El discurso oficial y la estrecha relación entre la historia y la política. Por Elio Noé Salcedo

A don Arturo Jauretche, en el 50 aniversario de su paso a la inmortalidad

Entre el pasado y el presente hay una filiación tan estrecha -decía Juan Bautista Alberdi: el crítico de Mitre y precursor del revisionismo histórico- que juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente. Si así no fuese, la historia no tendría interés ni objeto”. En ese marco, el discurso político explicitado por el presidente en el Día de la Patria, responde a su propia “verdad histórica” (el de su propia casta o el de la casta que defiende), pues como decía el mismo Alberdi, “falsificando así la verdad de la historia, extravían la política que surge de la historia”.

En su libro “Política Nacional y Revisionismo Histórico” de 1959, libro que nos ayuda a entender por qué somos todavía una Nación irrealizada e inconclusa, Arturo Jauretche sustenta “la estrecha vinculación entre lo histórico y lo político contemporáneo”. Al fundamentar su hipótesis, Jauretche argumenta: “La Nación es una vida, es decir, una continuidad, noción elemental, pero que, sin embargo, escapa generalmente al pensamiento académico del país, tal vez en la misma medida en que (ese pensamiento) está desvinculado del país”.

Establecer la relación entre lo histórico y lo político, entre “vida histórica” y vida política -la estrecha relación que existe entre la historia de ayer y la política de hoy, mirando el próximo futuro – es el propósito de esta reflexión, a la luz del actual discurso oficial. Al mismo tiempo, nos proponemos reivindicar al revisionismo histórico como fundamento esencial de la Ciencia Política y de la Política como acción, entendiendo que sólo la conciencia nacional de nuestro pasado mediato e inmediato nos puede brindar las claves para el mejoramiento del presente y una visualización adecuada del futuro, en la medida en que, como decía Manuel Belgrano, “el pasado enseña cómo debe manejarse el hombre en lo presente y porvenir”. Estamos obligados a conocer y entender el pasado y discernir el presente para proyectar y realizar un futuro mejor, porque el presente -insistimos- no es tanto la consecuencia de nuevas circunstancias históricas coyunturales sino, sobre todo, de las condiciones objetivas y subjetivas heredadas del pasado mediato e inmediato. Por eso, la conciencia histórica resulta el requisito imprescindible de la conciencia nacional y, coherente con ello, de una acción política que responda a los intereses nacionales y populares no satisfechos todavía.

Revisionismo Histórico e interpretación política

Para empezar, así como la historia revisada tiene un marcado sesgo político-ideológico, tal como sostienen los revisionistas en general y Arturo Jauretche en el libro referido, es por esa misma razón que la transmisión e interpretación de la historia tiene varias vertientes ideológico-políticas también, que permiten interpretar la realidad desde una u otra visión político-ideológica: desde el liberalismo hasta el nacionalismo (en sus dos versiones: aristocrática y popular), y desde la izquierda nacional hasta el marxismo ortodoxo (enajenado éste a su europeísmo y liberalismo original). En el presente, se ha impuesto también una suerte de des-historización o ideologización de la historia, que, al revés, interpreta el pasado desde paradigmas ideológicos del presente, lo que impugna todas las enseñanzas que el pasado nos puede aportar para entender el presente, tal cual lo hemos heredado y no como quisiéramos que hubiera sido.

Pues bien, aunque el fin específico del revisionismo histórico ha sido revisar la historia y reformular la visión sobre ella, observamos cómo la labor revisionista ha trascendido sus fines y entrado necesaria e inevitablemente en consideraciones políticas, lo que la emparientacon una u otra concepción política e ideológica vigente, dada la estrecha relación entre “la política del pasado” (la historia) y la política del presente: historia aún “en carne viva”, en la medida en que transitamos sin solución de continuidad una historia inconclusa en una nación no definitivamente realizada en términos políticos, económicos, sociales y culturales. El desconcierto y la confusión para entender nuestra realidad actual tiene que ver con ese desconocimiento profundo -desde paradigmas profundamente nacionales– de las raíces y causas de nuestros problemas de fondo. Es por eso que, para entender acabadamente el presente, debamos remitirnos necesariamente a nuestra historia con una retrovisión nacional (“revisionista nacional”) de la historia.

