El Barón de Río Branco y el primer intento del A.B.C. Latinoamericano. Por Julio Fernández Baraibar

La concepción diplomática conocida como A.B.C. es brasileña y concretamente de José María da Silva Paranhos Junior, el Barón de Río Branco, fundador de la política exterior del Brasil y creador del moderno Itamaraty.

 Dado el desconocimiento que en nuestro país impera sobre las cosas del Brasil, similar posiblemente al que en aquel país existe sobre nuestras cosas, se hace necesario, habida cuenta de la importancia y trascendencia del personaje, una breve reseña sobre el mismo.

 Junto con Rui Barbosa, el inspirador de la constitución de la república de los plantadores, y con Joaquim Nabuco, el apóstol de la abolición de la esclavitud, el Barón de Río Branco integra el grupo de estadistas que introdujo al Brasil en el nuevo siglo.

 Liberal en lo económico y conservador y monárquico en lo político, pertenecía a una familia de linaje pero sin peculio, de la aristocracia imperial de Bahía.

 Su padre, el Vizconde de Rio Branco, a quien ya vimos en Montevideo al final de la guerra del Paraguay, llegó a ser, dentro de una larga carrera en la administración, jefe de gabinete durante cuatro años, el más largo y exitoso de la monarquía de Pedro II.

 Es este gabinete el que promulga, en 1871, la Ley de Vientre Libre, comienzo del fin de la ignominiosa esclavitud, que se había convertido ya en un factor de atraso económico.

 Según un biógrafo [9], tanto el vizconde como el barón “vivieron siempre como servidores del Estado. 

Ninguno de ellos tenía relación directa con los grandes propietarios esclavistas”[10].

 El vizconde era un veterano en la política del Río de la Plata, ya que integró, en distintos cargos hasta ser el jefe, la legación diplomática en Montevideo en varias oportunidades. 

La última de ellas fue poco antes del inicio de la Guerra de la Triple Alianza.

 Después de la guerra vuelve a Montevideo, esta vez acompañado de su hijo, quien se desempeñó como su secretario.

 La tarea del vizconde fue, entonces, negociar con sus aliados los resultados de aquella carnicería, labor en que ya los encontramos más arriba. 

Una vez recibido de abogado y después de un breve y desilusionante paso por la Cámara, como diputado por el Matto Grosso, el joven Jose Maria da Silva Paranhos Junior abandona la política para pasar a la diplomacia, y obtiene del presidente del Consejo de Ministros, el marqués de Caxias, su nombramiento como cónsul general en Liverpool, en 1876.

 Nunca más actuará en el país, hasta que, en 1902, el presidente Rodríguez Alves lo nombra Ministro de Asuntos Extranjeros.

 Su actividad como diplomático y la resolución positiva, para el punto de vista brasileño, de resonantes conflictos le habían otorgado una enorme popularidad que conservó hasta su muerte.

 Hombre de una vasta cultura universal, era un profundo conocedor de su país.

 “Lo que del Brasil sabía era enorme, como que había leído todo cuanto se había escrito al respecto: historia, geografía, flora, fauna. Había recorrido bibliotecas enteras en Europa y América”, dice de él el diplomático argentino José María Cantilo [11].

 Como todos los militares y políticos brasileños de su época, y hasta ya entrado el siglo XX, era un profundo admirador de Augusto Comte y su positivismo[12], convicción a la que unía sin contradicciones su declarado monarquismo.

 En el retrato que, a su muerte, hace el relativamente crítico historiador pernambucano Manuel de Oliveira Lima, leemos: “Su personalidad dominante se destacaba de la colectividad para fundirse en la entidad abstracta a la que él, tan bien y tan eficazmente, sirvió toda la vida, al punto de, sin guerras, exclusivamente por los medios pacíficos de la negociación y el arbitraje, haber aumentado tan considerablemente la superficie nacional – lo que a  poquísimos personajes históricos, a un resumidísimo número de privilegiados, le ha sido dado”[13].

 El prestigio y seguramente los éxitos que la política de Itamaraty ha obtenido a lo  largo de los años se deben, sin duda, a la acción del Barón de Rio Branco. 

Su labor como canciller entre 1902 y 1912, se hizo bajo tres presidentes, Rodrigues Alves, Affonso Pena y Hermes de Fonseca.

 “Pero al mismo tiempo que declinaban sus fuerzas, comenzaba a desaparecer no sólo el mundo internacional del Barón, sino también el Brasil fuerte, próspero y prestigioso que le había permitido realizar, sin solución de continuidad, su obra diplomática.

 Las presidencias de Rodrigues Alves y Affonso Pena marcarán el punto más alto de la República Vieja” [14]. 

En medio de una crisis política y militar, que incluye el bombardeo a Bahía, murió a los 66 años el Barón de Rio Branco.

