Historia, política y profecías: coletazos de la Edad Mediocre. Por Elio Noé Salcedo

Si bien toda interpretación sobre el pasado, todo juicio o aseveración sobre el presente y toda previsión sobre el futuro conlleva una dosis de subjetivismo, una cosa son las “profecías” y otra la historia y la política. Esta distinción viene a cuento de la ola de “profetismo”, “esoterismo” y alusión a fuerzas desconocidas (inmateriales y materiales), extrañas a nosotros y a nuestra cultura nacional, a las que apela hoy el poder vigente para entender y tratar de hacernos entender una realidad al parecer inasible.

En lo que atañe al conocimiento de la Historia (el pasado) y de la Política (el presente), existe algo más comprobable y/o verificable que las profecías del “hombre gris”, la apelación a confusas “fuerzas del cielo” o los mensajes de un perro muerto: es la ciencia histórica, basada en leyes históricas que se pueden deducir de su estudio. Consecuentemente, el Revisionismo Histórico se ha basado en las “profecías de los hechos” o “signos de los tiempos”, llamémosle así, con el fin de elaborar una interpretación de nuestra historia, aunque siempre desde el campo y la visión del pueblo argentino y latinoamericano y desde los intereses nacionales. Porque no existe tampoco ciencia neutra, apolítica o carente de subjetivismo de alguna clase (ni de algunas clases). La historia -en tanto política del pasado- siempre tiene respuestas posibles para dejar de contribuir a la confusión general.

Ahora bien, en cuanto al juzgamiento o interpretación del pasado -lo que conocemos como historia-, bien dice el historiador Roberto A. Ferrero: “¿Quién determina con absoluta certeza cuáles hechos son importantes y deben registrarse, y cuáles son secundarios y deben olvidarse? Toda selección fáctica, inevitablemente conlleva una dosis apreciable de subjetivismo… más allá de los sinceros deseos de objetividad y profesionalismo de muchos honestos historiadores, es hoy imposible separar netamente a la historiografía de la ideología y la política”, o sea al pasado del presente y a esas instancias del futuro. Aún más, en general, “la historia es esclava de la política, aunque los historiadores lo nieguen”, afirma Jorge Abelardo Ramos, otro gran historiador y pensador fundamental de la izquierda nacional argentina y latinoamericana. Sin embargo, hoy, sin haber terminado de comprender el pasado ni el presente -o tal vez por dicha carencia u omisión-, se han corrido tanto los límites de cada cosa, que hoy parece imposible separar política e historia de mitología antigua, esoterismo o “pensamiento mágico”, haciéndose uso profano, inclusive, de las Sagradas Escrituras: la Biblia junto al calefón.

Epistemología nacional vs liberalismo salvaje

Un gran sociólogo nacional como Manuel Ortiz Pereyra –pensador correntino de FORJA-,  en “La Tercera Emancipación” (1926) sentaba las bases de una epistemología latinoamericana de las ciencias sociales, advirtiendo que “para llegar a un conocimiento de la verdad”, no debe soslayarse que el sujeto observador o investigador –como sujeto social que es (condicionado por la dimensión temporal, espacial y social que lo acompaña)- ve la realidad “a través de un mundo propio”, en la medida en que su conciencia ha sido formada “ya sea por contacto con el mundo externo inmediato, ya por sedimentación o conjugación de conceptos y sugestiones que penetran en su cerebro y éste asimila sin la menor sospecha de la conciencia”, de acuerdo a la condición y características de su ser social.

Como vemos la formación de la conciencia -como la ideología- prácticamente se trata de un fenómeno inconsciente, y cuanto más inconsciente e irracional, cuanto menos esfuerzo ponemos en comprenderlo y dominarlo (dominar su naturaleza irracional e inconsciente), más irracional e inconsciente emerge a la conciencia. Algo de eso está pasando. De alguna manera ese ha sido el largo recorrido de la mente humana: desde la irracionalidad del hombre de las cavernas a la racionalidad moderna, hoy ciertamente muy confundida, desfasada, extralimitada y, en muchos casos, mostrando sus peores caras: un “racionalismo” cuestionable sobre el que actúa la nueva “irracionalidad” emergente. Por eso, en un libro en el que cuestionábamos la década del 90 y el neoliberalismo dominante –“La Edad Mediocre”- llegábamos a la conclusión de que no hay forma de comprender la realidad y transformarla, que a partir de su verdadero y profundo conocimiento y la reflexión crítica sobre ella, pues “la ciencia ha revelado ya una dimensión totalmente desconocida e inesperada del pensamiento: su dependencia del contacto social, de las finalidades e intereses sociales…” en un tiempo, lugar, circunstancias y/o contextos determinados, aunque siempre esos factores estén a la vez sujetos a la interpretación subjetiva del historiador. Hablamos de “interpretación histórica” (heurística), no de “pensamiento mágico” o “esoterismo”, que es otra cosa.

Asimismo, cabe aclarar y advertir que el “neoliberalismo” y la “década del ’90” no cayeron del cielo ni llegaron tampoco por arte de magia, sino precedidos -al promediar la década del ’70 y comienzo de los ’80- por la caída del tercer gobierno peronista, la dictadura militar de 1976, los gobiernos neoliberales de Reagan y Thatcher, la desmalvinización después de enfrentar heroicamente en el campo de batalla al imperialismo, la derrota electoral del peronismo frente al alfonsinismo (pacto militar-radical), la hiperinflación, la caída del Muro de Berlín en 1989 y la hegemonía unilateral en Occidente de EE.UU y sus aliados de la OTAN a partir de entonces.