Este fenómeno de relacionar lo histórico con lo político, el pasado con el presente, y viceversa, cobraría fuerza sobre todo después de la autodenominada Revolución Libertadora de 1955. Fue en esas circunstancias que Jauretche aprovechó la caracterización del golpe contra Perón como “un nuevo Caseros” (Batalla del 3 de febrero de 1852 en la que el Ejército Grande del general Urquiza derrocó a Juan Manuel de Rosas), para exponer el pensamiento político del nacionalismo popular sobre el golpe oligárquico.

A través de esa metodología -a través de la comprensión del Caseros del presente (causas y consecuencias políticas, económicas y sociales)-, se podía interpretar el Caseros del pasado, y viceversa, más allá de que, por ejemplo, el revisionismo de izquierda nacional no estuviera de acuerdo con esa identificación específica, pues entendía que en aquel Caseros de 1852 habían estado representadas las fuerzas provinciales y nacionales contra Rosas, que escamoteaba sine die la “organización nacional”. No obstante, el nuevo revisionismo en general asumía la metodología de análisis e interpretación que la propia obra revisionista de Jorge Abelardo Ramos ya había explicitado y adelantado en “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina” de 1957.

En “Revolución y contrarrevolución en la Argentina” (1959) e “Historia de la Nación Latinoamericana” (1968), aclara el historiador revisionista Roberto Ferrero (“Enajenación y nacionalización del Socialismo Latinoamericano”, 2010), Ramos produce la “reinterpretación íntegra de la historia argentina y latinoamericana”. “Su mirada -explica Ferrero- siempre estuvo dirigida a encontrar las interrupciones y las continuidades de nuestro derrotero nacional y las raíces seculares de nuestra actualidad para diagnosticar con mayor certeza la índole de nuestros males y procurar remedios a la crisis estructural de la sociedad argentina, porque es sabido que una mirada que ignora el pasado, congelada en el presente al modo estructuralista, nunca puede dar cuenta correctamente de lo que es esencialmente devenir el examen del pasado para iluminar el presente”. Los que seguimos las enseñanzas de esos maestros, no hacemos otra cosa que intentar aplicar esa metodología y propósito esclarecedor para interpretar la realidad política presente, aunque la realidad siempre supere a la teoría.

Esa profundización teórico-política tendría importantes frutos a nivel tanto de la comprensión del pasado como de la comprensión histórica de los fenómenos políticos contemporáneos, más allá de las diferencias de “matiz” que había entre los propios revisionistas sobre el significado del Caseros de 1852, no obstante coincidir en general en la caracterización histórica y política del golpe de 1955, lo que también hablaba de un mismo pensamiento nacional y de la madurez y amplitud política e ideológica de sus sostenedores intelectuales. A partir del rechazo a la “contrarrevolución libertadora”, el revisionismo histórico-político se convertía en la materialización de una conciencia histórica nacional -requisito de una profunda conciencia política– que se había expresado objetivamente ya en las jornadas populares multitudinarias del 17 de octubre de 1945.

De todo ello resultó una explosión bibliográfica que tuvo auge creciente a partir de 1956 con el “Plan Prebisch: retorno al coloniaje”, del propio Arturo Jauretche, cuya visión del mundo había sido anticipada por “Crisis y resurrección de la literatura argentina” de Jorge Abelardo Ramos en 1954, y que se consolidó en 1957 con dos obras cumbres de la literatura política y del revisionismo histórico nacional, como “Revolucióny Contrarrevolución en la Argentina” de Ramos y “Los Profetas del Odi0” de Jauretche, en la que don Arturo reconoce la visión estratégica que Ramos había plasmado sobre la cultura y la educación argentina en el libro de 1954. En 1959, en la misma línea nacional, Jauretche publicaba “Política Nacional y Revisionismo Histórico”, obra que ha servido de base y fundamento a estas reflexiones en homenaje al gran pensador nacional.