 No dejó testamento alguno, pues sus bienes eran escasos.

 Dejando de lado la política territorial, que escapa a los propósitos de este trabajo[15], la política exterior de Rio Branco tuvo dos ejes: la relación con los EE.UU. y el llamado A.B.C., la política de relaciones con Argentina y Chile [16]. 

A: La “Alianza no escrita” con los EE.UU.

 A partir de 1865, recién terminada la Guerra Civil, los EE.UU. se convierten en los principales importadores del café brasileño.

 A partir de 1870, cuando suprimen las tasas de importación sobre este producto, más de la mitad del café exportado por el Brasil es comprado por aquel país, en vertiginosa expansión económica e industrial. 

El 60% del caucho brasileño era vendido en el mercado norteamericano, que también se convertiría, poco después, en el principal comprador del cacao del Brasil. 

En 1912,  las compras de los EE.UU. representaban el 36% de las ventas internacionales brasileñas, en tanto que Gran Bretaña, el segundo comprador, alcanzaba a tan sólo un 15% del volumen de esas exportaciones [17]. 

 Por otra parte, como sostiene Celso Furtado, “en el último decenio del siglo XIX se creó una situación excepcionalmente favorable a la expansión del cultivo del café en el Brasil.

 Por un lado, la oferta no brasileña atravesó una etapa de dificultades, sufriendo la producción asiática enormes perjuicios. (…) 

Por otra parte, con la descentralización republicana el problema de la inmigración pasó a las manos de los Estados, siendo abordado de manera mucho más amplia por el gobierno del Estado de São Paulo, vale decir, por la propia clase de los fazendeiros de café.

 Finalmente, el efecto estimulante de la gran inflación de crédito de ese período benefició doblemente a la clase de cultivadores de café: proporcionó el crédito necesario para financiar la apertura de nuevas tierra y elevó los precios del producto en moneda nacional con la depreciación cambiaria. ( …) La producción brasileña alcanzaría en 1901–1902 a 16,3 millones de bolsas de 60 kilos”[18].

 La economía brasileña dependía de las exportaciones a EE.UU del mismo modo que, en esa época, la Argentina se organizaba alrededor de sus ventas de carne y trigo al Reino Unido. Esta es, sin duda, una de las bases objetivas para la reformulación de las alianzas internacionales de Brasil, realizada por Paranhos, al convertirse en Canciller de la República Vieja. 

Desde aquel lejano nombramiento como cónsul general en Liverpool, el Barón de Rio Branco había estado en permanente actividad diplomática en Europa y Estados Unidos. Londres, París, San Petersburgo, Berlín, Berna, New York, Washington habían sido las ciudades por las que había pasado representando los intereses de su país en espinosas cuestiones limítrofes, en las que su tino, prudencia  y voluntad de negociación consolidaron las gigantescas fronteras del Brasil. 

Desde la cuestión de las Misiones en discusión con Argentina, sometida al arbitraje del presidente de los EE.UU., hasta la cuestión del río Japoc, en la frontera con la Guayana Francesa –conflicto con Francia que llegó al borde del enfrentamiento armado–, sometido al arbitraje de la Federación Suiza, Paranhos tuvo oportunidad de conocer de cerca las grandes potencias de la época.

 Y pese a que su formación intelectual y moral, así como su corazón, estaban en Europa, debe reconocer, a poco de asumir como Canciller del presidente Rodrigues Alves, la aparición incontenible de la gran potencia del Norte del Nuevo Mundo, EE.UU.

 Son los tiempos del “Destino Manifiesto”, cuando Rubén Darío se dirige al presidente Teodoro Roosevelt con su inmortal “¿Es con voz de Biblia / o verso de Walt Whitman / que habría que llegar hasta ti / Gran Cazador?”.

 Ha terminado la guerra hispano–americana y los EE.UU. incorporan a Filipinas y Puerto Rico, establecen su protectorado sobre Cuba, pretenden invadir Venezuela, amenazan a Méjico y toman el canal de Panamá. 

Es el momento en que el propio Roosevelt proclama: “Hemos comenzado a tomar posesión del Continente”[19], en frase que estremeció a Manuel Ugarte y a Carlos Pereyra[20].

 Como dice Rubens Ricupero: “La emergencia de una gran potencia que comenzaba a proyectar su sombra inhibidora sobre todo el continente era, evidentemente, un hecho nuevo imposible de ignorar.

 Antes, durante el Imperio, las potencias predominantes, Inglaterra, Francia, Alemania, estaban del otro lado del Atlántico, envueltas y enmarañadas  en sus juegos de equilibrio. Ahora surgía un poder cada vez más próximo y cuya fuerza gravitacional pasaba a ser sentida en forma creciente” [21]. 

