreja derecha, el largo del pie izquierdo, el largo de los dedos medio y meñique izquierdo, el largo del codo, la estatura, el busto y la extensión de los brazos, el oído, la frente, la nariz, el iris, la barba y el pelo. Esta información se traducía en unas fichas de identificación que resumían el retrato hablado (descripción matemática de la cara).
Y lo más importante: a través de la técnica de Bertillón no se exhibía, de entrada, una fotografía para dar con el posible autor del delito (evitando de ese modo el sesgo de imponer una foto). Primero se hacía la descripción taxonómica y —eventualmente— se la cotejaba con fotos de personas condenadas a modo de evaluar parecidos.
El “bertillonaje” se trataba de un mecanismo de eliminación: sólo podía probar la no-identidad. Determinaba que el sujeto detenido no era aquel que se encontraba fichado en los archivos policiales.
Vucetich iría más allá de Bertillón inventando en 1896 la tecnología de identificación dactiloscópica, un dispositivo más económico, de mayor precisión a la hora de identificar, que no se prestaba a la simulación y la performance como el uso de la fotografía.
Salirse de las técnicas de “bertillonaje” o de “dactiloscopeo”, para echar mano a galerías fotográficas de supuestos delincuentes, extraídas de manera espuria mediante detenciones ilegales, averiguación de identidad, contravenciones o edictos, es una mala práctica que da cuenta de una fuerza policial desprofesionalizada y de jueces prestos a avalar el clasismo y la estigmatización.
En esa línea temporal, Onganía y el uso contrainsurgente de sus “carpetas de modus operandi” le ganaron la apuesta científica al viejo Vucetich.
Los álbumes de fotos-prontuarios resultan hoy una herramienta con margen de error amplio desde el punto de vista probatorio y, más que un modo orientativo o de identificación, se convierten en sesgo o placebo para las víctimas de delitos que —como muestra el caso de E. — después deben ir a ruedas de reconocimientos sintiéndose chantajeadas para tener que aprobar aquellas fotos de prontuarios que la Policía les exhibió en privado.
*
Lamentablemente, en la actualidad, una parte de la Justicia continúa comprando este tipo de recetas policiales, dejando la puerta abierta para el “armado de causas” a personas inocentes, por el mero hecho de aparecer en estos álbumes.
Son muchos los organismos de derechos humanos y defensores que denunciaron y denuncian esta actividad, y que lograron que en la provincia de Buenos Aires quedaran taxativamente prohibidas desde 2011, a partir de una sentencia dictada por el juez Luis Arias en La Plata, que declaró inconstitucional el decreto 1019/67.
Asistí a situaciones en las que se involucró a otras personas inocentes al serles exhibidas sus fotos a las víctimas, quienes más tarde llegaban a un juicio (luego de una larga prisión para el señalado en la foto) donde la propia víctima entraba en duda y se lograba la absolución.
El caso más impactante fue el de Gabriel Roser, un pibe que vivía en los márgenes de La Plata y que estuvo un año preso como consecuencia del señalamiento en una foto, hasta que con ayuda del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ) se demostró en el juicio que era inocente y que la foto había sido la única causa de su supuesta culpabilidad.
Y el más reciente y mediático fue el caso del barrio Mitre, de la Ciudad de Buenos Aires, en el que todos los jóvenes que vivían allí fueron fotografiados por la policía metropolitana. Todos, absolutamente todos. El inmenso archivo fotográfico hallado en la sede de la Fiscalía del barrio de Saavedra —del cual forma parte barrio Mitre— es digno de ser exhibido en un hipotético museo de robadores de almas. Entre los cientos y cientos de fotografías, el archivo contenía fotos de frente y perfil de bebes, de niños de 6 años, de personas trans y de adolescentes que habían sido asesinados por la Policía. Supuestamente, las fotos habían sido obtenidas por el personal de calle de la Policía de la jurisdicción, pero eran utilizadas por la fiscalía como guía en sus investigaciones criminales.
*
Aunque pasado de moda, Cesare Lombroso sigue teniendo un increíble arraigo en los imaginarios actuales de saber y del poder.
En la era tecnológica de Facebook/Instagram, en la que los rostros quedan encriptados como si nada (¡y es uno mismo el que exhibe y sube su prontuario!), las fuerzas de seguridad —que se dicen profesionales— y la Justicia no deberían permitir el “todo vale”, ni frente a las víctimas ni frente los victimarios.
Que esté legalmente prohibido no quiere decir que —por lo bajo— no sea aún una práctica posible. El caso del niño M. A. demuestra que tiene más vigencia que nunca.
Fuente: www.elcohetealaluna.com