Surge así también, la importancia y urgencia de construir, desde la Universidad, un pensamiento nacional basado en el análisis político, cuya base no puede ser si no la memoria y/o conciencia histórica, tal cual la entiende ese amplio espectro del revisionismo histórico-político nacional, no solo de una parte o de una fecha en particular, sino de la historia argentina como un todo, una unidad y una continuidad.

El fin y los fines de la historia

El grado sumo del saber es contemplar el por qué“, había dicho Sócrates. Y Aristóteles había acuñado aquello de “la única verdad es la realidad” (aforismo adoptado después tanto por Carlos Marx como por Juan Domingo Perón). El mismo Aristóteles había coincidido cien años después con su antecesor: “No conocemos lo verdadero si ignoramos la causa“. Nuestro Alberdi nacional (no el inmaduro liberal de 1937 ni el de las inmaduras Bases liberales), sostenía ya en su madurez política e intelectual, después de haber padecido a Mitre y la fratricida guerra contra el Paraguay, que la historia “es una ciencia que explica el porqué de los hechos desgraciados y el cómo se podrían prevenir y reemplazar por otros felices, exponiendo al mismo tiempo los acaecidos y realizados”. Y las causas y consecuencias de los procesos históricos como políticos, en una Nación inconclusa –en tanto son de la misma esencia (aguas del mismo río)-, siguen siendo las mismas o equivalentes a través del tiempo. En eso se basa la coherencia frecuente entre la metodología revisionista utilizada y la realidad interpretada.

Si en Europa, Estados Unidos o Japón se hablaba en la década del ‘90 del “fin de la historia” (Francis Fukuyama, 1989), en tanto no había en esos países “pleitos históricos pendientes” y se trata de naciones desarrolladas y/o realizadas en términos económicos, políticos y sociales (aunque la crisis actual del capitalismo resucite una vieja historia, no tan concluida como pensaba Fukuyama), en cambio, la historia argentina y latinoamericana es una historia inconclusa, “llena de pleitos sin fallar” (Alfredo Terzaga), cuyos hechos y efectos siguen incidiendo en la historia contemporánea, en nuestro presente y en nuestro destino nacional a nivel político, económico, social y cultural. He aquí otra razón por la que historia y política se vinculan estrechamente entre sí, y el hoy resulta la continuidad del ayer y de los irresueltos conflictos del pasado

Si a través de la “historia oficial” -la historia escolar y pública de Mitre y Vicente Fidel López, que hemos conocido como consecuencia de esa “política de la historia” que Jauretche denunciaba-, se fundamenta en general la política de la anti Nación, por su parte, es a través del revisionismo histórico nacional que nació la reacción lógica y necesaria para contrarrestar esa versión “oficial”, que, “por razones de partido”, viene omitiendo, deformando, tergiversando y hasta falsificando la verdad histórica y consecuentemente la necesidad de una política integral a fondo desde el punto de vista de los intereses nacionales y populares. No obstante, dueño de todos los “medios de cultura”, el liberalismo anti nacional, “a pesar de que políticamente fue siempre minoritario”, logró imponer su visión del mundo, de la política local, de la economía, de la sociedad y de la cultura, expresada en la política, la ideología y la cultura vigente, oficial y gobernante en nuestros días.  Al mismo tiempo, el propio campo nacional despreciaba, subestimaba u olvidaba las enseñanzas nacionales del pasado.