Por otra parte, la experiencia personal de Paranhos con los norteamericanos, en su permanencia en New York y Washington, durante las negociaciones con Argentina y su ministro Estanislao Zeballos, había sido óptima[22].

 No disgustaban al Barón, pese a su formación europea, la ruda franqueza, la falta de ambigüedades, el trato llano y la soberbia casi adolescente de los norteamericanos.

 Pesaba también el hecho de que, desde la época del Imperio, Brasil había ido perdiendo su tradicional vinculación con el Reino Unido. 

Como ya se ha dicho, una serie de conflictos de carácter comercial y diplomático había empeorado las relaciones con la potencia amiga, situación que terminó en una ruptura formal de relaciones.

 El gobierno imperial comienza a rehusar toda propuesta de acuerdos comerciales con naciones más poderosas, entre otras cosas, porque ello le significa una limitación al aumento de las tarifas aduaneras de importación, que constituían una de las principales fuentes de financiamiento del erario público en la época. 

“No existía gran intimidad política con Inglaterra (y mucho menos con otras potencias europeas),  ni influencia apreciable de esta última sobre la diplomacia imperial, casi toda ella volcada prioritariamente para el Plata o para los vecinos sudamericanos” [23].

 Este vacío en las relaciones diplomáticas del Brasil con las grandes potencias será ocupado, a partir de la gestión de Río Branco y con la colaboración de su amigo de la juventud y gran figura intelectual de la República, Joaquín Nabuco, por una relación preferencial con los Estados Unidos.

 A partir de la inauguración de la primera embajada de Brasil en Washington, a cuyo frente queda el propio Nabuco, el Itamaraty de Rio Branco inicia lo que un autor norteamericano llamará “la Alianza no escrita”[24] con  Norteamérica.

 Las condiciones de la misma serán que cada uno de los aliados se prestará mutuo apoyo a fin de mejor servir a sus intereses. 

Lo que en la práctica se tradujo en contar con el apoyo norteamericano en las relaciones potencialmente conflictivas del Brasil con dos vecinos coloniales y, a menudo, amenazantes –Gran Bretaña y Francia– y neutralizar cualquier intriga en Washington de parte de alguno de los otros vecinos sudamericanos.

 Si la relación preferencial de Buenos Aires con el Reino Unido le permitía al presidente argentino Roque Sáenz Peña exclamar en los propios bigotes de Ted Roosevelt “América para la humanidad”, oponiéndose a la reinterpretación imperialista de la ambigua y versátil doctrina Monroe formulada por el “Gran Cazador”, para regocijo de los patriotas hispanoamericanos saqueados por las tropelías de la marinería yanqui[25], Itamaraty y su gran canciller apostaron a los EE.UU. con la idea de utilizar a su favor las eventuales rivalidades “interimperialistas” de uno y otro lado del océano.

 El eje de la diplomacia brasileña se establecerá por largos años con Washington y la adopción de esta política tendrá una importancia decisiva en los años siguientes, frente a las dos guerras mundiales.

 “Y lo que en un principio había sido concebido como un instrumento diplomático para dar respuesta a los cambios producidos en la época se convirtió en un paradigma, supuestamente válido para todas las situaciones”[26].

 En el plano sudamericano, esta doctrina llevó a Itamaraty a alinearse sistemáticamente con los EE.UU., a oponerse a la doctrina Drago –según la cual no pueden ser usadas las fuerzas militares para cobrar la deuda en caso de que el país deudor recusase el arbitraje o sus resultados– o a hacer una apología imperialista de la tan llevada y traída doctrina Monroe que confería a los EE.UU. poder de policía, en especial en América Central y en el Caribe.

 Pero a favor de los objetivos de Rio Branco, debe dejarse sentado que el pragmático y positivista bahiano, –“Orden y Progreso” reza en la verde bandera brasileña– logró el apoyo norteamericano para sus reclamaciones fronterizas con Bolivia, Perú, Francia, Inglaterra y hasta en un abortado proyecto de invasión por aventureros franceses en 1904.

 El Barón logró dibujar el mapa de Brasil con el lápiz de su habilidad y el compás de Washington.

 Los límites de esta política los experimentaría pocos años después, en la Segunda Conferencia de Paz en La Haya, en 1907.

 A ella concurrió el Brasil con la idea de que su alianza con los EE.UU. le daría un papel protagónico en la constitución de un Tribunal Internacional Permanente.

 Sería el primer país sudamericano en obtener un reconocimiento frente a las grandes potencias imperiales de la época.

 Allí el Barón tomó, quizás por primera vez, conciencia de que  el centro de las preocupaciones de Washington pasaba por Europa y que Brasil era, en ese sentido, nada más que una puerta hacia su patio trasero [27]. 