La Edad Mediocre

En aquel libro dedicado al neoliberalismo, plenamente instalado en la década del ’90 a nivel global, afirmábamos: “… a la Edad Moderna no ha sobrevivido simplemente la Edad del Conocimiento, de la Información o de la Tecnología -la Tercera Ola como la llama Alvin Toffler-, sino algo más complejo e incierto aun, que es preciso analizar y comprender si queremos construir (o reconstruir) un mundo que merezca tener nombre (junto con la conciencia nacional habíamos perdido hasta el nombre del mundo en el que vivíamos): un nombre que a la vez que nos identifique como hombres y mujeres nos dignifique como seres humanos”. “¿Quién o qué reina en nuestra era?”, nos preguntábamos. “Tal vez si contestásemos a esa pregunta -nos respondíamos- podríamos encontrar un nombre -al menos provisorio- para nuestra época, sin apelar a eufemismos o abstracciones que nos alejan de una verdadera definición de nuestro tiempo…”, y definiéndolo cabalmente, podamos dominarlo y transformarlo para beneficio de todos.

No hay dudas de que estábamos inmersos en la “etapa superior del capitalismo” global (financista, rentista, no productivo, concentrado e imperialista), no “superior” por ser mejor, sino por ser más duro y salvaje, en su período más irracional, individualista, agresivo, arbitrario, injusto, desigual, nihilista, escéptico, carente de ideales humanos y humanizantes, etapa decadente que augura su derrumbe, y que algunos han querido ver como una etapa equivalente a la caída del Imperio Romano. El parecido de algunos personajes estrafalarios y extra temporales tal vez conduce a una interpretación semejante.

En la vida de los pueblos, como en la de los individuos, -citábamos por entonces al famoso psiquiatra Carl Jung-, “el desequilibrio o las perturbaciones por las conmociones se llaman en lenguaje técnico “fenómenos de disociación” y constituyen “un período de enfermedad”. “Sería difícil negar -argumentaba el psiquiatra vienés- que los tiempos actuales no son también de esas épocas de disociación y enfermedad (que se repiten como una verdadera tragedia), pues la situación política y social y la dispersión religiosa, filosófica, el arte y la psicología modernas: todo confirma esta opinión”.

En este período de capitalismo salvaje -aprovechábamos a Jung para intentar comprender-, “la identificación con el Yo puede ser tan profunda, que los lazos que unen a la humanidad se aflojan y los hombres se alzan unos contra otros”. Tal vez, la insensibilidad e indiferencia libertaria hacia el propio pueblo argentino tenga en el fondo ese origen psicológico o mejor dicho, psicosocial, aparte de su naturaleza y características históricas, políticas, económicas y sociológicas singulares.

Cordobazo y psicoanálisis

Tratando de entender la Era del Neoliberalismo naciente (que vale la pena recordarlo, había conmocionado con su tremendo retroceso nuestro mundo de bienestar y de movilidad social ascendente), también citábamos las palabras del conocido dramaturgo y psicoanalista Eduardo Pavlovsky, que incluso hoy nos sirven para comprender, desde otra perspectiva, el mundo en el que nos toca vivir, y especialmente el de las clases medias y sus opciones políticas e ideológicas a partir de aquella primavera colectiva de 1969. “Desde el Cordobazo en adelante -señalaba el reputado psicoanalista-, el psicoanálisis y la cultura fueron jugando el mismo partido”, y ello hizo que “los analistas se abroquelaran en grupos cerrados que entendían el psicoanálisis como “una concepción del mundo”.

Debe entenderse, aclaramos nosotros, que fue el reflujo de masas posterior al Cordobazo y no la propia “primavera colectiva”, la que produjo ese fenómeno. La inauguración del terrorismo al mes siguiente del Cordobazo, con el asesinato del principal dirigente de la UOM y de la CGT nacional -Augusto Timoteo Vandor-; el terrorismo y contraterrorismo dentro de la propia vida democrática (1973 – 1976); y el aciago Terrorismo de Estado que sobrevino a partir de 1976 (varios años sucesivos), terminó de extremar esa opción individualista, con ningún beneficio para la Argentina ni para los argentinos… Todo era materia apta para psicologizarse -reflexionaba Pavlovsky- y se vivía como amenazante: “La militancia política era interpretada como actuación (acting-out): la guerra comprendida desde la única perspectiva filicida era un buen ejemplo. La apoliticidad de los psicoanalistas era un fenómeno singular”. Entre aquella “cerrada concepción del mundo” (pretendidamente apolítica) y el individualismo psicologizante de ayer (apoliticismo inducido) -o el individualismo libertario de hoy-, concluimos con Pavlovsky, “había un solo paso”.  

Tal vez haya llegado el momento de cuestionarnos la desenfrenada carrera hacia ese individualismo narcisista de nuestros días (que a la vez nos destruye personalmente) -terminábamos diciendo al final de uno de los capítulos de aquel libro de principios del siglo XXI-, y analizar la posibilidad de integrar nuestra conciencia individual a nuestra primigenia conciencia colectiva (¡tan lejos nos íbamos buscando ayuda!), sin que ello signifique “renunciar a la conciencia”, y por lo tanto, “sin volver a convertirnos en hombres arcaicos” (Jung), pues de lo que se trata es de superar todo tipo de “salvajismo” (irracional o racional), como ese del imperio del Mercado”.

Al parecer, esta ola mezclada de neoliberalismo y de anarco-capitalismo (tal vez por mezclada, pesada y oscura) nos ha hecho olvidar y desechar no solo el ideal de esa “comunidad organizada” que proyectamos como país a mitad del siglo XX para desarrollarnos integralmente, sino hasta el “contrato social” de la Era Moderna. ¡Tanto hemos involucionado!

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