En este atasco histórico, las dos vertientes políticas e ideológicas de la Revolución de mayo, en su propósito de creación y construcción de una Nación o una No Nación -según sus criterios opuestos e incompatibles-, siguen en lucha política e ideológica sin haber dirimido todavía ese pleito.   Justamente, en su discurso del 25 de mayo, el presidente ha querido convencernos de que la línea porteña y liberal oligárquica de Mayo (representada en la Primera Junta y que gobernó desde el Primer Triunvirato con Rivadavia), fue la que hizo grande a la Argentina, y no la línea nacional, que, aunque fue derrotada muchas veces desde entonces, le dio a la Patria y al pueblo sus mejores días. Debería entenderlo también ese provincialismo de moda (federalismo sin consistencia ni ligazón nacional) que profesan algunos gobiernos provinciales, a pesar de ser ninguneados y despreciados por el gobierno central, en este caso, desembozadamente anti nacional: he ahí la razón de su desprecio a las provincias y a todos los argentinos del territorio nacional y las consecuencias nefastas en las provincias argentinas.

Asimismo, y al contrario de lo que piensa o cree el presidente, en 1880 fue la línea provinciana nacional, continuación de la línea federal de los caudillos provincianos con visión nacional, la que federalizó Buenos Aires; fundó el Estado Nacional, la Educación Pública y la Moneda Nacional; y creó las bases del desarrollo argentino: Estado, instituciones y desarrollo nacional que hoy el actual gobierno de la casta oligárquica y extranjera impugna y quieren destruir, de acuerdo a los antecedentes históricos conocidos.

A propósito, Jauretche describe una situación que tiene absoluta vigencia y continuidad en el presente: “La historia falsificada fue iniciada por combatientes que, en el mejor de los casos, no expresaron el pensamiento profundo del país; por minorías que la realidad de su momento rechazaba de su seno y que precisamente las rechazaba por su afán de imponer instituciones, modos y esquemas de importación, hijos de una concepción teórica de la sociedad en la que pesaba más el brillo deslumbrante de las ideas que los datos de la realidad; combatientes a quienes posiblemente la pasión y las reacciones personales terminaron por hacer olvidar –excediendo en esto a sus errores intelectuales- los límites impuestos por el patriotismo, para subordinarlos a los intereses y apoyos foráneos que, éstos sí, tenían conciencia plena de los fines concretos que perseguían entre la ofuscación intelectual de sus aliados nativos”. Sin embargo, evidenciando que se trataba de un proyecto incompatible con la construcción de una Nación, en vida del propio Mitre, aparecerían desde la misma historiografía las primeras voces disonantes contra esa historia oficial y esa política de la historia.

Podríamos identificar entre esas voces la de hombres como el mismo Juan Bautista Alberdi (1810-1884) –el Alberdi provinciano y nacional de 1852 en adelante, cuando se alejó definitivamente de “Buenos Aires”- y a Carlos Guido y Spano (1827-1918), considerados por el revisionismo nacional como nuestros “protorrevisionistas”; la de Adolfo Saldías (1844-1914) y Vicente G. Quesada (1830-1913), más tarde, “los precursores” del revisionismo histórico nacional; la de Manuel Ugarte (1878-1951), referente insoslayable del revisionismo histórico latinoamericano; y en la década del ’30, la del llamado “revisionismo militante”, con la creación del Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, integrado por figuras como Manuel Gálvez, Ramón Doll, Ernesto Palacio, Julio y Rodolfo Irazusta, Roberto Laferrere, Ricardo Font Ezcurra, entre otros.

No obstante, el revisionismo histórico de la segunda mitad de la década del 50 del siglo XX marcaría el estreno de una visión que integraba definitivamente lo histórico y lo político en un sentido nacional y popular -un revisionismo histórico-político-, uniendo para siempre el pasado glorioso con el presente más feliz, y ambos con el futuro de la Nación. El cordobés Alfredo Terzaga -integrante de la corriente revisionista de izquierda nacional– explicaba y desarrollaba cabalmente el fundamento esencial de dicho fenómeno.