El otro eje central en el giro dado por Rio Branco a Itamaraty fue  el de consolidar las relaciones diplomáticas de su país con el de su gran vecino del Sur, la Argentina, y con el otro país que armonizaba en desarrollo político y económico con el suyo y con el cual no tenía fronteras, Chile.

 A esto se le llamó, eufónicamente, A.B.C. por las iniciales de los tres países en cuestión.

 Este política se armonizaba, en la inteligencia del Barón, con su relación preferencial con EE.UU. en el “panamericanismo”.

 En palabras de Burns, “El Brasil transmitía a los países de la América Española la suficiente impresión de intimidad con los Estados Unidos para ser capaz de interpretar su política y a los Estados Unidos de ser indispensable para preparar a América hispánica para recibir y hasta aceptar sus políticas.

 Ambos papeles aumentaban el prestigio del Brasil”[28]. 

 En su concepción el A.B.C. era un proyecto destinado a complementar su alianza “no escrita” con los EE.UU en el eje asimétrico de relación, con un esquema de no agresión, entendimiento y cooperación entre estos tres países, articulando con ello un eje simétrico con sus principales vecinos[29].

 No era fácil la propuesta, especialmente con la Argentina, ya que la desconfianza entre las dos cancillerías era profunda.

 Se sumó a ello la animadversión y el rencor que, después del resultado del arbitraje de Cleveland, profesaba hacia Río Branco el incompetente y apático negociador de las Misiones, Estanislao Zeballos, ministro de Relaciones Exteriores de Figueroa Alcorta [30]. 

La historia de la diplomacia argentino–brasileña tiene un incidente conocido como “del telegrama 9” que resume, por un lado la ineptitud de Zeballos, por el otro la extraordinaria habilidad del Barón, y la fragilidad por la que entonces atravesaban las relaciones entre nuestros dos países.

 Esta es, en síntesis, la historia del incidente.

 El nacionalismo antibrasileño del inepto Zeballos

 Tan pronto como es nombrado Ministro de Relaciones Exteriores, Zeballos se lanza, con primaria simpleza y llevado por su incontrolable rencor por Paranhos, a una agresiva política no sólo con Brasil sino también con los otros vecinos. 

Obviamente, la situación es aprovechada por Itamaraty, que montada en la torpeza del canciller argentino, entusiasma al Uruguay a reclamar la soberanía sobre la mitad del Río de la Plata, teoría que carecía de todo antecedente y que todavía hoy es motivo de inocente broma con los uruguayos.

 En lugar de responder, como lo hizo Rio Branco en cada una de las oportunidades en que se enfrentó a situaciones similares, con la diplomacia y la negociación, Zeballos mandó la flota de guerra a hacer maniobras frente a la costa oriental. 

Es decir, puso en su peor nivel las relaciones con Montevideo, levantó una ola de furia en el pequeño nacionalismo uruguayo e hizo frotar las manos en secreto regocijo a la “esfinge de Itamaraty”, como lo llamó Euclides da Cunha al Barón de Rio Branco.

 Miguel Angel Scenna describe así los hechos: “Zeballos vivía convencido de que Brasil preparaba la guerra contra la Argentina.

 Razonaba que una vez lograda la superioridad naval atacaría, llevando en su estela al Uruguay, el Paraguay y tal vez Bolivia. Para aventar el peligro elucubró soluciones un tanto tenebrosa.

 Propuso a Chile una alianza.

 En Santiago se desentendieron porque no les interesaban los problemas atlánticos y porque no tenía motivo alguno para molestar al Brasil. Entonces Zeballos se tornó truculento y planeó una guerra preventiva.

 La marina argentina estaba en magníficas condiciones. En cuanto al ejército, pasaba por el momento de mayor poderío de su historia, espléndidamente armado y adiestrado.

 Según las referencias a mano, Brasil no podría soportar un ataque llevado a cabo por 50.000 argentinos movilizados, cifra muy respetable para la época, que era la base preparada para enfrentar un conflicto con Chile poco antes.

 Reunió al gobierno y expuso el plan: se movilizarían las reservas, se pondría al país en pie de guerra y se enviaría un ultimátum al Brasil dándole seis días para responder.

 O limitaba su poderío naval o se le imponía por la fuerza.

 Los atónitos ministros escucharon a Zeballos sin comprenderlo del todo. 

Con grandes esfuerzos se acababa de evitar una guerra y ahora se salía al encuentro de otra.

Pese a la reserva prometida en la reunión, el asunto trascendió.

 Lo pescó ‘La Nación’ dándole a publicidad y ardió Troya.

 La alarma cundió por todos los sectores, se alzó un coro de protestas ante el canciller que usaba la diplomacia del hacha y se deterioraron aún más las relaciones con el Brasil. 

El presidente Figueroa Alcorta no dudó un momento y pidió la renuncia a Zeballos, que se retiró airado”.

 “Pero como había declarado personalmente la guerra al Brasil, cometió otra indiscreción y en 1908 denunció al Barón de Rio Branco desde la Revista de Derecho de estar tejiendo un cerco diplomático en torno a la Argentina.

 Como prueba publicó un telegrama cifrado que llevaba el número 9, que la cancillería fluminense habría cursado a las representaciones brasileñas en varias naciones americanas. 

De acuerdo al texto, Argentina estaría elaborando un plan imperialista de vastas proporciones, ya que se trataría nada menos que de la reconstrucción del virreinato del Río de la Plata mediante el sencillo expediente de anexar Uruguay, Paraguay, Bolivia y Río Grande do Sul.

 Las representaciones brasileñas debían divulgar discretamente dichos planes al tiempo que aseguraban la amistosa protección de Brasil, ángel justiciero que cerraría el paso a las torvas intenciones de Buenos Aires” [31].

 La fría y comtiana cabeza de Paranhos preparó de inmediato una respuesta oficial al reemplazante del iracundo antibrasileño, el ministro Manuel Gorostiaga. 

En ella acusó a Zeballos de falsificador, ya que aseguraba que éste había conseguido una copia de un telegrama número 9 enviado a la legación en Santiago de Chile, que sí había existido, pero que de ninguna manera era de ese tenor, sino que su contenido había sido adulterado.

 La nota era acompañada por el telegrama original con la cifra correspondiente y la garantía de que en ningún momento había enviado órdenes como las denunciadas.

 La nota termina con la expresión más sintética y clara de su teoría del A.B.C.: “Estoy cada vez más convencido de que una cordial inteligencia entre Argentina, Brasil y Chile sería de gran provecho para cada una de las tres naciones y tendría influencia benéfica dentro y fuera de nuestros países” [32].

 El genial brasileño veía con claridad lo arriesgado y absurdo de un enfrentamiento armado con la Argentina y entendía, como Clemenceau, que “los asuntos de la guerra eran demasiado serios como para dejárselos a los militares”. 

Bastante había extendido la soberanía de su país por medio de la persuasión, la diplomacia y la política internacional, sin disparar un solo tiro, para arriesgarse a un enfrentamiento de azaroso resultado.

Pero no sólo eso.

 Esas palabras a Gorostiaga no eran nada más que protocolares. Su imaginación había pensado  una solución, novedosa para la época, pero sólida e interesante. 

 Si el objetivo era asegurar el sur del Brasil e impedir una alianza argentina que amenazara al Brasil, lo mejor no era la confrontación bélica sino establecer una alianza con Buenos Aires.

 El eje del A.B.C. haría girar en su torno al sistema iberoamericano y pondría fin a las desangrantes e inútiles guerras locales.

 Roque Sáenz Peña y el apogeo del A.B.C.

 En este período (1905-1910) entra en ocaso la hegemonía del zorro Julio Argentino Roca sobre la política argentina.

 En una página de inolvidable riqueza literaria, sensibilidad histórica y claridad política, Jorge Abelardo Ramos describe así el comienzo de la presidencia de Quintana: 

“Aquel miércoles 12 de octubre de 1904, la casa de Gobierno bullía de invitados y arribistas, comunes en tales actos.

 Diplomáticos abrumados de condecoraciones con su mirada escéptica y su espadín, militares de gran uniforme, inquietos diputados, buscando nuevas combinaciones ante el cambio de Presidente, personajes palmeando espaldas, funcionarios celosos y damas empingorotadas. 

Rodeado de un puñado de amigos y con un velo melancólico en sus ojos saltones, el general Julio Argentino Roca entregaba las insignias del mando al doctor Manuel Quintana, con su perilla blanca, retobado y despreciativo, enfundado a presión en su célebre levita”[33].

  Prevalecía en el antiguo abogado de las compañías inglesas y nuevo presidente argentino la sospecha y la desconfianza con el vecino y carecía, por supuesto, de toda sensibilidad ante lo que podía ser una política regional.

 Si bien, la visita del presidente Roca a Río de Janeiro en 1899 había puesto las relaciones en un buen nivel, el período Quintana–Figueroa Alcorta, merced, entre otros roces, al pleito que acabamos de narrar, las deterioró rápidamente.

 Ello no fue obstáculo a la fastuosa visita del ex presidente Roca al palacio Catete[34] en marzo de 1907, donde fue recibido “con extraordinarias manifestaciones de cariño”.

 Esta visita también fue producto de la labor del Barón, quien invitó al tucumano preocupado por el nombramiento de Zeballos[35]. 

Tan es así que los fastos en celebración del Centenario de la Revolución, fecha del apogeo de la belle epoque porteña, no contó con la participación de ningún enviado de la República del Brasil.