Una historia inconclusa

He aquí una categoría insoslayable de análisis de la realidad política y, por lo tanto, de la Ciencia Política, cuyo objeto de estudio debería ser otro la misma realidad política. A propósito de historias concluidas e historias inconclusas, Alfredo Terzaga explicaba el fenómeno de nuestra “historia inconclusa” y sus consecuencias presentes (“Temas de Historia Nacional: Revolución y Federalismos”, 1995). Hoy “nadie en Inglaterra -escribía Terzaga- se va a las manos por publicar en el terreno del escándalo los méritos o los errores de Oliverio Cronwell, ya que el regicida famoso (que mandó a decapitar a Carlos I y concluyó con la dinastía absolutista de los Estuardos), con su Dictadura y sus empresas, está incorporado a la historia de la nación inglesa como uno de sus pilares”. Tampoco nadie en Inglaterra “intentará negar lo que la nación y el imperio deben a aquel tozudo puritano”. Ello se debe principalmente, entendía Terzaga –y esta es la clave para entender el concepto de “historia inconclusa”-, “a que el pasado inglés (o el de cualquier país desarrollado) es visto como un todo, ya que la forja de esa nación concluyó hace tiempo. Y aunque su historia puede ser escrita de nuevo muchas veces, ya no queda en el crisol trozos sueltos ni materiales incandescentes”. Efectivamente, “entre nosotros –confirmaba Terzaga- sucede exactamente lo contrario” de lo que sucede en aquellos países que han realizado su. unidad nacional, que han logrado una identidad definida, han realizado su revolución industrial y han democratizado efectivamente en forma integral su existencia como naciones

En nuestro caso, el debate sobre figuras del pasado (desde la Revolución de Mayo a nuestros días), implican en el presente –bajo la apariencia de una mera discusión histórica- una toma de partido por modelos, paradigmas o posturas ideológicas, políticas y conceptuales, que definen caminos y acciones políticas a seguir. Por eso, “la confrontación de juicios sobre épocas y personajes de la Historia Argentina, se sale continuamente del cenáculo de los especialistas y de las academias, para convertirse en una disputa de partidos y partidarios, con toda aspereza y hasta con la violencia que el choque de partidos suele tener”. Podríamos decir metafóricamente que, en nuestro país, al no cerrar las heridas del pasado, la memoria histórica está en carne viva. “Hay rivadavianos y antirrivadavianos, hay rosistas y antirosistas; hay mitristas y antimitristas”, dice Terzaga. “En la vigencia de todos esos istas es donde se expresa la supervivencia del espíritu de partido, aunque ya no existen directoriales, unitarios, cismáticos, ni federales. No existen, pero la nitidez y la persistencia del eco que han dejado en nuestra historia, demuestra que algo de ellos ha quedado vivo, o que los problemas que los dividían no fueron solucionados del todo, o que la Nación que los engloba no ha terminado de fraguar: que ella no es aún un todo concluso sino un torso estremecido… Esa, y no la supervivencia de nietos y bisnietos de los protagonistas, es una de las causas principales de las polémicas sobre nuestro pasado”.

Es que los pleitos que originaron esas guerras, todavía no son Cosa Juzgada y aún siguen sin el fallo de la historia, porque todavía no han sido dirimidos definitivamente, de una u otra manera, como lo hicieron otros países ya realizados como naciones: a través de la guerra de secesión entre norte y sur, los estadounidense; con la decapitación de Carlos I y el fin del absolutismo de los Estuardos, los ingleses; a través de la revolución francesa en Francia; o a través de la guerra de unidad italiana y la de la unidad alemana en esos países de Europa. En cambio, en una “nación inconclusa” como la nuestra, siguen pendientes cuestiones tales como: ¿proteccionismo industrial o libertad de comercio?, ¿mercado interno o libre mercado?, ¿modelo industrial o agro exportador?, ¿sustitución de importaciones o apertura económica?, ¿Estado grande o Estado chico?, ¿ajuste a favor de los sectores privilegiados o distribución equitativa de la riqueza?, ¿Justicia Social o beneficencia?, ¿identidad nacional o cultura cosmopolita?, ¿unidos (América Latina) o dominados?, y tantas otras.