 Y ello pese al Tratado de cordial inteligencia política y de arbitraje entre Brasil, Argentina y Chile firmado en 1909, cuyas cláusulas expresaban casi textualmente el pensamiento de Río Branco[36].

 Fue con la llegada de Roque Sáenz Peña, en la agonía del viejo régimen de la República oligárquica, cuando el pensamiento del jefe de Itamaraty encontró un correlato en Buenos Aires.

 También Sáenz Peña estaba convencido de que la paz sudamericana sólo podía sostenerse sobre la base de la amistad y el entendimiento con el poderoso vecino. 

“Algo debió captar Río Branco, que decidió aprovechar el cambio de mandatario para provocar un giro político.

Al efecto, el embajador Dionisio da Gama insinuó en Buenos Aires la posibilidad de un acuerdo, y cuando Sáenz Peña llegó a Río fue recibido poco menos que en triunfo”[37].

 Las fotos muestran la imponente comitiva con el carro descubierto tirado por cuatro caballos en el cual viajan el nuevo presidente argentino, Roque Sáenz Peña, Nilo Peçanha, presidente por fallecimiento de Affonso Penna, y la voluminosa figura del Barón de Rio Branco.

 El carro marcha por la Avenida Central de Río, en medio de un gran desfile militar y rodeados por una  multitud de entusiasmados cariocas.

 La respuesta del argentino al envite de Itamaraty fue el de enviar, junto con un embajador extraordinario, el doctor Manuel Montes de Oca, un delegado confidencial cuya delicada misión era detener la carrera armamentista desatada desde los tiempos del iracundo Zeballos. 

El nombramiento recayó en el cordobés y antiguo juarista, relegado durante años por el roquismo, Ramón J. Cárcano, quien compartía los puntos de vista del presidente en materia de política exterior.

 Desde la batalla de Pavón, cuando Buenos Aires impone su constitución sobre la Confederación Argentina, la actitud del gobierno argentino se había caracterizado, en primer lugar, por la subordinación de Mitre al Brasil, fundada básicamente en razones ideológicas –“las banderas del libre comercio”–, de lo que la infame Guerra de la Triple Alianza fue ejemplo cruel y paradigmático y, luego, después del triunfo de los “chinos” de Roca en el ´80, por lo que Scenna define como “un aproximamiento superficial que no implicaba el menor compromiso para adoptar posiciones ante terceros países”[38].

 Sáenz Peña es el primer presidente argentino en pensar la relación con Brasil como un eje alrededor del cual se estableciera un bloque frente a  la hegemonía y el expansionismo norteamericano. Insistimos, claro, en que este punto de vista, y al margen de su coincidencia con los intereses de la política sudamericana considerada globalmente, tenía como paisaje de fondo la relación económica y diplomática con el Reino Unido.

 Miguel Angel Cárcano, hijo del delegado de Sáenz Peña y canciller del presidente Arturo Frondizi, ha contado la reunión de su padre con Paranhos.

 “El barón recibió a Cárcano en Itamaraty, el palacio del Imperio, en su gabinete de trabajo amplio y luminoso.

Sus ventanales permitían contemplar los jardines interiores.

Cantidad de mapas colgaban de sus muros.

En gran escala estaban indicadas las fronteras del Brasil que el barón había logrado trazar con habilidad y astucia definiendo los límites inciertos y los intrincados problemas que dejó la herencia colonial, tarea abrumadora y paciente de la cual se vanagloriaba por haberla llevado a cabo por negociaciones amistosas y el arbitraje.

En el extremo de una de las largas mesas trabajaba el canciller en un lugar reducido, libre del cúmulo de documentos y expedientes, amontonados sobre las sillas y en el suelo.

Muchas veces sus secretarios lo hallaron escribiendo en altas horas de la noche alumbrado por un modestísimo candil que nunca le faltaba.

Junto a esa mesa tuvieron lugar las conversaciones confidenciales con Cárcano”[39].

 Al llegar al tema de la carrera armamentista, frente a las distintas alternativas que barajaban, se enfrentaban con el hecho de que los respectivos congresos destrozarían los acuerdos alcanzados y pondrían la situación en términos iguales o peores a los de ese momento.

 El cordobés propuso que se estableciese simplemente un pacto de caballeros entre ambos presidentes –el brasileño era el recientemente asumido Mariscal Hermes da Fonseca, sobrino del fundador de la república–, que no se firmase acuerdo ni papel de ningún tipo.

 Por ese caballeresco pacto ambos países renunciaban a la compra de nuevos buques de guerra, sin que ello pasase por las, a veces, poco claras negociaciones parlamentarias. 

El Barón recibió la propuesta con beneplácito, pero debía ser aprobada por el presidente.

 “Esa noche Cárcano cenó con Río Branco y el mariscal Fonseca, ya en tren de despedida.

En un momento de la conversación el enviado confidencial preguntó directamente al mandatario si podía comunicar al presidente argentino que Brasil limitaba su flota.

 Tras mover la cabeza, el mariscal se limitó a contestar ‘¡Puede!’”[40]. 

Dos años después murió el Canciller y luego le tocó el turno a Sáenz Peña, no sin antes haber dado a la Argentina la ley del voto secreto, universal y obligatorio.

 La República oligárquica había terminado.

 Tras los votos de don Hipólito, muchísimos de ellos de argentinos de primera generación, paradojalmente volvían las fuerzas de la vieja patria que la incorporación de Argentina al mercado mundial, como proveedor de carne y trigo al Reino Unido, había proscripto.

 También paradojalmente –repetimos, Clío es caprichosa–  a la vez que la política exterior de don Hipólito asumía gestos reparadores frente a Sudamérica, como la condonación de la deuda del Paraguay de los tiempos de la Guerra, o su solidaridad con la Santo Domingo ocupada por los marines yanquis, su antibrasileñismo, por un lado, y el alineamiento del Brasil con la Entente, en la Primera Gran Guerra, frente a la intransigente neutralidad del jefe radical, dieron por tierra con el primer A.B.C.

 Como dice Methol Ferré: “Todavía los tiempos estaban verdes, pues tanto Argentina como Brasil era agroexportadores y apenas industriales”[41].

 La integración se planteaba en el mejor de los casos como una cuestión de índole moral o política.

 Sólo la industrialización y modernización de nuestros países convertiría la cuestión de la integración en algo perteneciente al universo de las necesidades y el mundo objetivo, es decir en una cuestión de cuya respuesta depende la continuidad histórica y económica de nuestros pueblos.

 La democratización del sistema político argentino y de la renta agraria producida por el yrigoyenismo, así como la más lenta crisis de nuestra economía agro exportadora, prolongaron la agonía del régimen oligárquico hasta la década del ´40.

 La República Vieja, de los ingenios y las plantaciones, del café, del caucho y del cacao, entró en aguda crisis en la década del ´20.

 Las pujas entre los distintos estados y sus monoproducciones para ocupar el centro de las decisiones políticas y económicas, que el estado republicano había relativamente armonizado durante sus años de esplendor y sobre la base de los altos precios internacionales, terminaron por quebrarla.

Notas:

[9]  de Oliveira Lima, Manuel, O Barão do Rio Branco, Editorial Instituto Nacional do Livro, Río de Janeiro.

[10] –Desde el período monárquico, el reclutamiento de la burocracia civil y militar del Imperio se hizo mediante la selección de personas pertenecientes a familias venidas a menos.

Cardoso, Fernando Henrique, Ideologías de la burguesía industrial en sociedades dependientes (Argentina y Brasil), pág. 113, Siglo XXI Editores S.A., 1976, México.

[11]  Cantilo, José María, Recuerdos de mi vida diplomática, Buenos Aires, 1935.

[12]  V. Ramos, Jorge Abelardo, Historia de la Nación Latinoamericana, tomo 2, El positivismo en América Latina, pág. 70.

[13]  de Oliveira Lima, Manuel, op. cit.

[14] Ricupero, Rubens, Jose Maria da Silva Paranhos, Barão do Rio Branco, Fundación Alexandre de Gusmão, Río de Janeiro, 1995, pág. 123.

[15] –En una palabra: gracias a José María da Silva Paranhos, Brasil incorporará a su patrimonio, sin disparar un tiro ni generar irredentismos peligrosos, nada menos que 600.000 kilómetros cuadrados ¡dos veces la provincia de Buenos Aires! Con él, Brasil alcanzó las colosales dimensiones que hoy posee y dio pie al orgulloso dicho O Brasil sempre saiu vencedor. Habría que agregar que siempre tuvo a mano un Rio Branco. Scenna, Miguel Angel, Argentina–Brasil, Cuatro Siglos de Rivalidad, Revista Todo es Historia, Nº 79, pág. 79 y ss., Buenos Aires, diciembre de 1973. Pese al absurdo título –Argentina no tiene cuatro siglos de historia– este ensayo presenta una muy completa exposición de los encuentros y desencuentros entre Brasil y las provincias del Plata.

[16]  –Ya construí el mapa del Brasil. Ahora mi programa es contribuir a la unión y la amistad entre los países sudamericanos. Citado por Cárcano, Ramón J, Mis primeros ochenta años, Buenos Aires, 1943.

[17] Datos tomados de Burns, E. Bradford, The Unwritten Alliance, Columbia University Press. New York, 1966.

[18]  Furtado, Celso, Formação  Econômica do Brasil, pág. 177 y ss., Editorial Nacional, São Paulo, 1975.

[19]  Ugarte, Manuel, El Destino de un Continente, Ediciones de la Patria Grande, pág. 175, Buenos Aires, 1962, pág. 168.