Sin embargo, lejos de ser negativo el hecho de debatir sobre esos cuestionamientos que hemos heredado del pasado y que hacen de nuestra “continuidad” y “vida histórica” un pleito sin fallar -y cuyas respuestas son el fundamento de una política nacional-, es un signo promisorio de nuestra preocupación por nuestro destino y porvenir, lo que evidencia que el pasado está muy cerca y la historia no ha llegado a su fin, como planteaban los neoliberales en la década del ’90, o como, en sentido contrario, plantean hoy en su discurso el capitalismo salvaje o su socio, el anarco-capitalismo, con mayor lucidez y crueldad aún que la generación del ’90, revalorando la validez de la “historia oficial” que reivindica un país de privilegios y minorías. Esto indica hasta qué punto la historia y la política están estrechamente relacionadas.

En verdad, la historia de los países que “han terminado su historia” puede ser escrita muchas veces sin cambiar el presente, pero en los países que no han terminado sus tareas históricas fundamentales, cualquier versión y visión de la historia pasada “condiciona” y fundamenta las acciones del presente, en la medida en que no se han dirimido terminante y definitivamente los aspectos centrales de nuestro desarrollo y realización como Nación: independencia política (que es a lo que los padres de la Patria aludían con el término “libertad”), constitución de la Nación, unidad nacional, identidad nacional, independencia económica, revolución industrial, desarrollo integral, democracia efectiva a nivel político, económico, social y cultural o, en su defecto, solo disolución del Estado, disolución nacional, cultura “global”, desindustrialización, pauperización, democracia colonial, etc.

Al contrario de los países que ya “juzgaron” su pasado, y hasta se dan el lujo de afirmar y tratar de convencernos de que la “historia ha terminado” porque ellos alcanzaron el techo de sus posibilidades como naciones, o de los cipayos nativos que juzgan la historia de esos países según patrones y parámetros que no son los verdaderos, en nuestro caso, y parafraseando a Terzaga, no buscamos en la historia la memoria de un ayer remoto, como los europeos para el caso de las Cruzadas o de las guerras inglesas de la época de Cronwell, sino las raíces nacionales de un pasado inmediato (aún vigente), y cuyo conocimiento nos resulta indispensable para comprender la dimensión de nuestras victorias y derrotas, el sentido del presente en que nos movemos y el futuro que nuestros padres proyectaron.

Cuando está en juego el modelo de Nación que queremos, no es en vano discutir sobre las figuras del pasado (Por eso la vuelven a traer al presente los que gobiernan, aunque en el sentido contrario a nuestros intereses y necesidades nacionales). De allí la importancia de estudiar nuestra historia y no la europea o la de los países hoy hegemónicos, que ya no pueden darnos nada, pues hasta ellos la desprecian en tanto han decretado “el fin de la historia”. Y si en principio, como en este 25 de mayo, los que gobiernan contra el pueblo vuelven a traer esa discusión al presente, es porque esa “versión de la historia” les resulta útil para justificar su acción política (continuación de aquella otra acción política anti nacional y anti popular del pasado).

Llegado a este punto, entramos de lleno en esa estrecha relación que existe entre esas dos dimensiones de la Política: el de la Ciencia Política (correlato de la Ciencia Histórica), por un lado, dimensión que hace falta reorientar y profundizar en las universidades para lograr una verdadera y profunda conciencia política nacional, base para dirimir la actual “batalla cultural”; y consecuentemente también, pues del estudio de la realidad pasada y presente se deriva, el esclarecimiento e identificación de las Políticas que transforman y que nos permitirán realizarnos como Nación y como sociedad, todavía irrealizada e inconclusa.

Tener conciencia de ello y aplicar ese conocimiento a la interpretación de la realidad para transformarla -partiendo del criterio jauretchiano de la “continuidad histórica” de nuestro pueblo y de su visión entrañablemente nacional de la historia-, no debería ser subestimado ni descartado si queremos encontrar la salida al atolladero en el que estamos.

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