[20]  V. Pereyra, Carlos, El Mito de Monroe, Ediciones El Búho, Buenos Aires, 1959.

[21]  Ricupero, Rubens, op. cit., pág. 87.

[22]  En estas negociaciones se revelan ya las diferencias con que el tema territorial fue asumido por argentinos y brasileños. “En Estados Unidos, mientras Zeballos desplegaba un agudo sentido gregario, desarrollando una activa sociabilidad donde no se perdía fiesta, sarao o banquete que saliera al paso, Rio Branco trabajó a la par del último secretario, cuidando cada argumentación, puliendo pruebas, pesando las palabras, componiendo lo que al cabo fue un modelo de presentación. El resultado final estuvo de acuerdo con tales antecedentes. El alegato de Rio Branco es una obra maestra tanto del punto de vista jurídico como del histórico, preñado de erudición, poblado de documentos que apuntalaban la posición brasileña, en un grueso volumen donde no hay página de desperdicio. Frente a ello, la presentación de Zeballos es apenas un modestísimo folleto, anémico y lánguido, carente de convicción y de fuerza. No había posibilidad de duda en cuanto a la calidad de lo presentado por uno y otro. De ese modo, el 5 de febrero de 1895, Cleveland estampó su firma en el fallo: sin fundar la decisión entregó todo el territorio en litigio a Brasil. La gobernación de Misiones se encogió en 11.500 millas cuadradas”. Scenna, Miguel Angel, op. cit., pág. 77. Y aunque esto ya sea una nota dentro de otra nota, especie de caja china de la memoria, recordemos de paso la célebre Zoncera formulada por don Arturo Jauretche: “El mal que aqueja a la Argentina es su extensión”.

[23] Ricupero, Rubens, op. cit., pág. 85 y ss.

[24] Burns, E. Bradford, op. cit.

[25]  El mexicano Carlos Pereyra celebraba así la posición del argentino: “La corriente de los estadistas profundos, que tienen la prudencia de los hombres prácticos y la videncia de los poetas, Su numen es Bolívar; su hombre de Estado, Sáenz Peña. Ellos saben que los norteamericanos no llevan a la América del Sur sino el propósito de la absorción económica y de la dominación política, y que ayudarles en esta obra es un suicidio…”. Carlos Pereyra, op. cit., pág. 234

[26]  Ricupero, Rubens, op. cit., pág. 90.

[27] Conf. Ibídem, pág. 101.

[28] Burns, E. Bradford, op. cit.

[29]  Conf. Ricupero, Rubens, op. cit., pág. 93.

[30]  Maestro del rastacuerismo diplomático  lo llamó Carlos Pereyra, El Mito de Monroe, pág. 233.

[31]  Scenna, Miguel Angel, op. cit., pág. 82 y ss. Además Cárcano, Miguel Angel, Presidencia de José Figueroa Alcorta, en Historia Argentina Contemporánea, Academia Nacional de la Historia, volumen I, sección 2ª, El Ateneo, Buenos Aires, 1963.

[32]  Conf. Scenna, Miguel Angel, op. cit., pág. 83; Ricupero, Rubens, op. cit., pág. 93.

[33]  Ramos, Jorge Abelardo, Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, tomo 3, La Bella Epoca, pág. 53, 4ª Edición, Ediciones del Mar Dulce, Buenos Aires, 1970.

[34]  Hasta el 21 de abril de 1960, fecha en que es oficialmente inaugurada la ciudad de Brasilia y el gobierno en pleno se traslada a la misma, la residencia y vivienda del presidente de la República del Brasil era, desde 1897 el palacio do Catete, llamado así pues se halla en la calle de ese nombre. Fue testigo de la República Vieja y del Estado Novo varguista. Allí estaban las oficinas de la presidencia, en la planta baja, la vivienda para el primer mandatario y su familia en el tercero piso y en los lujosos salones del segundo se realizaban las recepciones oficiales. Allí funciona hoy el Museo de la República. Conf. Peixoto, Alzira Vargas do Amaral, Getúlio Vargas, meu pai, pág. 47 y ss. Porto Alegre, Editora Globo, 1960; Almeida, Cicero Antonio F., Catete, Memória de um Palâcio, Ediciones Ministerio de Cultura de Brasil, 1994.

[35]  Luna, Félix, Soy Roca, pág. 390, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1989.

[36]  Ricupero, Rubens, op. cit., pág. 95.

[37] Scenna, Miguel Angel, op. cit., pág. 84.

[38] Ibídem.

[39] Cárcano, Miguel Angel, op. cit., pág. 178.

[40] Scenna, Miguel Angel, op. cit., pág. 84.

[41] Methol Ferré, Alberto, op. cit.

Fuente: N&P

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